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procopio: café filosófico

Jugar al golf

Hay en la vida de una persona cosas imposibles de hacer. Una de ellas es, para mí, jugar al golf. Lo he intentado alguna vez. Recuerdo con nostalgia dañina cómo íbamos a jugar al mini-golf a Sitges con los primos de Enrique, todos los veranos, en los dorados años 80 de mi infancia y preadolescencia. Pero una cosa es el putt del mini-golf y otra jugar al golf. Lo comprobé años más tarde cuando con mi primer cuñado, danés él, fuimos, cerca de Barcelona, a intentar levantar pelotas de golf con palos reglamentarios. Me fue, como he dicho, imposible levantar y lanzar al aire pelota alguna. Carezco de swing, eso es todo.

Carezco por completo de swing pero no de imaginación. Con otros dos amigos, a los quince años, durante otro interminable y caluroso verano, organizamos un campo de golf en la tierra del patio del colegio de uno de ellos. Habíamos robado, mal me sabe reconocerlo, unas pelotitas de golf en los almacenes Harrods de Londres en un viaje a Inglaterra que hicimos algunos alumnos con el instituto. Y con unos sticks de hockey sobre patines -ya he hablado del hockey sobre patines de mi pueblo- hacíamos las veces de palos de golf. Uno solo, claro, para todos los tipos de golpeos a la pelota. Hicimos nueve agujeros, con sus correspondientes greens, y algún charco remedaba un pequeño lago en el dibujo del campo. Con todo esto, estuvimos unos días haciendo ver que jugábamos al golf, organizamos un campeonato y aunque no recuerdo quién ganó, nos lo pasamos en grande, como debe ser.

Jugar al golf es, por tanto, una cosa imposible de hacer para mí. Cada vez que paso en el tren de cercanías Vilanova-Barcelona por Sitges se ve el campo de golf reglamentario de la ciudad turística. Tras los cristales el verde césped, los hoyos, el club, y al fondo, el mar. Es un bello paisaje, la labor del hombre urbanizando el bosque selvático, para medirse una vez más con sus propias capacidades y quién sabe si con el destino.

Pero mi afición al golf se remonta a años atrás, prácticamente a la infancia. Severiano Ballesteros. El Open Británico y sus agrestes recorridos. La atmósfera del Masters de Augusta, en la bella Georgia estadounidense: Georgia on my mind, como cantaba Ray Charles. Todo ello es para mí el golf, aparte del campo de Sitges que se ve perfectamente desde el tren. Todo ello y, ay, la imposibilidad de practicarlo.

No fue sino en Castellón cuando oí por primera y única vez hasta el momento una conversación en una cafetería de unos hombres hablando sobre golf. De Castellón es Sergio García, que aun nos debe un major. Pues bien, ahí estaban esos hombres hablando sobre sus handicaps, sobre el par del campo, sobre birdies y boogies, en fin, la belleza de unas reglas sin las cuales no hay juego, ni competición. No me cuesta nada reconocer que me sorprendió dicha conversación y me alegré de que haya gente que en vez de hablar de fútbol o tenis o squash hable de golf en una cafetería cualquiera. Puedo decir que hasta me emocionó oirlos hablar.

Y es que el golf es emocionante. Recuerdo una disputa con mi hermana por ver quién manejaba el mando a distancia de televisión. Y es que en TVE iban a conectar con el Masters de Augusta, debía de ser abril, el mes más cruel de todos según el poeta TS Eliot, y mi hermana quería ver no sé qué. Venía de la época en que le gustaba Michael Jackson, así que no sé muy bien qué podía ser mejor que el Masters de Augusta. A mí no me cabía otra cosa en la cabeza. Y finalmente gané. Conectamos con el Masters y allí aparecía la verde pradera americana, con sus dieciocho hoyos, y sus hermosos greens, y el coqueto estanque dorado. Ah, el golf. Silencio, se juega.

Mi jugador favorito era el golfista inglés Nick Faldo, campeón del Masters dos años seguidos, 1989 y 1990, así que yo debía tener unos quince años. Faldo volvió a ganar en 1996, un año antes de la tremenda irrupción de Tiger Woods. Entretanto, pudimos ver cómo le ponían la chaqueta verde a José María Olazábal. Pero había otros grandes jugadores en los años en que yo seguía más el golf de lo que lo hago ahora: el veterano Jack Nicklaus, el alemán Bernhard Langer y Greg Norman, apodado el Tiburón por la prensa especializada.

En la vida hay lecciones. Debemos aprenderlas aunque nos frustren. De hecho, el aprendizaje de la educación no es otro que el aprendizaje de la frustración. Yo he aceptado que nunca podré jugar al golf, ahora que todo famoso que se precie lo primero que haga sea ponerse a jugar al golf, deportistas de otras disciplinas, políticos, cantantes, actores. Dicen que relaja. Verlo también relaja y es lo único que puedo hacer al respecto. Pero no exactamente lo único. Quiero decir que el golf saca de mí mi lado más extravagante, sea por imaginarme en un green cuando he jugado al mini-golf, o sea porque quién sabe si algún día repetiremos el campeonato que organizamos con sticks de hockey sobre patines. Thoreau, en su heroico Walden, afirma al final que ha querido ser todo lo extravagante que ha podido. Amo el golf porque me permite ser todo lo extravagante que imaginarse pueda en ese sentido. Aunque jugarlo de verdad no esté a mi alcance.

Sail away

No soy de los que salen a navegar el fin de semana. He estado algunas veces en el Club Náutico de Vilanova, eso es toda mi relación con la vela. Bueno, no, miento. Cuando era pequeño, en un casal de verano, pudimos disfrutar unos días de algunos ejercicios en el puerto de mi ciudad practicando optimist. Ahora si, eso es todo. Bueno no, miento otra vez. Y es que no puedo dejar de registrar la anécdota: tan torpe soy en esto de la vela que, en medio de las aguas calmadas del puerto, me caí al mar. Saqué la pierna derecha llena de suciedad. Eso sí lo recuerdo, y sí, ahora sí, ahí acabó mi relación con la vela.

Pero en un libro dedicado a los deportes, no podía faltar el deporte que más medallas olímpicas ha dado al deporte español: la vela. Poco puedo decir de las clases más típicas de los JJOO, pero sí voy a relatar cómo viví la America´s Cup celebrada en Valencia en 2007. Fue la 32ª edición. El defensor era el Alinghi suizo y la disputó contra el barco Team New Zealand de Nueva Zelanda. Algunos voces expertas dicen que es el tercer evento con mayor impacto económico para el país que lo acoge tras los JJOO y el Mundial de fútbol. La primera edición, bajo el nombre de Queen´s Cup, se disputó en 1851 con motivo de una Exposición Internacional en Londres. Es una competición, pues, muy vieja, pero llena de pasión para los entendidos y de glamour para el simple espectador.

El Alingui suizo representaba a la Sociedad Náutica de Ginebra, que como no tiene mar, cuando venció en 2003 al Team New Zealand de Nueva Zelanda, eligió como sede local a la ciudad de Valencia. Lo cierto es que aquello se celebró como si a Valencia le hubiese tocado los JJOO. La transformación del frente portuario fue similar a la efectuada en Barcelona con motivo de Barcelona´92. Allí se corría además el Gran Premio de Europa de F1, en el Street Circuit. Y por allí anduve yo, un día soleado, visitando el bonito edificio Veles e Vents, que debe su nombre a un verso del poeta trágico Ausiàs March.

Bien, pues el Alinghi había destronado al Team New Zealand y se disponía ahora a defender su título. Y a fe que lo consiguió. Un barco perfecto, un poco pesado pero velocísimo, fue su arma. En frente, otra vez el Team New Zealand, que pese a perder se llevó una ovación de los espectadores. Yo lo pude seguir por el canal autonómico valenciano. Fueron unas semanas de puro espectáculo. Primero, la presentación de los equipos, entre los cuales había varios italianos y uno español, que finalmente quedó cuarto, creo recordar. Luego, los desafíos entre los varios retadores, de los que salió victorioso el bravo Team New Zealand. Pero en la finalísima, ante el bólido del mar, Alingui, no pudo hacer más. El trofeo, la Copa de las Cien Guineas, se quedaba en casa.

Pero en 2010, el equipo BMW Oracle Racing, del millonario norteamericano Larry Ellison, representando al Club de Yates Golden Gate de San Francisco derrotó a los suizos y devolvió la Copa a los Estados Unidos, tras quince años de periplo por Oceanía y Europa. Esta vez no seguí las carreras sobre la líquida llanura, que diría un tal Homero, porque todo fue un poco decepcionante. No hubo desafíos previos. Un tribunal de Nueva York decidió que así sería. De acuerdo, señoría. La competición se hizo con catamaranes, que quizá pueden correr más, pero no son más espectaculares, pese a que sus vuelcos aparezcan más a menudo en televisión que el simple y llano deslizarse de los grandes barcos por la mar al albur de los vientos.

