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procopio: café filosófico

Cuento: "El hombre que veía tatuajes en los cuerpos"

EL HOMBRE QUE VEÍA TATUAJES EN LOS CUERPOS


Fréderic Aneau vivía en un lugar de la campiña francesa, cerca de Grenoble. Durante toda su vida trabajó como director del Departamento de Simbología del centro de estudios culturales de la ciudad. Fréderic Auneau era un especialista en símbolos y un erudito. Durante algunos períodos de su vida había dado clases en la universidad, y llegó a publicar varias obras sobre la materia: "Simbología medieval", "Jeroglíficos egipcios", "El enigma de los templarios", etc. En algunas revistas especializadas logró colocar diversos artículos, que le granjearon un gran prestigio en el campo de la investigación simbológica.

Una mañana gris de noviembre, cuando apenas le quedaba un mes para abandonar su cargo como director del Departamento, Fréderic Aneau salió a pasear por la pequeña ciudad en la que residía. El cielo está poblado de nubes, y un leve viento frío y seco como un cuchillo anunciaba la llegada del invierno. Por la tarde, según le había recordado su mujer, tenía que asistir a un homenaje en el Ayuntamiento de Grenoble. El consistorio municipal le había organizado una cena para celebrar su trayectoria profesional y su cordialidad personal.

Fréderic Aneau se dirigió primero al quiosco, donde una mujer le atendió amablemente. Compró el período local, Le Monde y la revista de la Sociedad de Estudios Simbólicos de París. Se encaminó hacia un café de la calle principal de su ciudad, y allí leyó la prensa que había adquirido mientras se tomaba un té con limón. Hojeando la revista especializada en simbología, quedó fascinado con un artículo sobre el arte de los tatuajes, de los que apenas había tenido noticia en su dilatada trayectoria como investigador.

En dicho artículo se decía lo siguiente:

“Un simbolismo genérico puede englobar tatuaje y ornamentación, ambos expresan la actividad cósmica. Pero la realización del primero sobre el cuerpo agrega otros sentidos importantes: sacrificial, místico y mágico. El primero es mencionado por E. Gobert, en `Notes sur les tatouages des indigènes tunisiens´, quien relaciona el tatuaje con el proverbio árabe “la sangre ha corrido, la desgracia ha pasado”. Todo sacrificio tiende a invertir una situación por la acumulación de fuerzas de canje. El motivo místico lo hallamos en el fundamento mismo de la idea de marca, como definición de propiedad. El que se marca a sí mismo desea señalar su dependencia ante aquello a lo que el signo alude. Las señales grabadas en las cortezas de los árboles, las iniciales y corazones incididos a punta de alfiler en la piel por los enamorados son claro indicio de este significado. Ulteriormente, se subvierte la actitud y se pide a la señal que `agradezca´ el valor sacrificial y de entrega; éste es el poder mágico, el concepto del tatuaje como talismán defensivo. Aparte de estas tres causas, los etnólogos han encontrado otras dos: el tatuaje como signo que distingue sexo, tribu y rango social (Robert Lowie, `Antropología cultural´), profanización simple del sentido místico; y como medio para aumentar la belleza. Esta última finalidad nos parece bastante equívoca, pero no podemos aquí impugnarla. Especialmente, el tatuaje se practica como `rito de pasaje´ o de iniciación, en los cambios de edad y en las transformaciones de la personalidad. Cola señala que los más antiguos monumentos de la prehistoria ya indican la existencia de tatuajes, encontrándose en Egipto, donde la sacerdotisa de Hathor mostraba tres filas rayadas en el bajovientre. Enumera las principales técnicas de tatuaje: punción, sutura, cicatriz por corte o quemadura, etcétera. (...) Un escorpión tatuado `puede´ evitar la picadura de este insecto; la imagen de un toro asegura numerosos rebaños”.

Fréderic Aneau subrayó con cuidado algunas frases del artículo y siguió leyendo la prensa del día mientras apuraba las últimas gotas de su té. En ese momento, al alzar su brazo derecho, una imagen fugaz y vagamente ominosa le pasó por su mente. No pudo captar en ese momento cuál era la figura que le había relampagueado el cerebro, pero distinguió en ella ciertos remolinos negros y una especie de lago tenebroso que le recordó una pintura melancólica del barroco. Pensó que había sido una leve fantasía suya y no le dio más importancia.

Cuando se levantó de la cafetería se encaminó hacia el río que bordeaba la ciudad. Allí podía respirar el aire fresco que le faltaba en su despacho del Departamento de Simbología de Grenoble, donde buceaba incansablemente durante horas en papeles antiguos, grabados, archivos y demás documentación histórica relacionada con la mitología de los símbolos. En esa mesa repleta de carpetas y objetos antiguos había pergeñado sus obras y había gozado durante años con el estudio de los enigmas de la vida humana, estampados en figuras y dibujos de muy diversa índole.

