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procopio: café filosófico

Jugar al golf

Hay en la vida de una persona cosas imposibles de hacer. Una de ellas es, para mí, jugar al golf. Lo he intentado alguna vez. Recuerdo con nostalgia dañina cómo íbamos a jugar al mini-golf a Sitges con los primos de Enrique, todos los veranos, en los dorados años 80 de mi infancia y preadolescencia. Pero una cosa es el putt del mini-golf y otra jugar al golf. Lo comprobé años más tarde cuando con mi primer cuñado, danés él, fuimos, cerca de Barcelona, a intentar levantar pelotas de golf con palos reglamentarios. Me fue, como he dicho, imposible levantar y lanzar al aire pelota alguna. Carezco de swing, eso es todo.

Carezco por completo de swing pero no de imaginación. Con otros dos amigos, a los quince años, durante otro interminable y caluroso verano, organizamos un campo de golf en la tierra del patio del colegio de uno de ellos. Habíamos robado, mal me sabe reconocerlo, unas pelotitas de golf en los almacenes Harrods de Londres en un viaje a Inglaterra que hicimos algunos alumnos con el instituto. Y con unos sticks de hockey sobre patines -ya he hablado del hockey sobre patines de mi pueblo- hacíamos las veces de palos de golf. Uno solo, claro, para todos los tipos de golpeos a la pelota. Hicimos nueve agujeros, con sus correspondientes greens, y algún charco remedaba un pequeño lago en el dibujo del campo. Con todo esto, estuvimos unos días haciendo ver que jugábamos al golf, organizamos un campeonato y aunque no recuerdo quién ganó, nos lo pasamos en grande, como debe ser.

Jugar al golf es, por tanto, una cosa imposible de hacer para mí. Cada vez que paso en el tren de cercanías Vilanova-Barcelona por Sitges se ve el campo de golf reglamentario de la ciudad turística. Tras los cristales el verde césped, los hoyos, el club, y al fondo, el mar. Es un bello paisaje, la labor del hombre urbanizando el bosque selvático, para medirse una vez más con sus propias capacidades y quién sabe si con el destino.

Pero mi afición al golf se remonta a años atrás, prácticamente a la infancia. Severiano Ballesteros. El Open Británico y sus agrestes recorridos. La atmósfera del Masters de Augusta, en la bella Georgia estadounidense: Georgia on my mind, como cantaba Ray Charles. Todo ello es para mí el golf, aparte del campo de Sitges que se ve perfectamente desde el tren. Todo ello y, ay, la imposibilidad de practicarlo.

No fue sino en Castellón cuando oí por primera y única vez hasta el momento una conversación en una cafetería de unos hombres hablando sobre golf. De Castellón es Sergio García, que aun nos debe un major. Pues bien, ahí estaban esos hombres hablando sobre sus handicaps, sobre el par del campo, sobre birdies y boogies, en fin, la belleza de unas reglas sin las cuales no hay juego, ni competición. No me cuesta nada reconocer que me sorprendió dicha conversación y me alegré de que haya gente que en vez de hablar de fútbol o tenis o squash hable de golf en una cafetería cualquiera. Puedo decir que hasta me emocionó oirlos hablar.

Y es que el golf es emocionante. Recuerdo una disputa con mi hermana por ver quién manejaba el mando a distancia de televisión. Y es que en TVE iban a conectar con el Masters de Augusta, debía de ser abril, el mes más cruel de todos según el poeta TS Eliot, y mi hermana quería ver no sé qué. Venía de la época en que le gustaba Michael Jackson, así que no sé muy bien qué podía ser mejor que el Masters de Augusta. A mí no me cabía otra cosa en la cabeza. Y finalmente gané. Conectamos con el Masters y allí aparecía la verde pradera americana, con sus dieciocho hoyos, y sus hermosos greens, y el coqueto estanque dorado. Ah, el golf. Silencio, se juega.

Mi jugador favorito era el golfista inglés Nick Faldo, campeón del Masters dos años seguidos, 1989 y 1990, así que yo debía tener unos quince años. Faldo volvió a ganar en 1996, un año antes de la tremenda irrupción de Tiger Woods. Entretanto, pudimos ver cómo le ponían la chaqueta verde a José María Olazábal. Pero había otros grandes jugadores en los años en que yo seguía más el golf de lo que lo hago ahora: el veterano Jack Nicklaus, el alemán Bernhard Langer y Greg Norman, apodado el Tiburón por la prensa especializada.

En la vida hay lecciones. Debemos aprenderlas aunque nos frustren. De hecho, el aprendizaje de la educación no es otro que el aprendizaje de la frustración. Yo he aceptado que nunca podré jugar al golf, ahora que todo famoso que se precie lo primero que haga sea ponerse a jugar al golf, deportistas de otras disciplinas, políticos, cantantes, actores. Dicen que relaja. Verlo también relaja y es lo único que puedo hacer al respecto. Pero no exactamente lo único. Quiero decir que el golf saca de mí mi lado más extravagante, sea por imaginarme en un green cuando he jugado al mini-golf, o sea porque quién sabe si algún día repetiremos el campeonato que organizamos con sticks de hockey sobre patines. Thoreau, en su heroico Walden, afirma al final que ha querido ser todo lo extravagante que ha podido. Amo el golf porque me permite ser todo lo extravagante que imaginarse pueda en ese sentido. Aunque jugarlo de verdad no esté a mi alcance.

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