¿Qué recuerdo me queda de la Copa América 07 celebrada en Valencia? Pues me queda el recuerdo de haber descubierto un deporte apasionante, nada aburrido, al que a la postre le viene bien la definición de la F1 del mar. Recuerdo, ya lo he dicho, el casco perfecto del Alingui, quizá menos maniobrable que el aparentemente más ligero casco del Team New Zealand. Pero recuerdo cómo una y otra vez el Alinghi le tomaba la delantera al barco neocelandés y llegaba primero a la meta. Fue una America´s Cup sensacional, digan lo que digan en Nueva York. La gente estaba entusiasmada, y yo mismo no me quería perder por nada del mundo a esa especie de ballenas humanas corriendo con las velas abiertas por el mar de Valencia.

Hace algunos años ya, conocí a un chico inglés que acababa de llegar por mar desde Tailandia a Vilanova. Lo había hecho en un barquito de doce metros de eslora y bajo el mando de un capitán suizo. Tenía pinta de arponero, y unos andares majestuosos. Era, esencialmente, muy astuto y por cierto simpatiquísimo. La última vez que lo vi quería irse a las Canarias a sacarse el carnet de capitán. Estaba interesado en la prehistoria, y su madre le envió unos libros sobre los primeros homínidos y su relación con el agua. Su dirección, entonces, era el barco, donde dormía y vivía mientras no estaba con nosotros en el chiringuito donde yo trabajaba y donde le conocimos. Se había cambiado el nombre y se hacía llamar Swinny Swinbanks.

Para mí era como estar junto a un verdadero marinero, no diré pirata porque no lo era, pero sí marinero de agua salada, como los de verdad. Swinny nos contó muchas cosas, su experiencia con el opio en Tailandia entre otras. Pero básicamente recuerdo la lección que siempre insistía en recordar, y que viene también en el Moby Dick de Melville. Cuando estás en medio del oceáno en un barco de doce metros de eslora, tienes que llevar mucho cuidado en dónde pisas. Si pisas mal y vas al agua, estás muerto. Esa es la lección. Melville la pone en boca de no recuerdo ahora qué personaje, pero viene a decir lo mismo. Qué importa entonces que si Locke o que si Spinoza. Más vale lanzar esos libros por la borda y estar atento. Muy atento. 

Un día en las carreras

Fuimos a Madrid desde Castellón con ganas de gresca. Aún éramos jóvenes, ya teníamos dinero y nos habían prometido que el jinete irlandés Kieren Fallon, ganador tres veces del derby de Epsom, asistiría y correría en el Hipódromo de La Zarzuela. Allí fuimos, como digo, con ganas de pasarlo bien pero Fallon no se presentó. Me parece que fui el único de la expedición en lamentarlo.

Pero volvamos la vista atrás. Sí, otra vez a la infancia, perdida y recuperada recurrentemente. Veamos. Los caballos siempre han resultado un misterio para mí. Han simbolizado el misterio de la vida. Desde que los veía pastar en la masía de mi amigo Carlos Giró, uno negro, los demás blancos y grises, los caballos siempre me han llamado la atención. Aunque mi animal favorito fue siempre el cachalote -tenía uno pequeño de juguete con el que imaginaba aventuras oceánicas en el apartamento playero de mis padres-, el caballo acabó imponiéndose como animal fetiche de mi existencia. ¡Hasta unos compañeros de colegio me decían que tenía la cara de caballo! Qué cosas se dicen los niños, la verdad.

Bueno, mi primer recuerdo de una carrera de caballos es, cómo no, el del Grand National, celebrado a las afueras de Liverpool. Como es sabido, es una carrera de osbtáculos, que daban no obstante por televisión todos los años. Y allí estaba yo, dispuesto una vez más a enamorarme de la velocidad de los caballos y de la destreza de los jinetes. Cuando conocí personalmente al filósofo Fernando Savater le comenté algo sobre el Grand National, pensando que le gustaría la referencia. Lo cierto es que el escritor no mostró demasiado entusiasmo, él prefería, como dejó claro en sus libros sobre carreras de caballos, las carreras lisas: flat and fast, sin obstáculos y sin handicaps.

Mucho más tarde asistí por primera vez a una carrera de caballos. Fue en las cercanías de Mahón, Menorca, isla en la que me mi madre se crió hasta sus dieciséis años y que yo visité por primera y de momento única vez a mis treinta. Era una carrera de trotones. No era lo mismo que yo había visto en el Grand National o había leido en los libros de Savater, pero al fin y a la postre eran caballos. Existe una enorme tradición de carreras de trotones en las Islas Baleares. Durante la jornada, anunciaron por megafonía que un jinete mallorquín se había proclamado campeón de Europa de trotones. Ni más ni menos.

Salí de la cala de Alcaufar camino de San Luis. Allí me dejaron. El resto del trayecto lo hice a pie, hasta el hipódromo, bajo un solo de agosto que a la postre padecí en forma de mareo. Pero esto merece una explicación. Antes de salir, la anfitriona que nos hospedaba a mí y a mi madre en su apartamento, me dijo que apostase por tal jinete, que era amigo suyo. Cuando por fin llegué al hipódromo me fui al bar, a refrigerarme. Pero además me compré un puro. Y una camiseta del hipódromo, que aún conservo. Y acto seguido me fui a las taquillas a apostar. Y aposté por el jinete que María Rosa, la amiga íntima de mi madre, nos había dicho. Y la carrera en la que corría nuestro querido jinete mahonés empezó. Por allí andaba algún famoso, como por ejemplo uno de los integrantes del celebérrimo dúo cómico Martes y Trece. Pues bien, la carrera se lanzó y allí estaban los trotones corriendo conducidos por los jinetes en aquella especie de áurigas. Y me situé justo delante de la recta de meta. Cuál es el mío, me pregunté. El número tal. De acuerdo. Y la carrera dio las vueltas pertinentes y se encaraba ya la recta final cuando el jinete por el que había apostado empezó a recuperar posiciones hasta que justo al final, al cruzar la línea de meta, pasó el primero. Había ganado y yo con él. Fue la primera vez que gané una apuesta deportiva y hasta el momento no se ha vuelto a repetir. Lo curioso del caso es que la única quiniela que mi padre ganó en su vida fue una QH en la época dorada de los años 80.

En fin, entre el calor y el humo del puro y la apuesta ganada me dio un sofocón tremendo. Tuve que dejar el cigarro puro y dejar de sonreir lleno de felicidad por un momento. Bueno, con un poco de agua se arregló la cosa y volví a las carreras a disfrutar de lo que restaba de jornada. Luego me fui a las fiestas de Alayor, donde el caballo es el rey. La única plaza donde entra un solo caballo, de tan pequeña que es. Ara va de bo, ara va de bo, Ciutadella! Regado con un poco de ginet, tocando con sumo respeto pero también con todo el calor posible al caballo que se erguía majestuoso frente a la muchedumbre, fue una experiencia inolvidable.

Pero en Madrid los caballos iban a ser caballos que galopan, sin obstáculos, sin handicaps y sin carros. Solo el jinete montado a horcajadas sobre el corcel bravo y veloz. Lo primero fue llegar al Hipódromo de La Zarzuela. Fuimos con Tatiana, una chica madrileña que conocimos cuando fundamos el partido Ciudadanos (C´s) en Barcelona. Era licenciada en filosofía y le conté aquel chiste filosófico: What is matter? No mind; what is mind? No matter (¿Qué es la materia? Lo que no es mente; ¿Qué es la mente? No te preocupes). Pasamos en coche por delante del Pardo. Esa parte de Madrid no la conocía. Por fin llegamos al hipódromo, y aunque no había lo que se dice un lleno a rebosar de gente, el ambiente era agradable y acogedor. Lo primero que vi fue a unos seres diminutos vestidos de colores bonitamente conjuntados. Sí, amigos, eran los jockeys, que sí, amigos, son bajitos hasta la risa. Pero qué jockeys. No andaban ya por entonces Claudio Carudel ni Tolo Gelabert en las carreras, pero sí mi ídolo actual, José Luis Martínez. Fallon no se había presentado pero aun así joviales y dichosos nos fuimos a tomar algo al bar del hipódromo.

Y luego empezaron las carreras. Aposté algo pero, como digo, no volví a triunfar. No vimos a Fallon, pero sí a Savater, a su hijo y a sus hermanos. La primera vez que conocí personalmente a Savater, aparte de hablarle del Grand National, mencioné a Lester Piggot, y esto sí le hizo mucha gracia al escritor. Bueno, allí en La Zarzuela no había ningún Piggot pero disfrutamos de las carreras todo lo que pudimos. Uno del grupo, vasco, ganó algo en las apuestas, y luego nos marchamos todos contentos de vuelta a Madrid y en mi caso después de vuelta a mi casa de Castellón.