Sentado en un banco Fréderic Aneau encendió su pipa y acabó de leer las noticias que aquella mañana fría de noviembre traían los periódicos. Pero de nuevo esa imagen crepuscular e indefinida le rozó la imaginación. Esta vez Fréderic Aneau pudo presentirla, como un soplo de viento que de repente, con un golpe seco, cierra con brusquedad una ventana abierta. La imagen no sólo era visualmente ominosa sino físicamente punzante: el señor Aneau, sentado en el banco, vestido con su habitual chaqueta marrón oscuro, con su sombrero de detective a lo Maigret, sintió bajo el brazo izquierdo un pinzamiento minúsculo, pero tan dañino como el rayo que desgarra el cielo nocturno y parte en dos el tronco de un roble del bosque. Nadie había en el pequeño parque al que había acudido el señor Aneau; a lo lejos una pequeña cafetería atendía a tres o cuatro clientes sentados en la terraza del recoleto establecimiento, sorbiendo risueñamente sus humeantes cafés, pero nadie más paseaba en esos momentos por los senderos cercanos al río. Aneau dejó de leer la prensa, inspiró un poco de aire y ciertamente asustado por aquellos dos relámpagos visuales que le habían herido como un cuchillo ardiente su cuerpo y su mente, regresó a su pequeño adosado, donde su mujer le aguardaba con una comida caliente.

Ese mediodía fue reparador para Fréderic Aneau, que tras comer junto a su esposa, a quien no le comentó nada de lo sucedido, se echó en el sofá a repasar el breve discurso que esa noche debía pronunciar ante el consistorio de la ciudad de Grenoble con motivo del homenaje que el Ayuntamiento le había organizado. La noche anterior había improvisado unas notas de agradecimiento, en las que aprovechaba para reivindicar más inversión en la investigación de los símbolos, materia que Fréderic Aneau consideraba capital para la comprensión del misterio de la existencia humana. Sentado en el sofá, y tras corregir y añadir algunos detalles a las notas que había escrito, logró conciliar el sueño y descansó unas horas. A su edad, que rozaba los 65 años, ese rato de siesta era algo que necesitaba cumplir todos los días.

A media tarde, salió al jardín de su casa a dar de comer al perro. Había empezado a caer una fina lluvia, de modo que Fréderic Aneau se sentó en el porche. Allí acurrucado en una hamaca le volvió a la mente el artículo sobre tatuajes que había leído por la mañana. Un nuevo malestar agudizado por los achaques de la edad volvieron a turbarle el ánimo y el cuerpo. Aneau estaba asustado. Pero había algo en el viejo investigador que le provocaba fascinación por esas imágenes siniestras. Había llegado a una edad en la que sabía todo sobre símbolos, pero la inquietud por conocer y penetrar en los misterios humanos no había quedado saciada. Ese día en que el Ayuntamiento iba a homenajearle ponía en cierto modo el punto final a su trayectoria profesional; sin embargo, su afán intelectual rejuvenecía con nuevo brío en su interior, como si algo le hubiese faltado por descubrir, como si quisiese de algún modo ir hasta el final del misterio por el que había merodeado durante toda su vida., como si de algún modo quisiese llevar hasta el final un sacrificio ritual, una simbiosis con los símbolos en sí, y fundirse y morir con el misterio, convertirse él mismo en misterio, abrazarlo y paladearlo en su profundo secreto. Pero en esta ocasión ninguna imagen asomó por su cabeza y la lluvia dejó de arreciar.

Por la noche Fréderic Aneau y su esposa asistieron al banquete y homenaje que la ciudad de Grenoble había preparado en honor del afamado erudito. Hubo multitud de asistentes en la cena que precedió a los discursos: personalidades de la cultura, la política, el arte y de las profesiones liberales de la ciudad. El alcalde entregó una placa conmemorativa al homenajeado, que agradeció con un breve speech la gentileza que el Ayuntamiento había tenido para con su persona. En una línea emotiva agradeció el largo y fiel amor de su esposa, pero hubo un silencio y un chirrido de los micrófonos cuando el doctor Fréderic Aneau anunció que abandonaba el cargo de director al que había consagrado su vida. En ese momento, por la cabeza del viejo investigador volvió a pasar la cruel y tenebrosa imagen que le había sobresaltado por la mañana en el café de la pequeña ciudad donde residía. Esta vez, el señor Aneau no pudo resistir el relámpago negruzco de esa visión inquietante y en un gesto brusco y torpe giró la mirada hacia la primera persona que vio, un señor trajeado de noche que cenaba y escuchaba los parlamentos junto a su esposa en una de las mesas del recinto donde se celebraba el homenaje. Con esa mirada, el erudito investigador estampó la imagen tenebrosa en la mejilla del señor trajeado. Pero sólo él podía verla, pues nadie pareció extrañado y la mujer besaba y abrazaba a su marido tranquila y cariñosamente. Fréderic Aneau carraspeó apuradamente, hizo una pausa en su discurso, y mientras la gente se arremolinaba nuevamente en sus asientos, se volvió a colocar las gafas y siguió leyendo, con la voz temblorosa y el miedo disimulado en el cuerpo, las notas que tenía preparadas para la ocasión.

