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procopio: café filosófico

El fantasma de Pelé

Ha empezado el Mundial.

Una vez leí, años después de haber escrito esto hace unos años, que Spinoza soñó en un brasileño, en un negro brasileño. Yo también. No sé si de la misma forma, ni tampoco muy bien por qué.

EL FANTASMA DE PELÉ

“Quizá hubo un segundo en que negó la inminencia y el tiempo fue marcado y se volvió indeciso, y en el que Szentkuthy vio claros la línea divisoria y el muro normalmente invisible que separan vida y muerte, el único `Aún no´y el único `Ya está´ que cuentan. A veces están en poder de las cosas más nimias, de unos dedos sin fuerza que se han cansado de buscar un bolsillo y tirar de una manga, o de la suela de una bota”.
“En el tiempo indeciso”, Javier Marías, "Cuentos de fútbol"

De la grata estirpe fantasmal existen dos gamas: una, la que acude oportunamente en nuestra ayuda exigiendo como contrapartida un mínimo esfuerzo por nuestra parte –así el fantasma del "Cuento de Navidad" de Dickens-, y otra, la que en las noches de febriles pesadillas nos resquebrajan la razón con miedos y zozobras –así en todos los monstruosos relatos de Lovecraft-. Los primeros, los fantasmas socorristas por llamarlos de alguna manera, tienen algo de héroes: en contra de la imaginería religiosa que asocia la bola encadenada con el castigo de sus culpas, desde una perspectiva moral atenta a la hazaña vital los fantasmas están condenados y encadenados a su naturaleza como los héroes lo están a su trágico destino. Por otra parte, que los fantasmas sean un poco fantasmas, es decir, que hagan fiel honor a la palabra que los designa no viene más que a corroborar un hecho irrefutable: contra los terribles y extraños monstruos de la muerte sólo alguien un poco fantasma para ser fantasma puede entablar combate de igual a igual... Los que en el mejor caso sólo somos meros fantasmillas o fantochetes nos tenemos que resignar a aprender de tales héroes de la vida; puede que entonces, junto a ellos, empecemos a luchar.

Explicaba Savater que cuando el insomnio nocturno lo martirizaba de miedo y horror solía recurrir en un último sueño no menos desesperado a los héroes literarios que había tenido la oportunidad de conocer: Tarzán llamando a los elefantes, Sandokán desafiando al mundo entero, King Kong intentando abrazar el mundo... De este modo, la fuerza de la vida volvía a instalarse en él y podía dormir tranquilo. Ya de mayor, el propio Savater, a propósito ahora de otros fantasmas esta vez cuadrúpedos y llamados caballos de carreras, llegó a escribir lo siguiente: “Pero yo sé lo que es la libertad (aunque a veces no acierte a explicarlo) gracias a que frecuento el hipódromo...”. Todos tenemos nuestro tesoro de vida y libertad, encontrar la isla y buscar el tesoro: esta es la cuestión realmente moral de quien ha elegido vivir. ¿Fantasmas, tesoros? A propósito de Lucrecio, quien en cuestiones de ciencia-ficción y apariciones espectrales tiene la última palabra, apuntaba Rosset la posibilidad de dividir a los hombres en dos categorías: “los débiles de espíritu, que creen en fantasmas, y los que, aún poseyendo gran fortaleza de espíritu, creen igualmente en los fantasmas”. Por lo que me concierne, en la travesía que emprendí hace veintitantos años he tenido la suerte de encontrar una de las joyas de mi vida y mi libertad, cuyo fulgor toma un cuerpo vagamente espectral, una figura suspendida en la eternidad del éter. Como habrán adivinado, estoy hablando del fútbol y más concretamente de un futbolista. Yo también padecí noches insomnes en las que, aterrorizado hasta la fascinación, me asaltaban imágenes terribles de bestias asesinas, cuerpos mutilados, caras malvadas e incluso desastres apocalípticos... tan exageradamente angustiosas, pero tan verdaderas, que ahora, desde la lejanía, me asustan lo suyo. He llegado a la schopenhauriana conclusión de que vivir, lo que se dice vivir, pasarlo auténticamente bien y auténticamente mal, sólo vivimos de pequeños: la vida adulta y todo lo que conduce a ella no es más que una mala imitación o un intento desesperado y a menudo patético por recuperar la infancia. Mis pesadillas infantiles fueron terriblemente ciertas y si no fuera por su sorprendente radicalidad me consideraría a mí mismo un mentiroso. Pero por suerte, en tal sudorosa tesitura, encontré a mi fantasma, a mi divinidad vigilante, alguien que sólo en mi fuero interno podía estar, algo inesperado. Recuerdo el horror y el último grito sordo de socorro. Apareció una figura que jugaba al fútbol, que hacía maravillas con el balón, que se reía. Sólo reclamaba valor. Era mi héroe: era Edson Arantes do Nascimiento, Pelé.