Conservo una fotografía de perfil de pie en las gradas del hipódromo. Me la hizo Tatiana. Parezco un monje zen. Meditando sobre la extrañeza de la vida. En la lejanía, el skyline de la ciudad de Madrid. Cercado por un bosque que se mezclaba casi con ese jardín deportivo que es el hipódromo. No he leido a Bukowski, así que no puedo acabar con un elogio literario de los caballos. Me acuerdo ahora de la canción del Sticky Fingers de los Stones titulada Wild Horses. Pero poco más. Como mi día en las carreras de caballos fue un día filosófico, acabaré como dice Nietzsche que deben hacer a veces los filosófos: callándome. Y que corra delante nuestro el corcel volador. ¡Hala!

Club de tenis

Podría ser del club de fans de Buddy Holly pero no lo soy. Podría ser del club de fans de Spinoza pero no lo soy. Podría ser miembro del club de fans de Loquillo o de Lebron James si tal cosa existe, pero tampoco lo soy. Hablando de clubs, yo solo he pertenecido a uno, y es el Club de Tenis Vilanova.

Mi padre es el culpable. El sueldo le llegaba para ser socio de dicho club, aunque en los últimos tiempos allí se iba con el 127 de color amarillo que se acababa de comprar en el mercado de segunda o tercera mano. Hay alguna foto de mi padre jugando al tenis, peo esencialmente mi padre era jugador de frontón. Todos los domingos allí estaba, jugando al frontenis o frontón, con la raqueta pertinente y la pelota amarilla de plástico, jugando de delantero. Quién ha ganado, papá, le preguntaba ingenuamente yo. Quién va a ganar, hijo, me contestaba. Papá había vuelto a perder. La respuesta de mi hermano mayor Jorge era más filosófica; como el empate no era posible, siempre decía: el que no ha perdido. En fin, que mi padre falleció y en los años sucesivos a su muerte le dedicaron como homenaje un torneo de frontón en el CT Vilanova: Memorial Conrado Brotons.

Al frontón, en la otra pista, solía jugar yo cuando estaba aburrido. También hubo una mesa de ping-pong, que probamos alguna vez. Pero básicamente iba yo al club de tenis acompañando a mi padre, a tomarme un refresco y una bolsa de patatas, viendo algún partido de tenis en la pista número 1 desde el salón del club o al aire libre sentado o correteando en las gradas habilitadas al efecto. Hay una anécdota que revela bien mi relación con el único club al que he pertenecido en mi vida. Mi padre iba a comprarme un pastelito. De qué lo quieres, me pregunta. Y yo, ni corto ni perezoso, le contesto: de cromo. Que tuviera premio, eso es todo.

Como ya he explicado, practiqué el hockey sobre patines en alguna ocasión en el club de tenis. Querían organizar una sección y allí estuve yo golpeando con violencia la pelota con el stick. Iba para defensa de esos que chutan desde el medio del campo. Más adelante, cuando ya no iba más al club de tenis, organizaron una sección de fútbol-sala, y el equipo jugaba en la lica local. La liga local tenia varias categorías. Con el Cal Tano, empezamos en la tercera, llegamos a ascender a la segunda y a quedar quintos solo por detrás de los cuatro primeros, de los cuales dos subían a la primera categoría directamente y otros dos promocionaban.

Apenas tenía relación con los otros muchachos del club de tenis. No eran mi estilo de gente. Algunos se pensaban que aquello era el Real Club de Tenis de Barcelona, o que porque te fiaban en el bar luego no tenías que pagar la cuenta. Me acuerdo muy bien de lo del bar del club, apúntalo en la cuenta, eso siempre da placer decirlo. Pero mi padre siempre pagaba al final del día. Cosa que no pueden decir igualmente todos los que allí se reunían. Mi padre iba al tenis, como ya he dicho, a jugar al frontón los domingos, y los días de cada día allí se iba a tomarse unas cervezas y a hacer el crucigrama. Así era papá.

 Pero hablemos de tenis, ese deporte individual que tanta pasión levanta en España últimamente, gracias a las Copas Davis ganadas o a Rafael Nadal, el mejor deportista español de todos los tiempos según los lectores del diario Marca. Jugué al tenis varia veces en el CT Vilanova. Aún recuerdo vivamente las siete u ocho pistas de tierra batida que poseía. El olor a tierra batida de las pistas, el aire cálido del recinto, el olor a hombre y a reflex de los vestuarios, donde siempre había alguien duchándose o cambiándose en semi silencio. Qué recuerdos. Un verano, mi padre nos apuntó a mi a y a mi hermana a un cursillo de tenis acelerado. Allí íbamos caminando desde el apartamento, con nuestras flamantes raquetas, en las hermosas mañanas de julio. Todo tenía un aire como de novela de Nabokov. Deporte y belleza conjuntados. No le pegaba yo mal al drive sobre todo, costándome más el revés. Era claramente un jugador de la escuela española, esa que ha conquistado Roland Garros tantas veces, y eso sin contar la leyenda de Nadal en el torneo parisino. Hasta tal punto no lo hacía mal del todo que uno de los entrenadores, llamado Fernando (creo que Martínez de apellido), que había sido campeón de España de veteranos, me propuso ir a entrenar al tenis durante el invierno. No acepté la propuesta, aunque la rechacé muy agradecido. Los estudios, el inglés, el baloncesto, eran demasiadas cosas para dedicarme además como federado al tenis.

Más adelante, fui mucho al club con mi amigo Xavi Montserrat. Allí jugábamos largos partidos a cinco sets, eternas contiendas en las que se prueba el espíritu humano. Dice Pierre Sansot en su libro Le rugby est un fête, le tennis non plus: "L´assurance de la similitude, cela ne veu pas dire que nous sommes égaux en dons et mérites, mais que nous participons à la même aventure, celle de l´espèce humaine". En efecto, los partidos, tanto de tenis como de los otros deportes, empiezan 0-0 (dejo ahora de lado los handicaps en las carreras de caballos). Esa semejanza inicial no significa que seamos robots idénticos, sino que compartimos algo igual de partida. Solo porque compartimos una semejanza podemos disputarnos un juego, donde uno hará la diferencia y será superior al otro gracias a sus dones o méritos. Pero la semejanza de partida permanece. Como se suele decir, unos veces ganan unos, otras ganan otros. Pero la aventura es la misma. El abrazo final de los deportistas simboliza ese dato, que, repito, no desmiente el hecho de que después uno haga la diferencia y se imponga al otro. La emoción del juego disputado es posible porque el perdedor, como decían de los héroes griegos, siempre es a su vez un posible ganador. 

He tenido un ídolo en el tenis y ese no es otro que el estadounidense John McEnroe. Una vez, antes del concierto de The Who en Zaragoza, conocí al padre del tenista Tommy Robredo, que se llama Tommy precisamente por la ópera-rock del grupo londinense. Su padre es profesor de tenis y un apasionado de la música. Le pregunté quién era para él mejor jugador de todos los tiempos, o el que más le gustaba, y me dijo: Agassi. Francamente, me llevé una decepción. El tenista con nombre de cientifico (me recuerda a Agassiz, el científico de referencia de los pragmatistas americanos) no me parece en absoluto el mejor tenista de todos los tiempos o el más atractivo para el espectador. No sé en qué estaría pensando Robredo padre, quizá en la melena del jugador yanqui antes de raparse el cuero cabelludo casi al cero.

Me podría haber contestado con la respuesta ortodoxa en nuestros días: Federer, ya que tiene más Grand Slams que nadie, diecisiete. Federer es un tenista excepcional. Con decir que en vez de jugar al tenis parece que juegue al ping-pong está todo dicho. Pero para mí el mejor jugador de todos los tiempos es Bjon Borg. Borg es el tenis. Esas raquetas de madera Slazinger, esos polos Lacoste, esa leyenda, el aroma a tenis por todos los costados, en efecto, eso era Borg aunque cuando yo empezaba a jugar al tenis él se hubiera ya retirado. 

Pero decía que mi ídolo no era otro que John McEnroe y sus duelos épicos contra otro mito de la raqueta, Ivan Lendl. Dijo Lineker aquello de que el fútbol es un juego de once contra once en el que siempre ganan los alemanes. Para mí el tenis es un partido entre mi ídolo McEnroe y Lendl en el que siempre gana el tenis reservón, monótono y aburrido de Lendl. Así es como lo recuerdo, viendo tumbado sobre la alfombra del comedor los interminables duelos entre el americano y el checo. Hoy en día, los duelos entre Nadal y Federer, o entre Nadal y Djokovic, han suplido aquella rivalidad sin igual. Pero yo ya no tengo la paciencia de seguir un partido de tenis a cinco sets. El último partido de tenis que he visto entero, pongamos que durante cinco horas seguidas, no lo recuerdo. Me sigue encantado el olor a tierra batida, el golpeo más acompasado del juego en polvo de ladrillo; me sigue enamorando el juego rápido e imprevisible del juego sobre hierba: me sigue impresionando el veloz juego sobre pista rápida. Los passing-shots, el banana shot, las dejadas en la red, las voleas, los smahs. Pero partidos a más de tres sets, ya apenas los veo. No es que no me guste el tenis, y constato sin duda de que disfrutarlo a cinco sets es disfrutarlo a lo grande. Pero... debe ser aquello de Groucho Marx, cómo era: no se fíen de un club en el que yo esté admitido como socio. Algo así. ¡Pam! 

