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procopio: café filosófico

Triunfo en Wembley

He visto que Guardiola está escribiendo en El País para el Mundial de Fútbol. Voy a colgar aquí el artículo que yo escribí después de volver de ver ganar a Guardiola la Copa de Europa en Londres. Aquel 20 de mayo de 1992, una hora más en España. Vale, es un artículo reescrito varias veces. Me acusaron -mi hermano, uno de los dos- de vivir de los laureles cuando se lo di a leer. No sé. Es posible. Qué importa. Pero sí. Ahora pienso que quizá este artículo puede tener la misma utilidad que un laurel, cuyo viejo olor sirve y vuelve a servir para condimentar renovados alimentos. Los que necesitamos siempre los que disfrutamos del fútbol, y de la literatura.

Como leí en The Independent el año pasado al ganar el País de Gales el Grand Slam de rugby treinta años después, "Good God, here we go again": cada cual a su manera.

TRIUNFO EN WEMBLEY

A mi padre

Todo empezó una gélida noche de noviembre, cuando ya acabado el tiempo reglamentario Bakero golpeó un balón colgado al área y marcó el tanto que permitía a su equipo acceder a la siguiente ronda de la Copa de Europa, a partir de aquel año oficialmente llamada Liga de Campeones. ¡Qué minutos! ¡Qué gol! ¡Qué suerte! Aquel vetusto y entrañable estadio alemán quedó enmudecido ante el jolgorio de los jugadores del equipo español. Laudrup, Salinas, Begiristain, Guardiola, Juan Carlos... saltaban enloquecidos. Aquest any sí, este año sí, pero no la liga sino la Copa de Europa. Lo dijo Bakero, en un alarde de ese sano augurio que no está basado en el fanatismo ni en el fatalismo sino en lo que el filósofo francés Bataille llamaba la voluntad de suerte: “este es nuestro año”. ¿Lo será?

Sí, lo fue. Aquel fue su año, el año del FC Barcelona, el equipo que representa ¡no a Cataluña, no a una “manera de ser”! sino a todos los equipos o clubes de fútbol que he amado en mi vida y sigo amando. Pero no quisiera aquí aburriros con exclusivos amoríos que ya ni siquiera a mí me interesan demasiado, yo querría hablaros de lo que significa la Copa de Europa, de lo que es ganar la Copa de Europa, de lo que fue aquella final del 20 de mayo de 1992 que presencié en directo, y también me gustaría hablaros de las lecciones que allí y entonces aprendí sobre el fútbol y tal vez sobre el sentido de vivir.

Nos habíamos quedado en noviembre de 1991, un miércoles lluvioso y desapacible que contrastaba con mi feroz alegría interna. “¿Será posible que por fin...?” Luego pasaron los meses, aquellos meses memorables de mi último curso de bachillerato en Vilanova, aquel marzo en que me enamoré en mi segunda visita definitivamente de Madrid y quizá de algo más; aquellos últimos días de clase y de fastidiosos exámenes en los albores de la primavera de mayo... Fue mi padre quien me espoleó, mediante chantaje. El Barça se había clasificado por tercera vez en su historia para la final de la Copa de Europa, yo acababa el curso el 15 de mayo y hasta la selectividad quedaba tiempo de sobra para poder disfrutar en vivo de un acontecimiento de tal calibre. Además, aquello significaba, también por segunda vez, visitar la ciudad de Londres.