Al finalizar los discursos y agradecimientos, las placas y los aplausos, los apretones de mano y los cumplimientos, Fréderic Aneau se encontraba exhausto. Sin embargo, una duda crecía y crecía en su interior y le agujereaba el estómago. Escudriñó con interés las múltiples gentes que habían asistido a la cena cuando éstas pasaron a despedirse del homenajeado, y cuando el señor trajeado al que había mirado fugazmente en el instante en que la imagen siniestra había acudido a su mente lo saludó, Aneau dio un respingo y tembló como un niño.

-¿Se encuentra bien, señor? Ha estado a punto de caerse- le preguntaron el matrimonio y el alcalde al unísono, preocupados por la lívida cara que había puesto el erudito y por su conato de desmayo.

Aneau pidió disculpas y comentó que había sido un ligero mareo producto del cansancio acumulado durante la velada. A su edad eso se notaba. Con un gesto que quiso ser humorístico pero pareció más bien torpe y tímido, quitó hierro a su leve desvanecimiento. Recuperado, no podía sin embargo desviar la mirada del rostro del señor trajeado, en la que por fin pudo vislumbrar con horrorosa claridad la imagen que le había turbado durante toda la jornada. Era una especie de tatuaje que simbolizaba el caos, un grabado de Michel de Marolles fechado en París en 1655 según pudo colegir cuando su inmenso conocimiento de la simbología acudió a su memoria:

(ilustración)

Aquella noche Fréderic Aneau no pudo dormir. Junto a su esposa, acabó de leer en la cama la revista que había adquirido por la mañana. Con un interés renovado, pero con temor, volvió al artículo sobre tatuajes. Se preguntó, una vez que su esposa apagó la luz, al calor de la almohada y tras los besos de buenas noches, qué significado tenían los tatuajes dentro del campo de los símbolos. A lo largo de la noche insomne fue reflexionando y dando vueltas en la cama, sin molestar empero a su mujer, sobre esos símbolos incrustados en la piel humana. Eran símbolos que pretendían acorazar a los seres humanos frente a los peligros de la vida, y darles fuerza en sus empresas, o distinguir ciertas jerarquías, o indicar la pasión a la que el portador del tatuaje se entregaba. Decidió, mientras se levantaba para dirigirse a la cocina a beber un vaso de agua y tomarse otra aspirina, dedicar los últimos años de su vida a la investigación de esos iconos de piel humana, que como un fuego candente marcan la vida del cuerpo de quien los lleva.

De las imágenes que habían perturbado sus ojos durante la jornada anterior nada comentó a su mujer. No había motivo alguno para alarmarse más de la cuenta; durante su trayectoria profesional el señor Fréderic Aneau había tenido algunos ataques similares, productos del cansancio acumulado por tan extenuantes investigaciones. Largas veladas de insomnio habían causado en los ojos del director del Departamento ciertos trastornos, que de tanto en tanto regresaban con molesta intensidad. Sin embargo, una imagen de tan mal augurio como la de aquel día no la había padecido nunca, y el hecho de que aquella imagen se imprimiera en forma de tatuaje en la piel de un ciudadano anónimo suponía una novedad amenazante. Tal vez, los largos años de estudio habían acabado por transformar su mente en una especie de imán de la imaginación impersonal, antigua e inmemorial que desde los tiempos remotos surca el cielo al que dirigen su mirada los hombres. O sea, ¿no era posible, se preguntaba el profesor Aneau, e incluso científicamente comprobable, que todas las imágenes que se han soñado desde la edad de las cavernas sigan pululando invisibles e inaprehensibles por el aire que respiran los hombres? A esa hipótesis se aferraba ahora con toda su menguada energía el viejo Aneau. Algo le había herido la mirada hasta lo más profundo de su visión la jornada anterior y no estaba dispuesto a dejarse vencer.

A la mañana siguiente, mientras desayunaba junto a su fiel esposa, el viejo Aneau le preguntó si conocía al matrimonio frente al que había estado a punto de desvanecerse la noche anterior. Como no era el caso, el viejo siguió desayunando tranquilamente, aunque fatigado por la penosa noche que había sufrido. Más tarde, decidió, como tenía previsto, acudir a la biblioteca de Grenoble para cerciorarse de los datos de la imagen del caos que había visto horrorosamente estampada en la mejilla de aquel desconocido personaje. Para ello fue caminando hasta la estación de tren, y cogió el primero que pasaba en dirección a Grenoble tras hacerse con el billete correspondiente.