A toda velocidad

Pronto hará cuatro años justos. Jugaba la selección española de fútbol su partido contra Chile en la primera fase del Mundial de Suráfrica y lo estaba viendo yo en la cama del hostal de Valencia adonde había ido para asistir a la carrera de F1 de aquella temporada. Mientras por el Street Circuit de la ciudad mediterránea ya circulaban los bólidos, España ganaba con apuros a Chile 2-1 y se clasificaba para unos octavos de final históricos, pues iban a consagrar el pase a unos cuartos que a su vez llevarían a una semifinal que definitivamente desembocaría en una final y en el gol de Iniesta. Iniesta marcó por cierto el segundo contra Chile en una buena primera parte. Antes había cenado yo un chuletón de los que hacen época en esa ciudad que tan bien me acoge siempre.

Quiero decir que mientras España se jugaba el Mundial yo había sacado tiquet para ver por primera vez en mi vida una carrera de Fórmula Uno. ¡En Valencia, un día en las carreras! Bajo un sol de justicia allí me planté, en mi asiento, el domingo bastante antes de las dos de la tarde, que es cuando empieza el show propiamente dicho. Antes me había dado una vuelta por la Malvarrosa, tomándome algo cerca de la playa, en aquel día caluroso de finales de junio de 2010, cuando, ay, ya tenía el expediente sancionador del IES La Torreta sobre mis fastidiados hombros. Por lo menos, pendía la justicia del sol sobre mi cabeza más que el tal expediente que finalmente fue de seis meses de suspensión de empleo y sueldo.

Como un delincuente cómico, empero, allí estaba yo, en el Grand Prix de Europa (Telefonica Grand Prix of Europe 2010), a celebrar en el Valencia Street Circuit el 27 de junio de 2010: Tribuna G5, Fila 24, Asiento 21, Acceso Puerta Grao C, 250 euros IVA incluido. Ah, el precio de una entrada de F1 es el precio más caro del mundo deportivo. Pero la experiencia vale la pena, y en mi caso, vale la pena por varias razones que ahora me dispongo a explicar.

La primera de ellas es que me gusta la F1 y cuando algo te gusta, algo tienes que pagar por ello. La segunda razón es que necesitaba una evasión a lo bestia ante el previsible desenlace de lo que iba a ser el fallo del expediente sancionador que me habían abierto en el instituto unos meses antes. Me podría haber dedicado a esnifar pegamento, como quien dice o como cantan los Ramones, pero hete aquí que si el precio a pagar ronda los 250 euros porque sí, entonces es que el espectáculo está garantizado, y eso era lo que me convenía. No andaba yo muy bien de salud, ni física ni mental, por aquel entonces, y el viaje de ida desde Elche hasta Valencia fue una pesadilla tediosa, el calor, el tremebundo comezón, etc. Pero por lo demás había una tercera razón y era más poderosa si cabe que las otras dos, y es que por encima de muchas cosas, no sé si incluso decir de todo, yo amo la F1 y su velocidad desde que era pequeño.

Sí, puedo ser un fan advenedizo de los Miami Heat, pero no soy un neófito en esto de la F1 desde que Fernando Alonso se proclamó dos veces campeón del mundo. O sea, que no sigo la F1 desde que Lobato la retransmite ya sea por Tele5, la Sexta o Antena3. No. Yo llegué a la F1 como quien dice cuando llegué a este mundo en la clínica del Pilar de Barcelona sita en la calle Balmes de la ciudad condal, a tocar de la plaza Molina. Porque de mis primeros recuerdos infantiles, yo diría que preinfantiles incluso si existe tal edad, destaca por encima de todos uno en el que me veo jugando con un coche de juguete en la mano, haciéndolo rodar por toda superficie horizontal que se preciara.

Yo, que tengo el carnet de conducir pero no conduzco, yo que tuve que devolver a mi madre unos 1.200 euros que costó la reparación de un accidente que tuve con su coche, yo, que todo lo más he conducido por las calles de mi pueblo un par de veces y que una vez, eso sí, crucé Bélgica por autopista en un estado de nervios desaconsejable para tamaña proeza, yo, en definitiva, que odio los automóviles de verdad no me recuerdo de muy pero que muy niño más que con un coche diminuto en la mano derecha haciéndolo rodar y haciéndolo sonar. Ni una pelota de fútbol ni una raqueta de tenis, ni siquiera una de ping-pong. No. Un coche de juguete. Uno, y quien dice uno dice uno detrás del otro, acumulados año a año en una maltrecha caja de zapatos, de diversos estilos, un Porsche, un Ferrari, uno normalito, un camioncito, etcétera. Si alguien me pregunta, pero en el fondo quién eres, ah, pues entonces no me queda más remedio que decirle, pues, sí, ese cuasi bebé que ves con un cochecito en la mano, ese soy yo, ora cerca de mi papá, ora cerca de mi mamá.

De modo que de las pocas cosas de las que puedo sentirme orgulloso está el de poder presumir de que la F1 yo la conozco desde que tengo uso de razón e incluso antes. Pues aquel cochecito, como ya he dicho, se fue juntando con otros, y esos otros con más, hasta formar un grupo de unos veinte coches de juguete. Y en la alfombra del comedor de la casa de mis padres sita en la calle San Juan, 42, 2º piso, de mi pueblo, allí empecé a jugar yo a las carreras con los coches. En verano, en el apartamento de mis padres al final de la playa de Vilanova, la alfombra había desaparecido cual alfombra mágica llevada por el viento y el circuito era ahora la repisa del diminuto pasillo que había entre nuestro apartamento y el pasillo central de los bloques de apartamentos. Y allí estaba yo haciendo ruidos de motor, rum-rum, acelerando cada uno por su orden a los distintos coches, ora uno, ora otro, aunque siempre tuve predilección por los Porsche rojos.

Luego, ya más crecidito pero sin llegar siquiera a los diez años, empecé a dibujar circuitos en el suelo de la terraza de la casa de mis padres, que ya he dicho dónde está todavía -la casa, no mis padres. Y todos los domingos que me quedaba en casa (¡todos!, cómo es el recuerdo, a lo mejor no fueron más que cuatro o cinco), jugaba yo a las carreras de coches en la terraza si hacía buen tiempo, en circuitos con curvas, y boxes, e imaginarios cambios de neumáticos, y nombres de pilotos. Lo diré rápidamente: mi ídolo no era Niki Lauda, ni Alain Prost. Ayrton Senna me pilló ya muy mayor (es decir, con más de diez años). Para qué hablar de Michael Schumacher. No, mi ídolo era y será siempre el brasileño Nelson Piquet, campeón del mundo en 1983, cuando ya entonces yo miraba la F1 por televisión; o quizá mejor, ¡cuando ya entonces empecé a dejar de mirarla!

Huelga decir que Piquet ganaba casi siempre en mis carreras. Supongo que les pasa a todos los críos. Mis hermanos mayores explican una anécdota divertida al respecto. Jugábamos a hockey o a mini-fútbol (lo llamaré así) y siempre me dejaban ganar. Hasta que un día se dijeron que no podía ser y me derrotaron sin paliativos. Mi reacción fue estallar en sollozos. O sea que me puse a llorar de rabia y de tristeza. Una lección de deportividad, sin duda, pero es que mis hermanos eran mayores y eso era abuso de superioridad. En fin.

Pero no solo Piquet poblaba los sueños de mi imaginación. Recuerdo a Nigel Mansell, al italiano Ricardo Patrese. No a muchos más. Pero es que yo dominaba incluso hasta el nombre y más importante aun el estilo de cada escudería: Ferrari no era por entonces muy pujante, como no lo es ahora con Alonso, aunque había tenido su momento de gloria años antes con Niki Lauda -siempre los precedentes estiran un poco hacia atrás en el tiempo el momento justo en el que empezamos a seguir algo. Pero yo era descarada y definitivamente de Williams. Qué poderío. ¡Y qué dichoso peso metálico el de la F1!

