Hombre nuevo, hombre viejo
El verano pasado leí La tabla rasa. La negación moderna de la naturaleza humana, el libro más famoso e influyente del famoso e influyente psicólogo de Harvard Steven Pinker. Una discusión en el aula con alumnos del curso que profeso este año en una Escuela de Adultos de Elche, a propósito del marxismo y de la pretensión del hombre nuevo, me hizo volver a recordar el libro de Pinker, que si bien no disfruté tanto como el primero que leí (Un mundo de palabras) contiene algunas cosas esenciales para lo que considero la salud de la cultura contemporánea.
El libro de Pinker es esencialmente una refutación de esa vieja pretensión del hombre nuevo, y esto en aras de una consideración de la naturaleza humana que tenga en cuenta los avances de las ciencias naturales para conocer el primer par de la definición del "hombre". Especialmente Pinker se refiere a la genética, basándose en autores conocidos como Dawkins. Es de notar sin embargo que la pretensión del hombre nuevo no ha venido solo del marxismo sino también del historicismo (positivista), incluyendo dentro de este a ese hegelianismo de Fukuyama que pretendía un hombre nuevo precisamente radicado en los avances últimos de las ciencias naturales. Cosa que discutí muy seriamente en mi trabajo Ensayo sobre el sentido común allá por 1999.
La discusión en el aula de la escuela de adultos vino porque un alumno sostuvo que la idea -de igualdad- del marxismo era una "buena idea", a lo cual respondí negativamente, porque suponía la pretensión de crear un hombre nuevo, el "hombre total" de Marx. Pero veamos qué opina Pinker en La tabla rasa sobre la igualdad. Dice: "Igualdad no significa afirmar empíricamente que todos los humanos son intercambiables; es el principio moral de que los individuos no se han de juzgar ni limitar por las que son las propiedades medias de su grupo". Es una respuesta que puede dejar insatisfecho al sentido común, pero indica bien que donde radica la igualdad es en la propia individualidad.
La cuestión es dónde situamos la utopía. Mi tesis, expresada en Idea trágica de la democracia, es que el componente utópico del pensamiento tiene su correlato en un componente utópico de la democracia que dice: como es imperfecta, en su misma naturaleza está la capacidad de perfeccionarse. Es algo que resume muy bien Madison, el político federalista, citado por Pinker, al decir: "Que la ambición contrarreste a la ambición".
Hacia el final de su libro Pinker resume su ideal de igualdad política en los siguientes términos: "El ideal de la igualdad política no es garantía de que las personas sean innatamente indistinguibles. Es una política para tratar a las personas en determinados ámbitos (la justicia, la educación, la política) teniendo en cuenta sus méritos individuales y no las estadísticas de cualquier grupo al que pertenezcan. Y es una política para reconocer unos derechos inalienables a todas las personas en virtud de que son seres humanos sensibles." A continuación Pinker describe el resultado de lo que llama una "iguadad de resultados": Las políticas que insisten en que las personas sean idénticas en sus resultados deben imponer unos costes a los humanos que, como todos los seres vivos, varían en su dotación biológica. Dado que los talentos, por definición, son escasos y solo se pueden desarrollar en su totalidad en raras circunstancias, para conseguir una igualdad obligada es más fácil rebajar el extremo superior (con lo que se priva a todos del fruto de los talentos de las personas) que subir el inferior". De ahí procede la mediocridad instaurada por la igualdad de resultados, que atentaría tanto contra la libertad de los individuos como contra su talento, en parte radicado en su variada dotación biológica.
Me temo que para mis alumnos obreros de la escuela de adultos esta última reflexión de Pinker también pueda resultar insatisfactoria, porque lo que ellos quieren saber es cómo es posible dicha igualdad en el trabajo. Pero al menos les hace ciudadanos con pleno derecho a contrarrestar la ambición con la ambición.
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