Antes de subirse al tren, Aneau sufrió un nuevo acceso de mareo, que le hizo trastabillar levemente. Afortunadamente había traído consigo el bastón que sus hijos le habían regalado por su 60º cumpleaños, un duro palo de roble fabricado en Inglaterra en el que se apoyó durante unos segundos. Recobrados el aliento y el equilibrio Aneau subió al vagón del tren y se sentó en una de las butacas, frente a una señora que cosía un pequeño jersey con minucioso denuedo. El tren se puso en marcha y empezó a avanzar. Cuando Aneau quiso deshacerse del abrigo que llevaba, un relampagueo hiriente cruzó por su cabeza con brillante fulgor. Aneau apartó la cabeza ante la indiferencia de los pasajeros, pero nuevamente el resplandor acudió a él como si fuese movido por alguna intención hostil y sobrehumana. Esta vez Aneau intentó apartar la imagen con un torpe manotazo, de tal forma que la negra visión se desvió hacia el cuerpo de la vieja señora que cosía en frente suyo. Con un sonido seco que al parecer sólo Aneau pudo sentir, la imagen quedó grabada en la piel de la mano izquierda de la señora. Profundamente angustiado, Aneau captó con horror, en un segundo de pánico, el tatuaje sólo visible para él que ahora lucía la señora que cosía. Se trataba de varias figuras de seres anormales, de los que había leído algo en un viejo diccionario de símbolos.

(ilustración)

La señora que cosía, ajena a los misterios que la envolvían en aquellos instantes, sonrió amablemente al viejo erudito y le preguntó:

-¿Se encuentra usted bien?.

Atónito, Aneau aguantó el tipo como pudo durante el trayecto a Grenoble. El tatuaje desapareció paulatinamente de la mano izquierda de la vieja señora y así todo pareció volver a la normalidad. Aneau disimulaba como podía su evidente preocupación y se distrajo observando ciegamente el paisaje que se veía desde la ventana del tren. Una vez en Grenoble, Aneau recogió sus enseres y se dirigió con paso cansino a la biblioteca. Rápidamente se hizo con el diccionario de símbolos que antes había recordado y leyó lo que en él se decía de las imágenes que habían perturbado su bienestar en las últimas 24 horas.

“Los seres anormales y mutilados, como también los dementes, eran considerados en las culturas antiguas como dotados de poderes extraordinarios, tal como los chamanes de los pueblos primitivos. (...) Para el pensamiento mágicorreligioso sucede al revés: la mutilación, la anormalidad, el destino trágico, constituyen el pago –y el signo- de la excelencia en ciertas dotes, especialmente de la facultad profética”.

Sobre el caos, Aneau, que pudo verificar efectivamente que la visión de la noche anterior correspondía al grabado de Michel de Marolles de 1655, leyó lo siguiente:

“La doctrina de la realidad considera el caos como un estado inicial ciegamente impulsado hacia un nuevo orden de fenómenos y de significaciones. Blavatsky se pregunta: `¿Qué es el caos primordial sino el éter conteniendo en sí mismo todas las formas y todos los seres, todos los gérmenes de la creación universal?´.

Aneau se quitó las pequeñas gafas de lectura y en un ademán de profunda perplejidad se llevó las manos a la cabeza. Caos, seres anormales: su vieja teoría de la existencia de una imaginación aérea, antigua e impersonal se hacía realidad en imágenes ominosas que acudían con no se sabe qué fin a su mente. ¿El origen del mundo? ¿La justificación de su propia hipótesis, de la que apenas había hecho mención a sus colegas y sobre la que nada había escrito, salvo notas escondidas en el cajón secreto de su despacho familiar? ¿Y qué significaban los tatuajes sobre seres anormales? ¿Indicaban que él, el doctor Aneau, era uno de ellos, dotado de un poder desconocido para captar esa imaginación volátil y perdida que deambulaba por los cielos, invisible para el resto de los mortales, desde los más remotos tiempos? ¿Era Aneau capaz de ver, para su propio horror e inquietud, una imagen soñada por un cavernícola de las cuevas de Lascaux? Tal vez su inmanejable poder de convertir esas imágenes en tatuajes expresaba una nostalgia inédita e irrecuperable por esa imaginación acumulada a lo largo de la historia de los hombres. Aneau sonrió por un momento, cuando descendió del limbo de sus cavilaciones, y le agradó la idea de que cupiese la posibilidad de que todos los hombres y las mujeres llevaran estampados en sus cuerpos, como tatuajes mortalmente grabados en su piel, las ensoñaciones que habían creado las largas noches oscuras de la humanidad.

A mediodía Fréderic Aneau acudió al restaurante donde solía comer todos los días. Pidió al camarero una sopa de marisco, un filete de cerdo y pan y vino. De postre, se comió una manzana. Mientras pelaba la fruta verde del paraíso bíblico, Aneau se fijó en un joven que concentradamente repasaba unos apuntes. Por su aspecto y su recogido aislamiento debía de ser un estudiante de la universidad. Aneau sonrió para sus adentros como un bobo, recordando sus años de estudio en París. Allí empezó a germinar su pasión por la simbología. En aquellos días solía recorrer las callejuelas del Barrio Latino y frecuentar sus recoletas librerías. ¡Ay, cuánto tiempo hacía de aquello! Ahora, sentado en un restaurante de Grenoble, comiendo una manzana verde, en un mediodía azul y claro de noviembre, Aneau se sentía viejo: todos los años acumulados de trabajo, en los que había escudriñado libros y símbolos, estudiado materias tan diversas como papirología o psicoanálisis, empezaban a causarle estragos en la vista y el cuerpo. Demasiado conocimiento y demasiada lucidez, pensaba Aneau, eran las responsables de las imágenes perturbadoras que le habían sobresaltado el día anterior. Ahora, sentado apaciblemente en la mesa del restaurante, Aneau sólo quería pensar en el trabajo realizado, en los honores conseguidos y en su esposa y su pequeña casa adosada y su jardín.