Cuando en el Street Circuit de Valencia pasaba Vettel, que a la postre ganó el Gran Premio, un tractor bien engrasado montado en una vía de ferrocarril parecía pasar ante nosotros. Qué precisión en el montaje. Qué bien encajadas todas las piezas. Cuando pasaba Hamilton con su McLaren, qué velocidad a ras de suelo, qué salida de la curva. Cuando pasaba Alonso, pues ya se veía que el Ferrari ni fu ni fa, es decir, que ni tenía velocidad punta ni se agarraba al asfalto como Dios manda. Pero, ah, cuando pasaba el Williams de Barrichello, entonces se podía hasta sentir que aquello era un Williams, qué aerodinámica, que estilazo. Eso sí, de mitad de tabla. Lejos quedaban los tiempos de Nelson Piquet.

Fue un fin de semana hermoso en una Valencia soleada hasta el infinito. Todo el rugir de los motores, toda la brillantez de los neumáticos, toda la clase de los pilotos (lo más destacable de una carrera un tanto monótona es que Webber saltó por los aires en las primeras vueltas) valieron la pena. Para ese profesor a punto de ser injustamente sancionado por cosas que o bien no sucedieron o bien sucedieron de distinta manera a como las cuentan, y sobre todo para ese niño con el coche de juguete en su mano derecha. El viaje de vuelta a Elche fue por tanto más llevadero. Aunque lo más duro estaba por llegar, algo empezaba a recuperarse en mi existencia. Quizá el sueño más profundo del niño que todavía soy. Entretanto me enteré de que Alemania ganaba a Inglaterra en el Mundial de Suráfrica. Qué importa. Ahora recuerdo la canción de Los Flechazos, que podría ser la divisa más íntima de mi vida:

"Sigo andando a toda velocidad..."

En el principio fue... el hockey sobre patines

En el principio no fue el fútbol. No tenía un padre que me llevaba cada quince días al estadio. En el principio no fue tampoco el baloncesto. No tenía un padre que me llevaba cada quince días al pabellón. En el principio no fueron las carreras de caballos, ni el boxeo, ni el tenis, el balonmano o la vela. Tampoco el rugby. No tenía un padre adinerado, ni vivía en una gran ciudad ni con tradiciones en estas actividades deportivas. En el principio no fueron el atletismo ni la natación. Hubo un principio, sí, hubo una visita quincenal a un recinto deportivo animando al equipo local en una liga de categoría nacional, pero ese princpio fue... el hockey sobre patines.

Sí, el hockey sobre patines y el CP Vilanova, que vestía, y viste, de verde claro la camiseta y de blanco el pantalón. Sí, sí, sí, senyor, Vilanova, millor. Ese era el grito de guerra. Hubo un principio, y radios y televisiones y crónicas a nivel nacional. Partidos de la máxima división de aquel deporte. Entonces era la División de Honor, hoy es la OK Liga. Equipos legendarios como la seccón de hockey sobre patines del Barça, el Liceo de La Coruña, el Reus Deportiu, el Noia, más tarde -ese ya no lo vi- el Igualada-, y antes -tampoco los vi- el Voltregà. Jugadores míticos como Carlos Trullols, el gran portero de la gran selección española, que cuando jugaba en el Patí Vilanova vestía siempre de negro, como aquel portero ruso de fútbol, Yashin, la Araña Negra.

En el principio, desde que yo tenía unos cuatro o cinco años hasta que tuve unos diez, era visitar cada quince días el vetusto pabellón de la plaza de los Cuarteles de mi pueblo y animar al Patí, fundado como Patín Villanueva. En el principio era la espera agónicamente gozosa del inicio del encuentro, la cola que se formaba para sacar entrada o bien enseñar el carnet de socio, las gradas a rebosar cuando nos visitaban el Barça o el Liceo, el ruido de los sticks y de los patines al deslizarse trabajosamente por el frío cemento de la pista. Era el descanso. ¡Y el refresco y las patatas! Cómo entiendo ahora a los aficionados de los Miami Heat que vacían durante el descanso el graderío del American Airline Center y no lo vuelven a llenar hasta pasados unos minutos del tercer cuarto. Y es que lo importante es lo importante. Aquel descanso en medio de tanta gente, de tanta pasión, de tanta celebración, ¡casi era imposible tomarse el refresco y las patatas! Pero era mejor que ir a la iglesia. Bares, qué lugares, tan gratos para conversar... Ya lo decía el poeta inglés del siglo XVIII William Blake, sí, el de las puertas de la percepción. Qué pequeño yo era entonces, papá. Pero qué dulce percepción se me grababa en el corazón cada jornada que íbamos a la plaza de los Cuarteles. Sí, sí, sí, senyor, Vilanova, millor!

España le debe al hockey sobre patines la selección deportiva nacional más laureada de toda la era deportiva mundial, la que empieza a mitad o finales del siglo XIX y dura hasta hoy. Y el profesionalismo, que también a su modo ha llegado al hockey sobre patines, no ha hecho sino reforzar la hegemonía de nuestra selección en dicho deporte, hegemonía que le disputan las selecciones nacionales de Portugal, Italia, Argentina y poco más -hace poco Suiza llegó a la final, creo recordar que de un Europeo. Pero en los años 30 el país dominador del hockey sobre patines era... Inglaterra. Fue después de la 2ª Guerra Mundial cuando Portugal y España empezaron a destacar en el hockey sobre ruedas, al que yo siempre he llamado hockey, pues no soy de Terrassa donde el hockey es el hockey hierba ni soy canadiense donde el hockey es, claro está, la NHL y el hockey sobre hielo. No es que yo prefiera la modalidad sobre ruedas, simplemente escribo esto porque mi afición por el deporte en vivo y en directo empezó con el hockeysobre patines, ni con el hockey hierba ni con el hockey sobre hielo (pude gozar no hace mucho de una final olímpica de hcokey sobre hielo entre Canadá y Estados Unidos mientras estaba de visita en casa de mis tíos en Jaén, la final de los JJOO de invierno de Vancouver, Canadá, ganada finalmente por Canadá ante el éxtasis de su público: ¡make noise, faites de bruit!

Como decía, nuestro país es el líder histórico mundial del hockey sobre patines. Lástima que no sea deporte olímpico. Y me extraña, siendo Samaranch uno de sus primeros impulsores en España desde la sección de hockey sobre patines del RCD Español. La medalla estaría asegurada, aunque hay que constatar que se han ganado medallas olímpicas en el que para mí es el otro hockey, el de hierba. Pero hay que repetirlo varias veces. Sí, ya sé que es un deporte minoritario, muy minoritario de hecho. Muy localizado en Cataluña, y luego esporádicamente en La Coruña, Tenerife, Asturias, Sevilla, Madrid o Alcoy. Que es un deporte a veces aburrido -sobre todo por televisión, donde cuesta ver por dónde circula la pelota. Pero con todo, es en verdad nuestro deporte nacional. Yo al menos aprendí a patinar exclusivamente para probar de jugar al hockey, y así fue como se quiso fundar en el club de tenis de mi localidad una sección de hockey, y con algunos más hicimos algunos entrenamientos con patines, sticks y pelotas, pues, según cómo, eso es lo primero que te regalan en Vilanova, igual que en Badalona lo primero que te regalan cuando eres pequeño es, afortunados ellos, una pelota de baloncesto.

Otro deporte minoritario, aunque popularmente no lo sea en absoluto, es el fútbol-sala. A mi padre no le gustaba el fútbol-sala, decía que ni era fútbol ni era nada. Bueno, yo fundé un equipo de fútbol-sala, llamado Cal Tano por el nombre del bar que nos patrocinaba y que frecuentábamos los fines de semana. Vestíamos como la Fiorentina, pantalón blanco y camiseta violeta. El fútbol-sala ha dado glorias al deporte español, mundiales y europeos. Amado, Kike Boned, Jordi Torras, etcétera. Pero ni por asomo se puede comparar con el hockey sobre patines.

Un domingo de hace muchos años -siempre era domingo cuando jugaba el Vilanova en casa a las 12 del mediodía- nos visitó el Liceo de La Coruña, que era entonces el líder de la liga. El Vilanova es un equipo histórico, pues tiene 2 Copas, una Copa CERS y un subcampeonato de liga, si mal no recuerdo. La única vez que mi padre salió de ESpaña fue para irse no muy lejos, a Portugal, a Lisboa: el Vilanova jugaba la finalísima de la Copa de Europa contra el legendario Sporting de Portugal de Livramento. Pues bien, decía que era un domingo cuando estas glorias de los años 60 y 70 ya habían pasado por Vilanova cuando recibimos al Liceo. El Patí era entonces un conjunto de media tabla, y el Liceo el líder. Hete aquí que en la primera parte el Vilanova hizo un partidazo y se puso 2-0. El pabellón, la vieja casa de los Cuarteles, antiguo caserón militar, hervía. Sí, sí, sí, senyor, Vilanova millor! Pero lo que no puede ser no puede ser y además es imposible. El Liceo empezó a remontar en la segunda parte en un ambiente muy caldeado. Total. Que hubo agresiones al árbitro y tangana entre los jugadores. Suspendieron el partido y cerraron el pabellón con una sanción de dos años, si recuerdo bien. El Vilanova descendió de categoría. No volvió a la máxima categoría hasta casi veinte años después. Luego ganó la CERS en 2007 y mi hermano Javier me envió un mensaje eufórico desde Vilanova. Una de las últimas cosas que hice en Vilanova antes de independizarme a los treinta años fue ir a ver al Patí un partido contra el Barça y, como en los viejos tiempos, el pabellón rugía, aunque los malditos tambores habían sustituido a las amables palmas de la gente. El resultado fue de 2-2 contra el todopoderoso Barça y lo pasamos en grande. Adiós, Vilanova.

