Bosquejo de un partido de béisbol
Cuando encendí el televisor el partido ya había empezado. Los Giants de San Francisco, de la Liga Nacional, franquicia heredera de los viejos Giants de Nueva York, ganaban por 2 carreras a 0 a los Royals de Kansas City, de la LIga Americana, campeones de las Series Mundiales en 1985. Fue el primer partido de béisbol que he visto en mi vida. Como si de leer las Investigaciones filosóficas de Wittgenstein se tratara, ese libro donde el filósofo austríaco nos habla de las reglas del juego que es el lenguaje, avancé durante las siguientes dos horas bosquejando lo que iba ocurriendo sin entender demasiado, pero lo suficiente para que en un momento dado un batazo formidable de un jugador de los Giants supusiera poner el 5-0 con el que el partido acabó. Y es que desconozco profundamente el juego del béisbol, al que siempre me he acercado no obstante con la mirada más infantil posible, pues el béisbol me parece un juego típico de niños, el típico juego de niños que un día deciden pasar a la acción y divertirse con un palo y una pelota.
El ambiente en San Francisco era formidable. Se trataba del Juego 5, como dicen los latinoamericanos, en este juego tan latinoamericano, por otra parte. Venezolanos, dominicanos, desde 1970 se han repetido varios MVPs con apellidos castellanos. Solo recientemente hubo uno japonés, del mítico equipo de los Yankees de Nueva York. Los estadios de béisbol no suelen sobrepasar los 50.000 espectadores, a diferencia del fútbol americano. Son por tanto pequeño y recoletos, en los que se dibuja el célebre diamante donde ocurre casi toda la acción deportiva. Tampoco el béisbol puede superar la audiencia televisiva de una Superbowl ni los contratos millonarios de la NBA. Y aun así, el béisbol es la esencia de América deportivamente hablando. Un juego derivado del cricket del que ya hay registros en los años 50 del siglo XIX y que se fue popularizando durante y después de la Guerra Civil Americana. Entonces era conocido como New York Game, o eso nos dicen las enciclopedias.
Recuerdo una película de cuyo nombre no puedo sin embargo acordarme. El béisbol es en Estados Unidos lo que el fútbol en Europa, no solo un deporte de masas sino un tema de conversación, quizá el tema de conversación social más socorrido que exista. Sí, el béisbol es la crema de cacahuete del deporte americano. Porque el béisbol no son solo las Series Mundiales y el profesionalismo. A diferencia de los otros deportes, no hay ligas universitarias, sino multitud de divisiones nacionales, regionales, locales, como en el fútbol en Europa. En la película mencionada, Kevin Costner es un buen jugador de segunda división que al final seduce a Susan Sarandon, profesora de inglés y novia temporal de un joven Tim Robbins, al que le lee poemas de Walt Whitman mientras hacen el amor. La película está bien, y retrata fielmente todo ese mundillo semiprofesional del béisbol de segunda o tercera categoría por el que el mismísimo Michael Jordan dejó el baloncesto. Como tiene que ser el béisbol en Estados Unidos para que algo así se produjera. Es un consuelo para un fracasado como yo saber, por cierto, que el sueño de Mike Jordan no era ganar anillos de la NBA, sino triunfar como jugador de béisbol profesional, cosa que uno de los mejores deportistas de todos los tiempos nunca pudo conseguir.
En fin, el béisbol, el bate, la pelota, el guante de lanzador, el guante grande, la gorra, todo lo que no puede faltar en una casa americana, y que por cierto tampoco faltó en mi casa americanizada por mi hermano Loren E. Dieu, ese chico californiano que pasó nueve meses en casa allá por el curso 1984-85. Conociendo todo esto, no me extrañó lo más mínimo que se interrumpiera el partido, nada menos que el quinto partido del Clásico de Otoño de 2014, para que el estadio en pie cantara el God bless America, esa canción que cantan en otra película maravillosa y tan americana como El cazador. No entendía apenas nada de la letra del partido pero desde luego la música me sonaba y mucho. Aguanté y disfruté como un enano.
Como ya he dicho, San Francisco Giants ganó 5-0 a Kansas City Royals y se puso 3-2 en la finalísima de las ligas mayores de béisbol al mejor de siete partidos. Ahora la pelota está en el tejado de los Reales de Kansas City, donde se jugará el sexto partido y, si es necesario, también el séptimo. Kansas estará que arde, porque no recuerdo ahora mismo ningún gran triunfo de sus equipos en las grandes ligas americanas. La oportunidad es única y es de aquellas que se presentan cada treinta años. Bueno, al menos se presentan cada tiempo, porque en España es totalmente impensable no ya que el Elche por ejemplo ganase la Liga española sino que juagse la final de la misma Liga de Campeones. En Estados Unidos es diferente y hay, en contra de la fama de país cruel con los pobres, más igualdad de oportunidades. No haría falta ser rawlsiano para asumirlo y trasladar el sistema a esa Europa que se vanagloria de su justicia social. Aquí, desde que el Nottingham Forest ganó la Copa de Europa, no ha pasado nada extraordinario, salvo quizá las semifinales del Villarreal de hace unos años.
Aun así, en el béisbol también hay hegemonías históricas estrepitosas, como la de New York Yankees, de la Liga Americana, que ganaron 27 títulos desde 1903 de la mano de leyendas como Babe Ruth (fabuloso biopic que echaron sobre su vida y obra por Antena3 hace ya varios años), Joe DiMaggio (que se casó con la divina Marylin Monroe) y otros más recientes (eso sí, en los reaganianos años ochenta 0 títulos) . Con 11 títulos les sigue Saint Louis Cardinals, el mejor equipo histórico de la Liga Nacional. Otros equipos míticos son Boston Red Sox (nada menos que el economista Milton Friedman habla en su libro Libertad de elegir del traspaso de Babe Ruth de los Red Sox a los Yankees) o Los Angeles Dodgers (antiguamente, en Brooklyn). Y los Gigantes de San Francisco, que de ganar esta noche o el séptimo partido de las Series Mundiales de 2014 se irían a los 8 títulos.
Pero mi equipo, mi gorra, verde y amarilla, será siempre la de los Oakland Athletics, los A´s, aquella misma que llevaba siempre puesta el personaje barbudo de la serie Autopista hacia el cielo. Fue un regalo de mi hermano Loren y desgraciadamente la perdí en uno de mis traslados de domicilio. Hasta tenía un autógrafo que conseguí del ciclista español Óscar Sevilla una vez que la Vuelta acabó en Castellón. Con aquella maravillosa gorra íbamos mi amigo Xavi Montserrat y yo a jugar al béisbol a la playa los días grises de verano en los que el mar estaba embravecido y no había nadie a quien molestar con nuestros golpes con el bate o nuestros pases de pelota con el guante. A veces cogíamos la bola grande de softball, el béisbol femenino, para jugar, porque, francamente, no lo hacíamos demasiado bien y con aquella pelota grande era más fácil acertar a golpear. Soñar que conseguíamos un homerun (un jonrón, como decía un exlaumno mío cubano) e impulsábamos una carrera completa, ¿es así? Eso era suficiente para sentirnos como en casa, gracias a ese extraño deporte que sigue siendo para mí el ininteligible pero a la vez familiarísimo béisbol.
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