Dejadme que os hable un poco de mi padre, o mejor, de su afición balompédica. Su equipo fue siempre el Hércules de Alicante, pero pasó unos años estudiando y trabajando en Madrid justo en la gran época de Alfredo di Stéfano. Mi padre me enseñó muchas cosas sobre este deporte, cómo había que pegarle al balón, cómo había que jugar con los compañeros, la importancia absoluta de las ganas de jugar, la permanente disposición a estar alerta como la forma más idónea de templanza...Y también me enseñó, a la manera compleja y contradictoria en que nos enseñamos los humanos, a detestar el fanatismo y la estupidez. A mí padre nunca le gustó toda esa parafernalia miserablemente nacionalista que envuelve al fútbol y especialmente al Barça, aunque recuerdo que también tenía sus pecadillos: le costaba reconocer que Platini era un gran jugador, porque era francés; desdeñaba en más de lo justo al Valencia, aunque jugase Kempes, etc. De manera que mi padre era un forofo del Hércules de Alicante, y un discreto pero no secreto seguidor del Real Madrid. Y sin embargo fue él quien me acicateó para ir a Wembley a ver la final, cuando yo tenía ya una edad en la que las relaciones entre padres e hijos suelen ser difíciles... “Si sacas tales notas, te pago el viaje y la entrada”. No hacía falta sacar tales o cuales notas, pues me pagó el viaje y la entrada con mucha antelación al resultado final de los exámenes académicos, y ahora sé que cuando mi padre me hizo aquella oferta era a sí mismo a quien se invitaba, él mismo quería estar en la gran final y lo iba a estar, de alguna forma misteriosa, a través de mí. A mi padre nunca le gustó el Barça, ni siquiera demasiado Cruyff (“el pesetero”, solía apodarlo), pero no era estúpido y como auténtico amante del fútbol no podía dejar de disfrutar con aquel aflamencado, exquisito y veloz equipo que luego se dio en llamar Dream Team: aún conservo en mi memoria gráfica un partido en Balaídos, que el Barça acabó ganando 0-3 al Celta, en el que por primera vez vi a mi padre tan contento por lo que estaba presenciando como seguramente lo estuvo en los años en que pudo gozar del juego de la Saeta Rubia y compañía. De igual modo compartí con él el entusiasmo por la ingenuidad jubilosa del joven Guardiola en un partido de segunda división que vimos una tarde de sábado por televisión y que, curiosamente (“algo que no se nombra con la palabra azar rige estas cosas”, como dice Borges), es el partido que Cruyff recuerda cuando habla de Guardiola en su libro Mis futbolistas y yo.

Hace poco el Real Madrid se ha proclamado, treinta años después de la última vez, campeón de Europa; lo hubiese apoyado de todas formas, aunque sea contra mi queridísima Juve, pero como homenaje a mi padre y a aquel noble gesto que tuvo conmigo, esta victoria y la forma como se consiguió -que tantas vivencias de las que ahora os voy a explicar me trajo a la mente- redoblaron mi alegría y mi convicción de lo que es importante en el fútbol y en la vida.

Así fue como el martes 19 de mayo de 1992 salimos de la estación de Sants rumbo a Londres, en un autobús lo suficientemente cómodo para soportar 25 horas de trayecto. Esa fue la primera vez que crucé Francia y que vi -¡ejem, a las dos de la madrugada y desde el autobús!- París. También era la primera vez que viajaba 25 horas en semejante medio de transporte, y puedo decir que lo mejor del viaje fueron los paisajes franceses que se veían desde el vehículo y las bromas con los amigos que me acompañaban. Aún recuerdo, no sin sonrojo, que me pasé el viaje imitando al periodista deportivo José María García, hazaña impropia de mi persona que causó un inesperado jolgorio entre el grupo de unos 40 aficionados que llenaba el autobús. Dentro de este grupo había muchos que mantuvieron de salida una actitud comedida y callada, dados los fracasos que hasta entonces habían jalonado la participación del Barça en las finales europeas. Pero pronto este silencio temeroso se fue tornando en algarabía a medida que íbamos consumiendo kilómetros bajo el cielo de Francia y nuestras imitaciones ganaban adeptos.

Tras una larga noche de festivo insomnio, un día soleado, primaveral y amable nos recibió en los acantilados blancos de Dover. Estábamos en la alegre Inglaterra, donde lo primero que hicimos un amigo y yo fue cumplir con nuestras necesidades urinarias. Dos horas más de monótonas autopistas y llegamos por fin a Londres, la gran ciudad, irreal y cotidiana. Tras sortear el tráfico que inundaba sus calles y avenidas, los autobuses aparcaron junto al estadio donde se iba a disputar la final. Melville escribe en alguna parte que todas las cosas elevadas son tan nobles como nostálgicas. Ahora que miro la foto en la que se ven las dos torres que presiden la fachada principal del estadio de Wembley me permito compararlo con un gran navío, con ese Pequod que perseguía a la ballena blanca del relato de Melville. Pero en esta foto no se ven mares oceánicos ni balleneros que griten “¡Por allí resopla!”; sólo unos cuantos jóvenes que han visto cumplirse un sueño, ansiosamente dispuestos a disfrutar de un partido de fútbol que promete leyendas y emoción.