Esta temporada el Patí Vilanova ha vuelto a descender. Veremos cuánto tarda en recuperarse. Quizá cuando vuelva a la máxima división nacional del deporte que más gloria ha dado al deporte español vuelva yo a mi vez al viejo pabellón de la plaza de los Cuarteles, donde aun juegan. Una vez más. Quizá aquellos descansos donde el fervor se mezclaba con la incertidumbre del resultado, en el bar, o saltando a la pista a jugar fútbol con las porterías, se me antojen entonces llenos de sosería. Pero juro que no conozco de primera mano más que esos. Con mi padre, que era médico -¡un médico, por favor, un médico!, así funcionaba entonces- llegamos a entrar incluso en los vestuarios. Algún jugador se había lesionado, o le había dado un vahido, vaya usted a saber. ¡Los vestuarios de un equipo de división de honor! Más emoción imposible para un crío como yo entonces. Aunque luego esos vestuarios me cansara de utilizarlos cuando fui jugador federado de baloncesto, o cuando más tarde fundamos el equipo de fútbol-sala Cal Tano, de la liga local. Perdieron todo el glamour. 

En definitiva, hubo un principio a mi indeleble afición por el deporte en vivo y en directo no siempre satisfecha en el grado que a mí me gustaría. Quizá cuando estuve en Alicante, en el curso 2006-07, reviví algo de aquel hermoso recuerdo cuando iba a ver casi quincenalmente al Lucentum de la ACB de baloncesto. Pero para mí el principio fue, es y será siempre el hockey sobre patines y más en concreto el Patí Vilanova de mi ciudad. Hablando de mi ciudad, escribe Eugenio D´Ors una cosa muy bonita. Pero como aquellos partidos de hockey y el olor al cuero de las pelotas y el ruido prometedor de los patines perdí la hoja de entre las que van cayendo del árbol de la memoria hasta ser pisadas por el olvido.

Mi primera Copa de Europa y otras copas de Europa

Llamadla Copa de Europa o Champions, pero no ha podido ser. El Atlético de Madrid no ha ganado su primera Copa de Europa y se queda, como el Valencia, con dos finales en su palmarés. Tuve la suerte de que TVE en su programa Conexión Vintage diera la final entre el Atleti y el Bayern de Munich y de encender justo en ese momento, al inicio del partido, el televisor. Una final disputada, quizá con un poco mayor dominio del Bayern, pero sin asustar en demasía al portero Miguel Reina, padre del speaker oficioso de nuestra Selección de Oro, Pepe Reina. Un partido que con el gol de Luis Aragonés de libre directo se le ponía muy franco al Atleti. Algunos jugadores, con las melenas típicas de la época, se llevaban las manos a la cabeza. Solo siete minutos para el final de la prórroga. Pero hete aquí que en el último lance uno de los defensas centrales del Bayern conecta un potente chut cruzado que se cuela en las redes de Reina. 1-1, resultado final. Como en aquel partido no hubo penaltis, se disputó el desempate dos días más tarde, y esta vez, sin Jabo Irureta en las filas del Atleti, el Bayern aplastó al equipo madrileño por 4 goles a 0.

Curiosamente, esa final fue mi primera final, la primera final que se disputó estando yo ya en este mundo terrenal, pues nací el 3 de febrero de 1974, y aquella fatídica finalísima para el Atleti data de mayo de 1974. En Bruselas, Bélgica. Pero no es de esta primera final de la que he venido hoy a hablar aquí. Ni tampoco de la Décima del Madrid, ganada gracias al empate logrado en el minuto 93 por Ramos tras un saque de esquina botado por Modric, y en una prórroga que también recordó la histórica final entre el Atleti y el Bayern, en este caso en concreto más bien al segundo partido que al primero.

No. He venido a hablar de mi primera final de Copa de Europa vista (por televisión, claro) de la que yo guarde recuerdo alguno. Nada de los títulos del Bayern. Nada del increíble Nottingham Forest. Nada del Liverpool de Kevin Keegan. Me suena, pero muy poco, la final perdida por el Madrid de Del Bosque y compañía. Ni idea del Aston Villa. No, lo diré breve y rápidamente: mi primera final de Copa de Europa por TV es la de 1983, cuando yo contaba ya con nueve años, disputada entre la Juventus de Turín y el Hamburgo, equipo que finalmente consiguió la victoria con un tardío y postrero gol de su jugador Magath. Aun recuerdo como si fuera hoy el disparo lejano de Magath desde la frontal del área y el gol del triunfo del Hamburgo, entre la tristeza de los que portaban la camiseta blanquinegra de la Juve.

A partir de aquel lejano 1983 puedo decir que no me he perdido prácticamente ninguna final de Copa de Europa, llamada Champions League desde 1992. Precisamente en 1992, como el avisado lector ya sabrá, pude incluso asistir en directo a la final de Wembley de aquel año, disputada en el vetusto estadio entre el FC Barcelona y la Sampdoria de Génova. No fue, sin embargo, lo único bueno que me ha deparado el partido de fútbol más importante de los que se disputan entre clubes a lo largo de cada temporada. Veamos algunas de estas finales, empezando por la última.

El Real Madrid ha ganado su décima Champions. Lo ha hecho con su aura intocable pero padeciendo más de lo previsto, pues el Atlético de Madrid, sin demasiado fútbol pero con gran gallardía, le plantó cara hasta que las piernas de los jugadores rojiblancos dijeron basta. Se adelantó el Atleti con un gol trampa, podríamos decir, producto de un saque de esquina y un rebote mal despejado. Pero empató el Madrid después de hacer una última media hora de buen fútbol también de cabeza tras un córner. La prórroga fue un paseo blanco, sobre todo después de que el galés Gareth Bale definiera con un gol una bella jugada personal de Di Maria, a la postre designado como Man of the Match, por el pasillo izquierdo del ataque blanco. La final 2014 disputada en Lisboa fue la primera final jamás disputada por dos clubes de la misma ciudad, en este caso la capital de España, Madrid.

Pero vayamos atrás en el tiempo. También recuerdo con enorme vivacidad la final de Heysel, tristemente célebre por los incidentes provocados por los hooligans del Liverpool, lo que le costó al fútbol inglés una sanción de cinco años fuera de las competiciones europeas. Aquella final se jugó después de todo y venció la Juventus de Turín de Platini y Boniek, que así se hizo con su primera de las dos Champions que el club italiano, dominador histórico de su liga doméstica, posee. Era el año 1985.

Vino la era del Milan de Van Basten, Gullit y Rijkaard, el famoso 5-0 al Madrid, que aunque no fue en una final, se hizo mundialmente famoso. Pero por un gol menos venció el Milan al Steaua de Bucarest en el Camp Nou de Barcelona, ese equipo rumano que en 1986 le había quitado la Copa al Barça en la penosa final de Sevilla. Por 4-0 venció también el Milan, esta vez al Barça, en la final de Atenas de 1994, el fin de la era Cruyff como entrenador exitoso del FC Barcelona. Aun se recuerdan las carcajadas de Cruyff ante la sorpresa y contundencia de la derrota; frente al semblante cariacontecido de Guardiola, la risa de Cruyff nos enseña aquello que dice Melville: que los verdaderos héroes se ríen incluso ante su desgracia. Yo más bien me tuve que tomar una tila.

Luego han llegado desgracias -o alegrías, claro, según desde qué lado se mire- aun más grandes. Petón dijo en la retransmisión vintage del Atleti-Bayern: solo hay una cosa peor que te marquen un gol en el último minuto, y es que te marquen dos, y eso precisamente fue lo que le ocurrió al Bayern de Munich en la final de 1999 contra el Manchester United de Beckham, que así conseguía su segunda Copa de Europa. Dos goles en el descuento tras sendos saques de esquina remontaban el gol incial del Bayern y enloquecían a los red devils. Estuve a punto de ver aquella final en el estadio. Incluso esperé más de media hora haciendo una cola interminable para sacar la entrada. Pero no pudo ser. Entonces estaba trabajando como teleoperador y debía regresar al trabajo cuando apenas me faltaban veinte metros para la taquilla, quizá una media hora más. Desde luego me perdí una gran final, apoteósica para el United, aciaga para el Bayern. El Camp Nou estaba lleno a rebosar.

