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procopio: café filosófico

A toda velocidad

Pronto hará cuatro años justos. Jugaba la selección española de fútbol su partido contra Chile en la primera fase del Mundial de Suráfrica y lo estaba viendo yo en la cama del hostal de Valencia adonde había ido para asistir a la carrera de F1 de aquella temporada. Mientras por el Street Circuit de la ciudad mediterránea ya circulaban los bólidos, España ganaba con apuros a Chile 2-1 y se clasificaba para unos octavos de final históricos, pues iban a consagrar el pase a unos cuartos que a su vez llevarían a una semifinal que definitivamente desembocaría en una final y en el gol de Iniesta. Iniesta marcó por cierto el segundo contra Chile en una buena primera parte. Antes había cenado yo un chuletón de los que hacen época en esa ciudad que tan bien me acoge siempre.

Quiero decir que mientras España se jugaba el Mundial yo había sacado tiquet para ver por primera vez en mi vida una carrera de Fórmula Uno. ¡En Valencia, un día en las carreras! Bajo un sol de justicia allí me planté, en mi asiento, el domingo bastante antes de las dos de la tarde, que es cuando empieza el show propiamente dicho. Antes me había dado una vuelta por la Malvarrosa, tomándome algo cerca de la playa, en aquel día caluroso de finales de junio de 2010, cuando, ay, ya tenía el expediente sancionador del IES La Torreta sobre mis fastidiados hombros. Por lo menos, pendía la justicia del sol sobre mi cabeza más que el tal expediente que finalmente fue de seis meses de suspensión de empleo y sueldo.

Como un delincuente cómico, empero, allí estaba yo, en el Grand Prix de Europa (Telefonica Grand Prix of Europe 2010), a celebrar en el Valencia Street Circuit el 27 de junio de 2010: Tribuna G5, Fila 24, Asiento 21, Acceso Puerta Grao C, 250 euros IVA incluido. Ah, el precio de una entrada de F1 es el precio más caro del mundo deportivo. Pero la experiencia vale la pena, y en mi caso, vale la pena por varias razones que ahora me dispongo a explicar.

La primera de ellas es que me gusta la F1 y cuando algo te gusta, algo tienes que pagar por ello. La segunda razón es que necesitaba una evasión a lo bestia ante el previsible desenlace de lo que iba a ser el fallo del expediente sancionador que me habían abierto en el instituto unos meses antes. Me podría haber dedicado a esnifar pegamento, como quien dice o como cantan los Ramones, pero hete aquí que si el precio a pagar ronda los 250 euros porque sí, entonces es que el espectáculo está garantizado, y eso era lo que me convenía. No andaba yo muy bien de salud, ni física ni mental, por aquel entonces, y el viaje de ida desde Elche hasta Valencia fue una pesadilla tediosa, el calor, el tremebundo comezón, etc. Pero por lo demás había una tercera razón y era más poderosa si cabe que las otras dos, y es que por encima de muchas cosas, no sé si incluso decir de todo, yo amo la F1 y su velocidad desde que era pequeño.

Sí, puedo ser un fan advenedizo de los Miami Heat, pero no soy un neófito en esto de la F1 desde que Fernando Alonso se proclamó dos veces campeón del mundo. O sea, que no sigo la F1 desde que Lobato la retransmite ya sea por Tele5, la Sexta o Antena3. No. Yo llegué a la F1 como quien dice cuando llegué a este mundo en la clínica del Pilar de Barcelona sita en la calle Balmes de la ciudad condal, a tocar de la plaza Molina. Porque de mis primeros recuerdos infantiles, yo diría que preinfantiles incluso si existe tal edad, destaca por encima de todos uno en el que me veo jugando con un coche de juguete en la mano, haciéndolo rodar por toda superficie horizontal que se preciara.

Yo, que tengo el carnet de conducir pero no conduzco, yo que tuve que devolver a mi madre unos 1.200 euros que costó la reparación de un accidente que tuve con su coche, yo, que todo lo más he conducido por las calles de mi pueblo un par de veces y que una vez, eso sí, crucé Bélgica por autopista en un estado de nervios desaconsejable para tamaña proeza, yo, en definitiva, que odio los automóviles de verdad no me recuerdo de muy pero que muy niño más que con un coche diminuto en la mano derecha haciéndolo rodar y haciéndolo sonar. Ni una pelota de fútbol ni una raqueta de tenis, ni siquiera una de ping-pong. No. Un coche de juguete. Uno, y quien dice uno dice uno detrás del otro, acumulados año a año en una maltrecha caja de zapatos, de diversos estilos, un Porsche, un Ferrari, uno normalito, un camioncito, etcétera. Si alguien me pregunta, pero en el fondo quién eres, ah, pues entonces no me queda más remedio que decirle, pues, sí, ese cuasi bebé que ves con un cochecito en la mano, ese soy yo, ora cerca de mi papá, ora cerca de mi mamá.