Teníamos todo el día por delante, pues la gran final no se disputaba hasta las siete de la tarde. Como antes he dicho, lucía un sol magnífico y la temperatura era agradable. Con algunos amigos, fuimos hasta el Soho, a tomar pints –para mí, una Guiness adecuadamente servida y degustada-, y a comprar discos en los callejones que forman ese barrio fundado hace años por los hugonotes franceses exiliados tras la matanza de la noche de San Bartolomé. Aún conservo el directo de Iggy Pop que le compré a un tendero callejero: suena rugoso y un puntico estridente, pero así es cuando se trata de la Iguana, que te recompensa de esa leve molestia con dosis impagables de energía, sinceridad y noble ansia de vivir. Luego nos fuimos a Carnaby Street, la emblemática calle del swinging London, el Londres floral y pop de los sesenta que vio nacer a la mini-falda y en donde, según contaba el cantante de los Kinks “no se ponía el sol”: allí, aquel 20 de mayo de 1992, yo buscaba desesperadamente una camiseta con la cara de Buddy Holly y no la encontré. Un simpático señor solventó mis vanas inquisiciones diciéndome amablemente que yo guardaba cierto parecido con el gran músico tejano, pero que lamentablemente él no tenía esa ansiada camiseta ni creía que ningún otro comerciante la tuviese. De manera que me tuve que conformar, si lo puedo decir así tratándose de mi banda de rock favorita, con una espléndida camiseta negra de The Velvet Underground que todavía visto en ocasiones muy determinadas, dado su estado raído y encogido tras tantos años y tanto camino.

En fin, a mediodía de aquel día inolvidable (un verdadero perfect day como canta Lou Reed) llegó la hora de comer. Nosotros lo hicimos en una pizzería italiana cercana a Piccadilly Circus; la muchedumbre multicolor que había venido a ver el partido, desparramada por la ciudad, lo hacía en otros tantos establecimientos parecidos: por aquel entonces, la mundialización ya estaba en marcha con toda su grandeza y su miseria. Hoy en día, desde el monumento a Venus que preside Piccadilly Circus, se pueden leer en uno de los paneles luminosos situados en el edificio de enfrente algunas noticias, y la temperatura y la hora de algunas de las grandes ciudades del mundo: Singapur, Tokyo, Nueva York, Houston, Buenos Aires. Quizá lo tengo que decir en voz baja, porque la voz que me sale es infantil, pero este vértigo glorioso me conmueve y me emociona, y hasta cierto punto me justifica. Por primera vez, tal vez por primera vez, nosotros los humanos de todo el planeta, es decir, cada uno de nosotros los vivos mortales, podemos considerarnos unidos como antes lo estaban los ingleses, los alemanes, los italianos, etc: aquellos únicos hombres que el reaccionario De Maistre decía conocer. Desde luego, de nada sirve congratularse por sabernos por una vez algo así como una nación humana si más de la mitad de los vivos de esta humanidad se muere de hambre y de ignorancia. Sin embargo, no consigo reprimir mi felicidad –pueril, si se quiere- cada vez que veo esas luces de neón y leo las noticias, y dentro de mí siento un regocijo tal (en homenaje a Chesterton, autor que yo empecé a leer precisamente en la época de la que aquí hablo, diré que se trata de un contento casi cósmico) que me dan ganas de irme al extranjero a conocer, cual turista espacial, a esos desconocidos guiris que llamamos, desde Verne y el gran H. G. Wells, marcianos. ¿Habrá algún día en que las diferencias culturales entre humanos y “seres de otros planetas” –con los que, en principio, nada se puede razonar- serán respetadas dentro de un marco común de convivencia y libertad? En ese caso el tonto multiculturalismo de nuestro tiempo tendría el sentido del que carece hoy cuando pretende imponer diferencias entre quienes son igualmente humanos y pueden entenderse mediante su razón y su humanidad y por tanto no necesitan esos remilgos. Sin embargo, mi fantástico plan intergaláctico en el que el tratamiento de la diferencia debería de plantearse como una prioridad vital, podría ser obstaculizado por la terrible conspiración de algún malvado Darth Vader, o por la propia idiosincrasia de marcianos, venusianos, uranianos y otros habitantes del espacio sideral. De manera que dejemos las ensoñaciones de ciudadano despistado y volvamos humanamente al planeta tierra, es decir, a la gran final de la Copa de Europa de 1992.