Otra final histórica es sin duda la final entre el Valencia CF y el Real Madrid. No por el fútbol, ni por el gol inglés de McManaman que ponía el 2-0 para el Madrid (el resultado final fue de 3-0). Sino porque era la primera final disputada entre dos equipos del mismo país. Eso fue en el año 2000. En mayo. Luego la historia se repitió con un Juve-Milan que ganó el Milan en los penaltis, tras lo cual nuestro siempre querido Shevchenko se fue a la tumba de su exentrenador ucraniano en señal de tributo. También hubo un Chelsea-Manchester United, que supuso la tercera Champions para el United tras el famoso resbalón en los penaltis del defensa central del equipo londinense, Terry. Y en la temporada pasada hubo un Borussia Dortmund-Bayern de Munich, que se llevó este último.

En la era del video, no podía faltar algún partido antiguo. Ya he hablado del Bayern-Atleti de 1974. El fútbol, en verdad, no ha cambiado tanto, ni antes era tan ofensivo como dicen, ni ahora se juega más agresivo como dicen. Pero el partido más antiguo que he tenido la oportunidad de ver es el de la quinta Copa de Europa del Real Madrid de Di Stefano y Puskas. El legendario 7-3 al Eintracht de Frankfurt celebrado en Hampden Park, Glasgow, que durante más de una década la BBC de Londres solía echar en Navidad para deleite del público británico. Y es que el partido lo merece. Logré hacerme con él gracias al diario As, que lo editó en un DVD hace unos años y lo puso a la venta. Me desagrada que la narración sea en falso directo -prefiero en esto las retransimisiones vintage con comentarios de lo que va a pasar. No me da ninguna emoción ese falso directo retransmitido por Manolo Lama. Relaño es el que comenta, y es otra cosa. Como decía, el fútbol no ha cambiado tanto, un 4-4-2 ya se dibujaba por aquel entonces sobre el verde césped de los campos de fútbol que en este video vemos, claro está, solo en blanco y negro. Pero se ve. Se ve el fútbol y se ve, amigos, a la Saeta Rubia. Eso es lo que verdaderamente diferencia aquel fútbol del actual: la presencia de Di Stefano. Él coge el balón en la medular y lo sube, lo abre, lo centra, y de repente está ahi, en el sitio preciso, rematando. Él hace los dos primeros goles del Madrid que remontan el tanto inicial de los alemanes. Esto es asi. Di Stefano. La leyenda que sube la bola y marca el gol. El mito que la pasa y abre y remata a gol. El 9 que es a la vez Zidane y Ronaldo. Un 5, un 7 y un 9 en el dorsal. Di Stefano: el Real Madrid de las primeras cinco copas de Europa seguidas, hito que en el deporte mundial solo igualarían equipos como los Celtics de Boston de Bob Cousy y Bill Russell en este caso en el baloncesto NBA.

Pero hablando de partidos hisóricos, quizá la final de Champions más milagrosa haya sido sin duda alguna la de Estambul de mayo de 2005. Milan-Liverpool, casi nada. Se adelanta el Milan por 3-0 en la primera parte. Baño. Nadie cree. ¿Nadie? Los irreductibles ingleses empiezan a entonar el You´ll never walk alone. Se cuenta que en ese mismo momento la música del canto penetró en los vestuarios, insuflando ánimos a los jugadores. Sí. El Liverpool, en una segunda parte para la leyenda, remontó los tres goles de desventaja y envió el partido a los penaltis, lance en el que finalmente se proclamó campeón de Europa. Siempre que veo a Steven Gerrard, mi alma grita: Legend!

Ha sido una temporada futbolística variada. El Atleti ha ganado su décima liga española. El Barça se ha quedado sin títulos por primera vez en muchos años. Cuando escribo esto parece que la hegemonía de la selección española de fútbol toca a su fin. Manchester City, Bayern de Munich, Juventus de Turín, PSG, han ganado sus respectivas ligas. El Liverpool -I´ll never walk alone- ha estado cerca de ganar la liga inglesa, lo que no consigue desde que la liga pasó a llamarse Premier League. Estuve hablando en los exteriores del estadio del Elche con un inglés de Liverpool y pese al resbalón final de Gerrard, estaba contento. Así da gusto hablar inglés. Qué ánimo. Y el Hamburgo, ay, mi primer campeón de Europa, ha estado a punto de bajar a Segunda en Alemania. Pero finalmente se mantuvo. Un viejo campeón de Europa.

El año que viene, más y mejor.

Pero sigue siendo el rey

Los San Antonio Spurs vienen de proclamarse campeones de la NBA 2014. Es su quinto anillo, al que hay que sumar los logrados en 1999, 2003, 2005 y 2007. El MVP de las Finales ha sido Kawhi Leonard, el más joven en lograrlo tras Magic Johnson y Tim Duncan, quien lo fue con los Spurs precisamente en 1999, además de en el 03 y el 05. El equipo finalista derrotado han sido los Miami Heat liderados por Lebron James, a quien está dedicado esta estampa deportiva.

Voy a decirlo brevemente. Los Spurs son, a día de hoy, la cuarta dinastía de la NBA, tras los Celtics, los Lakers y los 6 anillos de los Bulls de Jordan. Duncan, Parker y Ginobili son el trio o Big Three más exitoso en la historia de los playoffs de la NBA, por delante de los trios del Showtime de los Lakers de Los Angeles. Duncan es el jugador con más dobles-dobles (números de dos dígitos en algún apartado de la estadística) también de la historia de los playoffs. Tim Duncan es, a sus 38 años, el nuevo Abdul-Jabbar, y ante esa evidencia hay que rendirse. Cómo jugó por ejemplo el segundo cuarto del Game 5, el que ha otorgado la serie finalmente a los Spurs por 4-1, es digno de clinic. Ginobili fue el que inició la remontada, y finalmente Parker, en el cuarto y último cuarto, el que sostuvo la amplia diferencia de puntos con la que acabó el marcador final. No menos de diez partidos de los veintitrés que han jugado los Spurs para llevarse el Anillo han acabado con palizas de viente o más puntos a su favor. Se ha llegado a comparar el juego coral de San Antonio frente al juego individual de Miami con el Showtime de los Lakers de los años 80. Esto no me parece lo más desatinado que se ha llegado a decir a propósito de este quinto anillo de los Spurs. Lo verdaderamente desatinado ha sido leer comentarios en foros de baloncesto -como el del diario Marca, por ejemplo, normalmente lleno de gente sabia, experta y con humor- en el sentido de que la victoria de los Spurs era una victoria de un modo de vida donde prima lo colectivo sobre lo individual, donde prima lo europeo sobre lo norteamericano, etcétera.

Que el juego colectivo y coral de San Antonio ha sido un vendaval, tanto en defensa como en ataque, con una gran movilidad tanto de sus jugadores como del balón, con un altísimo porcentaje de acierto en el tiro de sus jugadores, llenos de confianza en sí mismos, es una evidencia que nadie en su sano juicio negará. Que ese juego enamore, eso ya es otra cuestión. Que se diga que ha ganado el baloncesto, perdónenme los colectivistas, es un desatino que ni Gregg Popovich, el legendario entrenador de San Antonio, seguramente corroboraría.

Como yo iba a favor de Miami, para mí no ha sido un placer el triunfo spur. Fueron un placer para el aficionado los dos primeros partidos, igualados. Ha sido un placer la primera ronda contra los Mavericks de Dallas, a la postre el único equipo que los llevó al séptimo partido -ya se sabe, lo igualado e imprevisible de los derbis, en este caso tejano, solventado de forma contundente por los Spurs cuando justo era ya imposible otra cosa. Durante todos los playoffs, unas veces habrán sido un placer partidos defensivos, otros más ofensivos, la primera ronda entre los Grizzlies de Memphis y los Thunder de Oklahoma City, cuyo fragor de la batalla aun resuena en mis oídos. Fue un placer la primera ronda entre los Warriors de Oakland y los Clippers de Los Angeles. Han sido un placer la dura pelea del último partido entre los Spurs y los Thunder, que cayeron derrotados finalmente por 4-2 en la serie. En suma, los playoffs en general han sido un placer, pero no evidentemente las palizas de San Antonio y menos al equipo de Miami, porque, repito, yo iba con Miami.

Ahora bien, alguien podría seguir preguntando: ¿pero le ha dado gusto como espectador imparcial cómo movía el balón San Antonio? Jugadores secundarios que podrían ser titulares en otros equipos, como el francés Diaw, el australiano Mills, etc. Pues diré: a ratos. No globalmente. Prefiero los equipos con superestrellas que meten más de treinta puntos, cogen más de diez rebotes y están cerca del triple-doble. Y ante el desatino de ver en la victoria de los Spurs el fin de la era americana y el resurgir de no sé qué era europea, así en el baloncesto como en la vida, contestaré: aquí ya no es cuestión de gustos, aquí es cuestión de que es objetivamente mejor la democracia individualista que el totalitarismo colectivista.