De modo que de las pocas cosas de las que puedo sentirme orgulloso está el de poder presumir de que la F1 yo la conozco desde que tengo uso de razón e incluso antes. Pues aquel cochecito, como ya he dicho, se fue juntando con otros, y esos otros con más, hasta formar un grupo de unos veinte coches de juguete. Y en la alfombra del comedor de la casa de mis padres sita en la calle San Juan, 42, 2º piso, de mi pueblo, allí empecé a jugar yo a las carreras con los coches. En verano, en el apartamento de mis padres al final de la playa de Vilanova, la alfombra había desaparecido cual alfombra mágica llevada por el viento y el circuito era ahora la repisa del diminuto pasillo que había entre nuestro apartamento y el pasillo central de los bloques de apartamentos. Y allí estaba yo haciendo ruidos de motor, rum-rum, acelerando cada uno por su orden a los distintos coches, ora uno, ora otro, aunque siempre tuve predilección por los Porsche rojos.

Luego, ya más crecidito pero sin llegar siquiera a los diez años, empecé a dibujar circuitos en el suelo de la terraza de la casa de mis padres, que ya he dicho dónde está todavía -la casa, no mis padres. Y todos los domingos que me quedaba en casa (¡todos!, cómo es el recuerdo, a lo mejor no fueron más que cuatro o cinco), jugaba yo a las carreras de coches en la terraza si hacía buen tiempo, en circuitos con curvas, y boxes, e imaginarios cambios de neumáticos, y nombres de pilotos. Lo diré rápidamente: mi ídolo no era Niki Lauda, ni Alain Prost. Ayrton Senna me pilló ya muy mayor (es decir, con más de diez años). Para qué hablar de Michael Schumacher. No, mi ídolo era y será siempre el brasileño Nelson Piquet, campeón del mundo en 1983, cuando ya entonces yo miraba la F1 por televisión; o quizá mejor, ¡cuando ya entonces empecé a dejar de mirarla!

Huelga decir que Piquet ganaba casi siempre en mis carreras. Supongo que les pasa a todos los críos. Mis hermanos mayores explican una anécdota divertida al respecto. Jugábamos a hockey o a mini-fútbol (lo llamaré así) y siempre me dejaban ganar. Hasta que un día se dijeron que no podía ser y me derrotaron sin paliativos. Mi reacción fue estallar en sollozos. O sea que me puse a llorar de rabia y de tristeza. Una lección de deportividad, sin duda, pero es que mis hermanos eran mayores y eso era abuso de superioridad. En fin.

Pero no solo Piquet poblaba los sueños de mi imaginación. Recuerdo a Nigel Mansell, al italiano Ricardo Patrese. No a muchos más. Pero es que yo dominaba incluso hasta el nombre y más importante aun el estilo de cada escudería: Ferrari no era por entonces muy pujante, como no lo es ahora con Alonso, aunque había tenido su momento de gloria años antes con Niki Lauda -siempre los precedentes estiran un poco hacia atrás en el tiempo el momento justo en el que empezamos a seguir algo. Pero yo era descarada y definitivamente de Williams. Qué poderío. ¡Y qué dichoso peso metálico el de la F1!

Cuando en el Street Circuit de Valencia pasaba Vettel, que a la postre ganó el Gran Premio, un tractor bien engrasado montado en una vía de ferrocarril parecía pasar ante nosotros. Qué precisión en el montaje. Qué bien encajadas todas las piezas. Cuando pasaba Hamilton con su McLaren, qué velocidad a ras de suelo, qué salida de la curva. Cuando pasaba Alonso, pues ya se veía que el Ferrari ni fu ni fa, es decir, que ni tenía velocidad punta ni se agarraba al asfalto como Dios manda. Pero, ah, cuando pasaba el Williams de Barrichello, entonces se podía hasta sentir que aquello era un Williams, qué aerodinámica, que estilazo. Eso sí, de mitad de tabla. Lejos quedaban los tiempos de Nelson Piquet.

Fue un fin de semana hermoso en una Valencia soleada hasta el infinito. Todo el rugir de los motores, toda la brillantez de los neumáticos, toda la clase de los pilotos (lo más destacable de una carrera un tanto monótona es que Webber saltó por los aires en las primeras vueltas) valieron la pena. Para ese profesor a punto de ser injustamente sancionado por cosas que o bien no sucedieron o bien sucedieron de distinta manera a como las cuentan, y sobre todo para ese niño con el coche de juguete en su mano derecha. El viaje de vuelta a Elche fue por tanto más llevadero. Aunque lo más duro estaba por llegar, algo empezaba a recuperarse en mi existencia. Quizá el sueño más profundo del niño que todavía soy. Entretanto me enteré de que Alemania ganaba a Inglaterra en el Mundial de Suráfrica. Qué importa. Ahora recuerdo la canción de Los Flechazos, que podría ser la divisa más íntima de mi vida:

"Sigo andando a toda velocidad..."

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