Dos horas antes del inicio del partido, el hermoso estadio de Wembley ya estaba lleno; en el fondo sur los seguidores italianos de la Sampdoria de Génova, en el fondo norte los seguidores españoles del Barcelona. Fueron minutos muy divertidos, las dos aficiones entonaban sus cánticos mientras los jugadores de ambos equipos calentaban en el brillante césped de color verde. Era una tarde radiante, de luz primaveral. La Sampdoria vestía de blanco, con delgadas franjas azules y rojas en el pecho de la camiseta: para ellos la megafonía dejó sonar un aria de alguna ópera de renombre que ahora no puedo recordar. El Barça vistió el glorioso equipaje de color naranja con el que luego quedaría inmortalizado en la instantánea triunfal de los campeones. Yo estaba en una esquina lateral, más o menos a la altura de la segunda gradería: para nosotros, y para todo aquél que tuviese una mínima sensibilidad, sonó Barcelona, el tema que Freddy Mercury y Montserrat Caballé cantaban a dúo para celebrar las Olimpiadas que aquel mismo verano iban a iluminar la ciudad catalana. Tanto por un lado como por el otro, música mediterránea para amenizar el gran partido del año, seguida por la gente con indisimulado entusiasmo. Y como yo estaba ahí, puedo decir que no fue para menos. Cuánta razón tiene Borges cuando señala que el patriotismo es la menos perspicaz de las pasiones. Lo mejor que se puede decir de las aficiones que animaron aquel partido es que, al menos en aquellos instantes musicales, la más perspicaz de las pasiones –la bella emoción- brilló por encima de la cerril patriotería que, hay que reconocerlo, siempre campa por los estadios de fútbol...

Y empezó el partido. Los primeros minutos fueron de claro dominio azulgrana; Koeman sacaba la pelota desde atrás con autoridad y templanza, dejando las tareas de circulación a Laudrup y Guardiola, y el trabajo más duro a Bakero. Juan Carlos, Ferrer y Nando se hicieron dueños de la defensa, con marcajes férreos y concisos a las figuras italianas: Vialli y Mancini. Por la banda derecha, Eusebio manejaba el balón con suavidad y penetración, con la intención de que Salinas o Stoickhov pudieran materializar alguna ocasión de gol. Este fue el planteamiento de Johan Cruyff, que antes de iniciar el encuentro les dijo a sus muchachos: “Salid al campo y disfrutad”.

El equipo italiano se agazapó en su medio campo, con una larga defensa de cuatro hombres y un centro del campo formado por jugadores de técnica indudable: Cerezo, Katanec y el rampante Lombardo, que dispuso en sus incursiones por el extremo derecho de las primeras oportunidades de gol para el equipo genovés. El Barça controlaba el partido y la Sampdoria salía al contrataque. Por televisión, el partido parece aburrido; en directo se vivió con intensidad agotadora desde el primer hasta el último minuto.

La segunda parte fue más descontrolada, continuaba el dominio del Barça pero sin que la pelota se acercase con verdadero peligro al área italiana. Recuerdo aquella jugada de Salinas que a trancas y barrancas casi acaba en gol. Hay que decir que tanto Zubizarreta como Pagliuca actuaron de forma excepcional bajo los palos, con paradas a una sola mano que provocaron la prórroga en que por fin el Barça iba a conseguir el gol de la victoria. Antes de eso, Vialli dispuso de dos clarísimas chances en la portería azulgrana, un remate que salió alto a pase de Lombardo y una jugada individual en la que la pelota salió rozando el poste izquierdo. Tengo que admitir que antes de que la bola saliese por la línea de saque me tapé los ojos, pues el esférico negro y blanco siguió una curva extraña y cuando parecía que iba a besar las redes de la portería azulgrana botó para afuera ahogando el grito de los numerosos aficionados italianos que ya cantaban gol. Creo que esa jugada fue psicológicamente definitiva para el bajón de la Sampdoria: a partir de esa ocasión fallida se limitó a defenderse como pudo hasta que una falta provocada por Eusebio en el minuto 112 de la prórroga supuso el justamente celebrado gol de Koeman.