De modo que los San Antonio Spurs han entrado esta temporada 2013-14 definitivamente en la leyenda de la NBA. Durante los últimos quince años no han bajado prácticamente de las 60 victorias en Regular Season (temporada regular), y no parece que el año que viene vayan a bajar el listón, pero el rey, ah amigos, el rey sigue siendo Lebron James, quien por cierto ha promediado más de 28 puntos, más de 7 rebotes y más de 3 asistencias por noche en lo que la serie de las Finales ha durado. ¿Por qué me enamora Lebron James y no los Spurs, o Duncan? Pues bueno, de eso va este artículo, de explicar porque para mí -y no solo para mí, claro-, King James sigue siendo el rey. Y es que yo volví a la NBA cuando se consolidaba el reinado de James. Yo regresé a la NBA con King James y no con ningún otro. Era el año 2007. 

Empecé a jugar al baloncesto de una forma más o menos seria en el verano de 1984. Y desde entonces sigo la NBA. Por aquellos años, como es sabido, destacaba la rivalidad entre los Lakers y los Celtics, aunque el Dr.J, Julius Erving, había ganado su anillo de campeón junto al pivot Mo Malone, en los Sixers de Filadelfia. Aquel curso vino Loren E. Dieu, un americano de California de 18 años, a pasarlo a mi casa. Por si fuera poco, mi americanización se disparó con semejante compañía. Supe de la NFL, de los 49ers de San Francisco, y del legendario Joe Montana. Y la NBA no me parecía terrendo vedado, lejano e innaccesible. Desde entonces, de una manera u otra, sabíamos quién había ganado la NBA aquel año, si Magic Johnson o Larry Bird. Yo era más de los Lakers que de los Celtics, aunque la rivalidad, como el roce, hace también el cariño.

Pero ver la NBA, lo que se dice ver la NBA (por televisión, claro), eso no sucedió hasta el programa de Trecet en TVE, "Cerca de las Estrellas", que si mal no recuerdo es de finales de los años 80. La primera vez que trasnochamos para ver en directo un partido de la NBA fue, si no me equivoco, durante las Finales que los Pistons de Detroit ganaron a los Lakers. Cómo debían ser aquellos Bad Boys que los que habíamos preferido a LA frente a Boston, nos hicimos aficionados de los Pistons de Chuck Daly. Recuerdo como si fuera hoy, ahora mismo, a mi padre entusiasmado con Magic Johnson, mi padre, que era y fue siempre un futbolero contumaz. Lo recuerdo con aquellas anticuadas gafas de sol que se ponía, ¡de madrugada!, porque le molestaba la luz eléctrica. Casi totalmente a oscuras, ahí y entonces vimos como Isaiah Thomas destronaba a nuestro eterno héroe, Earvin Magic Johnson, como lo escoltaba Joe Dumars, cómo peleaban Rodman y Lambeer, y cómo salía desde el banquillo un tal Vinnie Johnson al que apodaban el Microondas. No era el showtime, no eran los orgullosos Celtics de Boston, pero ese base que lanzaba triples parabólicos hacia dentro de la canasta, esas canastas de media distancia de dumars o de vinnie jonhson, esos rebotes de rodman. Bueno, sí, todo aquello ya no hacía falta leerlo o escucharlo o que nos lo explicaran nuestros entrenadores unos días, unos meses, a veces un año más tarde. No. Aquella vez lo estábamos viendo en directo por televisión. Y era la NBA.

Entonces sucedió. Y lo que sucedió es que el volador Michael Jordan, que ya entonces era el mejor jugador de la Liga, aquel que habíamos visto en las Olimpiadas de Los Angeles de 1984 alzarse siempre con tres posibilidades (tirar a canasta, pasar a un compañero, y, tercero y no menos importante, hacer lo en principio imposible e impensable y meter canasta o pasar a un compañero), destronó a los Pistons y empezó a ganar finales de la NBA. Primero tres seguidas. Luego un parón. Luego otras tres seguidas, dejando por en medio un récord aun no superado ni igualado de 72-10 en Regular Season (72 victorias y 10 derrotas). Los años 90. No vi nada de aquello por televisión. "Cerca de las estrellas" ya no funcionaba y luego el Canal Plus se hizo con los derechos de emisión en España de la mejor liga del mundo. Y mis padres nunca pusieron el Canal Plus en casa.

No vimos nada de aquello -mi padre falleció en 1994- ni tampoco nada de lo que vino después. Hasta que en 2007, tachán, el nuevo canal de TV Cuatro empezó a emitir partidos de NBA en abierto los viernes de madrugada. Entonces regresé a la NBA. Entonces la NBA volvió a mí. Por tanto, de todo lo anterior, me iba informando como buenamente podía, qué equipo ganaba el anillo, quién era el jugador más destacado. Vaya, me perdí el primer anillo spur y los siguientes, me perdí el threepeat de los Lakers de Shaquille O´Neal y Kobe Bryant, me perdí, aunque me alegré un montón, el anillo de los Pistons liderados por el base Chauncey Billups. Me perdí el primer anillo heat, el de Wade. Pero en la temporada 2006-07 todo cambió. Ahora volvía a ver NBA en directo, un partido a la semana, incluidos los playoffs, con suerte si el partido coincidía en viernes. Lo que Canal Plus nos quitó, ahora nos lo daba con Cuatro y, esta temporada, con la plataforma Yomvi, que permite seguir los partidos por internet. He visto varios partidos de playoffs por Yomvi de esta temporada, y me sigue quedando con la televisión. Por eso quién sabe si durante el curso que viene me instalaré el Plus. Mi reencuentro con la NBA habrá llegado, entonces, a su cénit, jeje.

No vi, pues, la era Jordan (ni el paréntesis de Olajuwon), ni el threepeat laker, ni los primeros anillos de los Spurs. Bueno, sí, rectifico, aun me dio tiempo de ver un partido de playoffs entre San Antonio y los Phoenix Suns de Nash y Stoudamire en el que Ginobili hizo un partidazo. Ginobili es de lo poco que me encanta de los Spurs, dicho sea de paso. Luego San Antonio barrió en las Finales a los Cavaliers de Cleveland, comandados por un tal Lebron James, al que habían llamado el Mesías desde muy joven y cuyo apodo era, jugando con su apellido y con la edición clásica de la Biblia en los EEUU, King James. No era de Memphis, sino de Akron, Ohio, una de las cunas precisamente del baloncesto. Era el Elegido. El sucesor de Jordan, ay.

Nunca vi a Lebron James como el sucesor de Jordan. No es de su estilo, mucho más parecido por ejemplo al de Kobe Bryant. De hecho, nos guste más o menos, Jordan no tiene sucesor. Es el mejor de todos los tiempos. A algunos ya nos desquiciaba su lengua fuera de la boca cuando se dedicaba a ganar concursos de mates contra Dominique Wilkins, que tampoco era de nuestro agrado. Pero la evidencia empírica y lo que ya vimos que apuntaba en su aparición estelar en los JJOO de Los Angeles de 1984 son irrefutables. Ha videos para deleitarse con Jordan. No los suelo ver, aunque alguno he visto, porque haberlos, haylos.

Pero mucha atención. Las primeras once temporadas de máximo PER (lo que en Europa llamamos Valoración, más o menos) a lo largo de toda la historia de la NBA se las reparten entre tres jugadores. Uno de ellos es, claro está, Michael Jordan. El otro es, sí, aquel que metió cien puntos en un partido, Wilt Chamberlain. ¿Y quién es el otro? Ah, pues vaya, no lo sabía, pero sí, es Lebron James. De modo que estamos teniendo suerte de ver NBA desde el año 2007, cuando King James llegó a su primera final. Hemos tenido suerte de disfrutarlo en los Cavaliers, y luego en Miami, donde ha ganado dos anillos -yo predije que solo ganaría uno, como Dr. J- y llegado a cuatro finales consecutivas, cosa que por cierto además de los Heat de Miami solo han logrado los Celtics y los Lakers.

En suma, ha sido un año para la leyenda. Los San Antonio Spurs se han coronado sin discusión. Los Lakers y los Celtics y los Knicks se han quedado fuera de playoffs. Kevin Durant, de los Oklahoma City Thunder, ha sido el MVP de la temporada. Pero el rey, mientras podamos seguir viendo en vivo y en directo la NBA (o en diferido, pero viéndola), seguirá siendo Lebron James. Con su era volvimos a la NBA y viendo la NBA queremos disfrutarla hasta el final. Y ahora, canten conmigo:

"Con anillo o sin anillo,

hago siempre lo que quiero,

porque sigue siendo el rey"