Pero cuando se giró para pedirle la cuenta al camarero Aneau sufrió un nuevo acceso de desmayo. Esta vez, la imagen tenebrosa sobrevoló su cabeza como un pájaro negro de ojos afiebrados y se posó en su hombro derecho. ¡Horror! Durante unos segundos eternos la imagen continuó revoloteando por encima del viejo erudito, emitiendo sonidos extraños y agudos chillidos de terror. Sólo Aneau parecía darse cuenta de lo que sucedía, pues nadie en el restaurante hizo el menor gesto de atención hacia su persona o hacia la danza negra que sobrevolaba su cabeza, y el camarero sonreía amablemente ante la petición del profesor. Aneau siguió luchando contra ese ataque visual y con un gesto brusco y repentino desvió la pesadilla que le picoteaba el cerebro hacia la esquina de la sala, justo donde se encontraba el estudiante, en cuyo brazo derecho se fijó e inmovilizó la imagen pavorosa: una vieja xilografía onírica del siglo XVI, que reconoció al instante:

(ilustración)

Por un momento, Fréderic Aneau recuperó el aliento y pudo sacar el dinero de su cartera, con el que pagó nerviosamente la cuenta del restaurante. Estaba atenazado por el ciego miedo que había sentido frente al revoloteo horripilante de la figura alegórica. El camarero le preguntó con solícita curiosidad:

-¿Le ocurre algo señor Aneau?

Aneau hizo un ademán negativo con la cabeza y, cabizbajo y preocupado, salió del establecimiento. Se encaminó hacia el parque, donde se sentó en uno de sus bancos de madera a descansar. ¿Qué le estaba sucediendo? Ahora se sentía verdaderamente preocupado. Era la tercera imagen que le atacaba y esta vez se había sentido realmente al borde de la pérdida de conocimiento. Ya no se trataba sólo de que él fuera la única persona que veía sobrevolar como negros augurios esas imágenes del caos, de los sueños, de seres anormales, y quién sabe qué por venir, sino que esas imágenes parecían venir a decirle que su vieja hipótesis sobre la imaginación inmemorial de los hombres era cierta, y que de algún modo Aneau había hecho mal al no investigarla hasta el fondo. Era eso lo que ahora sentía Aneau, como una íntima e inexpresable comprensión de los acontecimientos, culpable y negativa, o sea, el hecho de que aquellas imágenes antiguas venían ahora a vengarse del olvido a que el talento del viejo investigador las había sometido. Ese imaginario perdido y volatilizado, que la intuición juvenil del profesor Aneau podría haber rescatado y no rescató del abismo de la ignorancia humana, regresaba ahora a él con odio y resentimiento para comunicarle poco a poco, como las gotas que caen de una fuente seca y vacía, su próxima muerte.

Esa tarde Fréderic Aneau acudió a la reunión semanal que los miembros del centro de estudios culturales de Grenoble celebraban en un edifico neoclásico del centro de la ciudad. Su aspecto había ido empeorando en las últimas horas, pero nadie prestó demasiada atención a las ojeras del profesor, habida cuenta que la noche anterior había recibido un homenaje en un acto multitudinario. Todo iba bien, según constataban los miembros del centro de estudios. Pero en el fondo del alma, el señor Aneau tenía clavada una espina que como una sierra mecánica le hendía el corazón con secos y dolorosos susurros. Era sobre todo en la mirada donde el viejo erudito había perdido la perspectiva de la normalidad; la realidad ya no era interpretada por él del mismo modo que los demás miembros del centro, y eso a pesar de que éstos constituían como él una excepción dentro de la sociedad, un conciliábulo que durante años había estado en contacto con antiguos secretos de la humanidad. Más cerca de la alquimia que de la cotidianidad, los miembos del centro formaban un conjunto de seres estrafalarios, bien vestidos, pero de ideas grotescas para el resto de los mortales. Entre ellos, Aneau sobresalía por su ponderación y su seriedad, y presidía la reunión como el miembro más maduro y responsable del grupo.