Voy a relatar cómo viví yo ese disparo fortísimo y directo que dio la Copa de Europa al Barcelona. Estaba con unos amigos situado justo enfrente de donde se produjo la falta. Nos habíamos fumado un cigarro mezclado con hachís, o sea, un porro. Yo tenía las manos escaldadas de tanto aplaudir y la voz afónica de tanto animar. Ese era el momento, o íbamos a los penaltis que tanta mala suerte habían traído al Barcelona en anteriores ocasiones. Todos deseábamos que aquella jugada acabase en gol, y así fue. Así fue como la pelota golpeada con exacta potencia por Ronald Koeman cruzó como un relámpago la línea de gol, esa línea que separa el fracaso y el éxito y que puede simbolizar la línea que separa la vida de la muerte. Por fin el Barça había traspasado esa línea invisible y el Gol se convirtió en Victoria. ¿Qué supone un gol como éste? La afirmación del instante irrepetible que nos da el triunfo sobre la muerte, la celebración placentera de nuestra condición mortal por la que nosostros mismos nos damos una verdad de júbilo que ilumina con plenitud vital la sombra inevitable del paso del tiempo. Tan grande fue la alegría en los aficionados azulgranas que me vi envuelto y zarandeado por los amigos con una brutalidad que acabó con mis gafas cinco o seis asientos más abajo. Hasta que Alexanco, el capitán, no alzó la Copa de Europa al cielo de Londres, no recuperé la visión adecuada del lugar. Luego, contentos y satisfechos, embriagados, salimos fuera del estadio de Wembley camino del autobús que nos devolvería a Barcelona.

Esto sucedió hace diez años. De ese tiempo acá, he dejado de ser aficionado del Barcelona. No me gustan demasiado las religiones y ya no me apetece ser fiel a ningún club toda la vida. Me niego a eso. Prefiero animar al que ataca, y al que procura jugar bien, al que potencia el talento y la espontaneidad y no al que se cierra mezquinamente. “Lo criticable es una empresa que sólo tiene sentido cuando acabará”, dijo el escritor francés Bataille, “no el querer ir lo más lejos posible”. Durante el período en que Cruyff fue entrenador del Barcelona seguí a este equipo, mi equipo, con entusiasmo y devoción. El juego alegre y preciso de aquellos futbolistas enamoró a mucha gente: cada partido era una promesa de felicidad, y algunos una verdadera gesta épica. Pasión e inteligencia unidas por la voluntad de suerte. Partidos heroicos como el 5 a 0 al Madrid en el Camp Nou, o intensísimos encuentros contra el Valencia o el At. Madrid, o sencillos partidos de buen juego y goles, en tardes frías de febrero o en soleados días de abril. Y sobre todo aquella final de mayo en Wembley, que he intentado narrar tal como la recuerdo.

Hay ocasiones en la vida que nos la hacen plena y vibrante; luego queda la leyenda como una forma impersonal de la nostalgia. Saboreando la alegre melancolía que aún desprende ese día legendario, me gustaría acabar brindando por mi padre ausente con una buena pint. Gracias, papá.

Ximo Brotons

5 comentarios

procopio -

hola Ramón, claro que me acuerdo. apúntate a Ciutadans de Valencia. Hay faena por hacer. Así nos veremos. Espero que te vaya bien con tus hijos y familia. Hasta pronto. Remember the spirit!

el griego -

Por cierto me ha encantado la descripción de Londres, lod e Carnaby y las minifaldas.

el griego -

Hola procopio, acabo de enterarme de tu blog. Me pasaré de vez en cuando. Lo mio no es el futbol lo siento, prefiero la politica y la música (The Who). Bueno soy Ramón, un mod ex-PSOE (tras la aprobación definitiva en el Parlamento Español del Estatut hace 1 mes y tres semanas). Nos conocimos en la presentación de Ciudadanos de Catlaunya en Barcelona, junto a Miguel Angel y Vicente Carbona. Un saludo.

procopio -

hombre, supose que eres Vicent; claro ahí en Atzeneta del Maestrazgo...; bueno, me alegro de que te haya gustado. Sí, ya no soy del Barça, tampoco lo fui nunca "de toda la vida": ¡es imposible y ser también fan del Madrid o del Español o del que sea!

ah, mi padre: murió con 62 años; esto es ser joven hoy. Puede ser.

en fin, buena suerte con los estudios y todo lo demás. aún os tengo que pasar unas fotocopias, ambaixaor. jejeje.

Anónimo -

Hola Ximo! Sóc un alumne teu i m'aburrisc a casa, aixina que m'he dedicat a llegir el teu escrit este i una part de la teua famosa tesis doctoral. De la tesis no te puc dir massa cosa però sí que he identificat algunes de les idees implícites en les teues explicacions de classe. Pel que fa a la descripció de la final, està molt bé però és una pena que ja no sigues del barça (encara que jo tampoc ho sóc) si tant significava per a tú. I està el teu sa estil de explicitar la repulssió del nacionalisme i patriotisme a totsels àmbits. Està bé l'article (emocione i tot). És més o menys tal com me l'havien explicat, la final, dic. I una altra cosa, el teu apreciat pare (com és normal) va morir molt jove, no? Bueno, no t'aburrisc més, adéu