Sin embargo, cuando empezó a leer en voz alta los puntos del día de la reunión, un murmullo interior y sibilino le recorrió todo el cuerpo. Aneau disimulaba como podía las gotas de sudor que le perlaban la frente y el dorso del cuerpo, y que empapaban como un trapo mojado su elegante camisa verde. Refunfuñando, se sacó un pañuelo del pantalón, lo que fue entendido como un gesto de salud por el resto de los reunidos. Pero a continuación Aneau tuvo una indisposición repentina, y abandonando la sala se dirigió a los lavabos. Allí se lavó la cara y se tomó otra aspirina. Al mirarse en el espejo, empero, vio cómo en él una serie de líneas grises comenzaban a juntarse elaborando una figura que la perspicacia de Aneau reconoció en seguida como el grabado alquímico llamado de Quinta essentia, de Leonnart Thurneisser, del siglo XVII:

(ilustración)

La imagen representaba una fúnebre sesión de tortura que según la mentalidad arcaica no constituía un castigo o un escarmiento, sino una purificación y un estímulo. ¿Pero qué podían querer decir esos azotes que ahora rmismo Fréderic Aneau miraba con espanto grabados en el espejo del retrete del destartalado centro de estudios culturales? ¿Acaso eran una señal que intentaba acicatear al viejo erudito a emprender finalmente la investigación de esa hipótesis sobre el imaginario inmemorial que había tenido en su juventud, y del que los dioses más antiguos no eran más que una pálida continuación? Estas cuestiones le asaltaron como dardos punzantes al señor Aneau, mientras, con ojos fuera de órbita, seguía con la vista clavada en la hermosa y terrible figura de los Azotes.

Una fuerte discusión proveniente de la sala de reuniones despertó a Aneau de su angustiosa ensoñación. Todavía absorto salió tambaleando del lavabo y se dirigió hacia la sala. Cuando entró, en su rostro tenía dibujado la figura mencionada, en la que una calavera azota con una rama de espinos lo que parece ser un dragón retorcido en convulsiones. Aneau observó al secretario de la corporación; como un haz invisible la imagen fue a posarse velozmente en la mano derecha de éste. Allí quedó tatuada. La discusión se apagó cuando Aneau se sentó lentamente en su silla, y hacia él giraron todos sus caras crispadas. Ahora el profesor no era más que un espectro, un andrajo, un insignificante ser que ante el estupor de sus colegas pidió permiso para marcharse.

-No tiene usted muy buena pinta, director- le espetó el secretario, pero Aneau ni siquiera pudo contestarle cuando volvió a ver en su mano derecha la mareante imagen de los azotes de Thurneisser.

Fréderic Aneau salió del edificio. ¿Por qué se posaban esas imágenes en la piel de las personas a las que dirigía la mirada tras ser atacado por una de esas alegorías antiguas? ¿Acaso querían las imágenes volver a su seno, a los hombres que las crearon, grabándose como tatuajes imperecederos y poderosos en la piel de éstos? Una ola de preguntas semejantes invadía el cerebro chispeante del profesor Aneau, pero el cansancio y los nervios le imposibilitan reflexionar serenamente acerca de una posible respuesta. Cuando el gélido frío de la tarde otoñal de la ciudad le rasgó la cara y le despejó un poco la frente, Aneau decidió volver a casa y encerrarse durante toda la noche para revisar los papeles que tenía escritos sobre la cuestión.

Al llegar a casa, tras un reparador viaje de regreso en tren en el que había podido dormir un poco, Aneau se tumbó en el sofá y se desabrochó ágilmente la corbata. Llamó a su esposa, que en esos momentos debía de estar preparando la cena en la cocina o haciendo alguna de las tareas del hogar en el segundo piso de la pequeña casa adosada. Aneau se levantó, entró en la cocina, no vio a nadie, se sirvió un vaso de agua, cogió la comida para el perro y salió al jardín. La noche era clara y fresca, y una luna redonda y blanca brillaba en lo alto de las estrellas que adornaban el cielo. El viejo profesor dio de comer al perro y respiró profundamente el aire libre de aquella noche. Por un momento, olvidó todo lo sucedido en las últimas horas y pensó en las próximas vacaciones en Roma que había prometido realizar junto a su mujer. Pero la tranquilidad le duró poco. Cuando volvió a entrar en la cocina para sentarse en el sofá del comedor, una nube de imágenes grisácea le alentó fríamente en la nuca. Aneau se giró asustado y también harto, pero al ver la figura que aquel extraño vapor iba formando quedó paralizado de horror. Era una alegoría de la lamia, personaje femenino mítico, célebre por su belleza: una hembra transformada en fiera por su crueldad, semejante a una sirena que habita junto a dragones en cuevas y desiertos. Aneau había visto un grabado inglés de 1658 representando a la lamia, y la fantasmal y atroz imagen de la reina-fiera que ahora vagaba sobre el vacío enfrente de sus espantados ojos se le parecía con enorme y terrible exactitud.

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Aneau no supo qué hacer hasta que su esposa acudió alarmada por sus gemidos. En ese instante volvió a girarse en dirección al comedor y cuando miró en el bello rostro de su mujer no pudo por menos que volver a imprimir esa imagen que le perseguía en la cara de su fiel amante. Para su horror y su vergüenza, el viejo profesor veía ahora la figura de la lamia cruel tatuada visiblemente en la cara de su mujer. Aneau restó importancia a lo acontecido, achacando sus gemidos a la edad y al revoltoso perro al que acababa de dar de comer. Pero en su interior presintió esta vez el principio del fin. Ya no era una persona anónima la que había tatuado con las imágenes remotas que tenía el poder secreto e incomprensible de atraer, sino su propia esposa, su mujer. Por mor de grotesca, la situación era insostenible, pues Aneau no sabía hasta dónde podía llegar su magnetismo fantástico, ni qué consecuencias tendrían esos tatuajes, ni cuándo se acabaría ni cómo todo aquello. Aneau sintió que su mente se desvanecía y aguantó, aguantó firmemente el íntimo temblor que le anunciaba nuevas sacudidas y nuevas imágenes invasoras, otros ataques usurpadores de la perdida y gimiente imaginación etérea de la que en su juventud había tenido una intuición genial pero que nunca se había atrevido a investigar. Abrazado a su esposa, lloró desconsoladamente, cansado y triste, mientras afuera un fuerte relámpago rugió con inusitada furia, anunciando rayos y tormenta para una noche repleta de oscuros y desconocidos presagios.

La señora cerró con cuidado las ventanas de la casa. Después cenaron en silencio, mientras en los alféizares se oía repiquetear con fuerza la inmensa lluvia que caía sobre la ciudad. Aneau procuraba no mirar en el rostro de su mujer, ahora tatuado con la alegoría de la lamia. Los vecinos también cenaban y todo estaba aparentemente tranquilo, pero la mente del señor Aneau hervía a punto de estallar como un volcán. Callado, el viejo profesor seguía cenando, acariciando de vez en cuando a su mujer, que le sonreía y le devolvía los mimos, pero tras sus viejas y usadas gafas escondía una mirada extraviada, una mirada que ya no sabía adonde mirar, una mirada quemada y cegada por la luz, unos ojos más grandes y más abiertos, cuya visión era más real que la aparente realidad. La situación era tanto más grotesca cuanto más preligrosa, por imprevisible, por incontrolable y por inesperada. El matrimonio Aneau dejó de cenar y se sentó abrazado en el sofá a ver una serie documental en la televisión. El viejo profesor abandonó definitivamente la pretensión de revisar esa noche los papeles que tenía guardados en el cajón de su despacho personal. Optó mejor por comentar lo que le sucedía a sus colegas del Departamento durante la mañana siguiente, esperando si no una solución a su problema al menos una mínima comprensión personal y cierto interés científico en el caso. La hora de dormir había llegado y el señor Aneau se encontraba realmente rendido.

Aquella noche Aneau, absolutamente horrorizado por la visión estampada en el rostro de su anciana mujer, leyó algo antes de acostarse. Mientras su esposa se duchaba en el lavabo contiguo al dormitorio ajena por completo al tatuaje que llevaba en la cara, Aneau reprimía el grito de horror que le subía a la garganta cada vez que su mujer le dirigía la palabra. Pensó con insulsa y pasajera felicidad en los colegas del centro de estudios culturales de Grenoble, a quienes mañana por la mañana haría partícipes del secreto que para su desdicha había descubierto. Con ese pensamiento esperanzado, pero interiormente angustiado, Aneau logró dormirse, abatido y derrotado.

A eso de las 3 de la madrugada un fuerte relámpago despertó al viejo profesor. La lluvia no había dejado de caer en forma de tormenta desde las nueve de la noche. Se oían algunas sirenas de coches de bomberos rondando a lo lejos. Aneau puso los pies sobre la moqueta de la habitación, estiró su agarrotado cuerpo, se calzó las zapatillas y entró en el lavabo, donde se refrescó la cara con evidente intranquilidad. Después suspiró.

Al levantar la cabeza, nuevamente en el espejo, vio cómo otra terrible imagen traspasaba sus adormecidos ojos, una imagen nítida y hostil que representaba la figura del Ahorcado, Le Pendu del Arcano del Tarot de Marsella, según pudo reconocer:

(ilustración)

Esta vez Aneau pudo pensar fríamente durante unos segundos. No quería endosarle un nuevo tatuaje a su mujer, de modo que dejó volar la imagen del ahorcado durante un momento por el espejo, se abrió la camisa del pijama y agachando la cabeza clavó la mirada fijamente en su pecho. Ahí quedó marcada con ardor punzante la figura de Le Pendu, mientras el profesor temblaba.

Aneau se apresuró chocando contra las paredes hacia la habitación de su despacho, donde abrió el diccionario de símbolos a la luz de una vieja y encorvada lámpara: “Profundo y complejo simbolismo tiene esta figura, que concretamente corresponde al Tarot como arcano duodécimo (...). Toda suspensión en el espacio participa, pues, de este aislamiento místico, sin duda relacionado con la idea de levitación y la de vuelo onírico”. Aneau cerró, más sereno tras leer estas líneas, su manoseado diccionario de símbolos. Caos, anormalidad, azotes, sueños, el mito de la lamia y ahora el ahorcado: piezas grotescas de un puzzle acaso infinito, cuyo significado desconocía. Aneau se levantó desgarbadamente de la silla, y bajó al comedor a servirse un té caliente. Del pequeño estuche de tabaco que reposaba sobre la mesa principal cogió la pipa y la encendió. Después se acomodó en el sofá, con el tatuaje del ahorcado impreso en el pecho, recordando contra su voluntad, una y otra vez, las terribles imágenes del caos y de los seres deformes y de los sueños y de los azotes que había visto en las últimas horas.

Un horrible y asfixiante peso le oprimía los hombros. Pensó en su pobre mujer, en cuyo rostro había quedado tatuada la figura mágica y amenazante de la lamia. Bajo los pies de Aneau se abría ahora un abismo de misterio inconcebible, un torbellino de confusión cuyas consecuencias apenas podía adivinar. Nada era lo que parecía, y tras lo aparente asomaba como una sombra alargada y temible otra realidad, sagrada y primordial, insoportable.

Al fin, a las 4 de la madrugada, tras acabarse la pipa y beber unos sorbos del té caliente que se había servido, Aneau logró cerrar los ojos, heridos de muerte por las visiones que tenían el desgraciado poder de captar, y se durmió.

A eso de las 10 de la mañana el sol de noviembre resplandecía con sus últimos rayos de calor en el pequeño jardín de la casa del matrimonio Aneau. Los ladridos del perro hambriento y aún aterido de frío por la tormenta de la noche anterior despertaron a la señora del viejo profesor cuando dormía plácidamente acurrucada en la cama. El repartidor de la leche pasó por la calle vecinal y fue dejando casa por casa los pedidos anotados en su libreta. A lo lejos, un grupo de chicos retozaba en el patio de una escuela. Una sirena de policía rasgó el aire límpido y claro de la ciudad. La señora Aneau descendió por las escaleras con paso dormido y llegó al comedor. En ese momento un zarpazo de lucidez la sobresaltó: su marido yacía tumbado en la alfombra con la boca abierta, inconsciente, con la lengua fuera y los brazos extendidos e inertes. La mujer corrió en su ayuda y se arrodilló frente al cuerpo de su marido, pero cuando quiso reanimarlo exhaló un tremebundo grito de pánico, asco y dolor, pues en el viejo y arrugado rostro de Fréderic Aneau, marcado visiblemente con sangre y tinta, vio con horror el siguiente tatuaje.

Fréderic Aneau yacía muerto en la alfombra del comedor del pequeño adosado donde había vivido junto a su mujer durante los últimos 10 años. La mujer rompió a llorar, asustada y perpleja, y se dejó caer de bruces sobre el blando e inmóvil cuerpo de su marido. En el jardín el perro volvió a ladrar.

Nadie supo esclarecer la causa del fallecimiento del viejo profesor. Los colegas del centro de Grenoble identificaron por la tarde el tatuaje: se trataba de la obra de Robert Fludd Utriusque cosmi historia, fechada en 1617. Maravillados por semejante acontecimiento, no supieron empero aclarar el raro misterio que lo envolvía. Días después, Fréderic Aneau fue enterrado con los máximos honores en el cementerio de Grenoble, y a petición de la familia nada se comentó públicamente sobre las circunstancias de su muerte, y menos todavía sobre el extraño tatuaje que pálidamente seguía marcando la cara del investigador bajo su tumba.

Aquí acaba la historia del hombre que veía tatuajes en los cuerpos. La visita del último tatuaje, del más terrible y del más transparente, había resultado mortal para Fréderic Aneau. Al profesor le había llevado demasiado lejos su tentadora intuición sobre la existencia de una imaginación primordial y etérea. Allí donde la fantasía se identifica peligrosamente con la realidad, Fréderic Aneau quedó deslumbrado de muerte. Quizá la humanidad ha permanecido durante demasiado tiempo ciega ante su imaginario inmemorial, y cuando un hombre, por no se sabe bien qué circunstancias, empieza a vislumbrarlo, no puede o no sabe medir la distancia entre la fantasía y lo que no lo es. Identificado él mismo con esa misma ensoñación, en este caso la más antigua y la más buscada, la de la Luz, Fréderic Aneau quedó cegado ante el resplandor omnipotente de una fuerza inhumana, identificada ella misma con el olvido culpable del poder de soñar y con la falsa ilusión de realidad.

(ilustración)


6 comentarios

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Doctora x -

Hola! que tal? eres el mejor profesor y eres un buen tio! :) ya me he leido el hombre q fue jueves esta muy bien. Hasta el lunes

El crak tibiano -

Ie! q tal Ximo? esta bien esa historia del hombre este, te qeda mejor la barba hombre! o dejate perilla jajaja.
www.amitibia.com hay ai fotos del tibia y veras q esta muy bien y te viciaras aunq digas q no tienes tiempo.
GORA XIMO!
jajajajajjaaja :P :)
weno ya nos veremos en classe adios

procopio -

es un cuento en el que utilicé el "Diccionario de símbolos" de Juan Eduardo Cirlot. Faltaría añadir las ilustraciones. Otra vez será. Podéis buscarlas si lo tenéis, los nombres de las ilustraciones son entradas de ese diccionario.