El fútbol o balompié ha tenido millones de seguidores ya desde Aristóteles, aunque por aquel entonces, según lo poco que sabemos, el juego era un pelín más bruto y podía acabar con la cabeza de alguien como pelota. Heródoto atribuye su invención a los licios. En Italia recibe el nombre de calcio porque las primeras noticias que se tienen de la práctica del deporte del pie y del balón se localizan en la antigua Calcis del sur de la península itálica. Bien es verdad sin embargo que el fútbol tal como lo conocemos hoy es una invención británica fechada a mediados del siglo pasado. Desde entonces las reglas del juego no han variado en esencia. Quizá haya sido en estos últimos años cuando el debate sobre la necesaria reforma del fútbol se ha hecho más acuciante; son muchos, demasiados, los millones que se mueven alrededor de un deporte que ha convertido la profesión de futbolista en un negocio del que todo el mundo quiere sacar pitanza. Las exageradas cantidades de dinero que cobran actualmente los jugadores, no obstante, molestan sobre todo a los socios de los clubs, quienes se indignan tontamente por algo que ellos mismos han contribuido a crear. Personalmente, mi relación con el fútbol ha sido de las que uno nunca llega a estar cansado, todo lo más relajado. Tampoco me une a él, al menos no prioritariamente, la posibilidad ya advertida por Pla de entablar conversación y promover relaciones sociales que procura la dimensión sociológica del deporte en general y del fútbol muy en particular. Aunque bienvenida sea dicha función, sin duda más pacífica que la de ir a hacer la guerra, por ejemplo, no es lo mismo enamorarse de una mujer que enamorarse de una muñeca hinchable. Sólo los sociólogos pueden llegar a apasionarse por las funciones, sobre todo sociales; también los funcionarios. Pero lo que me interesa, lo que yo quiero de verdad es carne al horno y no plástico al microondas. De tal naturaleza exclusiva es mi idilio con el fútbol que disfruto más, o al menos el goce es deliciosamente diferente, viendo un partido a solas que acompañado (aunque realmente nada hay mejor que la buena compañía). No me gusta discutir con quien sólo se conforma con ganar ni tampoco con el recién llegado que aplica sus conocimientos matemáticos de ingeniería botánica para explicarse mejor. Hablar de fútbol, no quejarse del resultado del domingo o de la decisión del árbitro, la verdad es que hablo muy de vez en cuando, aunque en el momento que veo en los ojos de mi contertulio un centelleo admirado por la jugada de fútbol que acabo de comentar, o una mueca contrariada pero apasionada, le acribillo a discreción y sin piedad con todo mi arsenal de recuerdos, inquietudes y gustos futbolísticos. Finalmente, unas palabras contra las repetidas críticas marxistas y racionalistas sobre la pretendida alienación que provoca el fútbol, opio del pueblo para las primeras, incomprensible afición de algunas personas inteligentes para las segundas. No es necesario extenderse: para los marxistas, todo lo que ellos no hayan organizado no deja de ser una malévola maniobra del capital; para los racionalistas fanáticos, para los locos, el movimiento y la imaginación siempre han sido enemigos declarados. Sin dudad hay imbéciles, quizá demasiados, a quienes gusta el fútbol... pero entenderán que ese no es mi problema. Amo el fútbol, no lo defiendo. De modo que en el momento en que la tristeza y la seriedad, la estupidez y la pedantería vuelven para aniquilarme, aparece de nuevo quien yo quiero, mi valor y mi tesoro: Pelé haciéndole un gol inolvidable al monstruo del horror y del miedo.

Por lo común, se entiende que ha habido cuatro grandes jugadores en la breve historia del fútbol moderno, a falta de los que se puedan ir añadiendo en el futuro. En un hermoso artículo publicado en El País, Ángel Cappa los definía de la siguiente manera: “Di Stéfano fue la ciencia; Pelé, la jugada imposible; Cruyff, un manual, y Maradona, un mago”. Quizá haya sido de Di Stéfano de quien he escuchado más y más sinceros elogios. En uno de aquellos libros didácticos sobre fútbol que tenía uno de mis hermanos, Di Stéfano aparece como el mejor delantero centro de todos los tiempos. Mi padre, que aseguraba haberlo visto jugar, no se cansaba de repetir que Di Stéfano fue el único de los grandes en no acomodarse jamás; incluso del cinéfilo Juan Tébar oí decir lo mismo: la Saeta Rubia siempre estaba ahí, dispuesto a dar el taconazo que abre hueco o a marcar el gol de la victoria. Di Stéfano (y otros, claro) hizo grande al Madrid, y para un medio-barcelonista como yo este dato incrementa cierta maliciosa sospecha de que no fue para tanto; si me oyera mi padre me desheredaría al instante, de modo que la cosa quedará sin más en una ligera discrepancia. En segundo lugar, Cruyff. Como único europeo de los cuatro quizá no sea errónea la obsesión calculadora y previsora que se le atribuye. Pero no hay nada pernicioso en intentar racionalizar un juego tan instintivo y físico como el fútbol si el empeño es apasionado, como sin duda lo fue el del Profeta del Gol. Cruyff no sólo nos dejó miles de quiebros y escaramuzas que ejemplifican la inteligencia de un juego considerado en algunos lares para subnormales; a parte de “grande”, el holandés ha sido como mínimo dos cosas más: poeta y anti-entrenador. De lo primero recuerdo un verso sumamente revelador: “Estoy solo ante la portería/y no tengo ni un segundo para pensar”; de lo segundo he tenido la suerte de acudir varias veces al Camp Nou en su mágica época de mister. En una ocasión el periodista Feliciano Fidalgo le preguntó a Savater qué sabía de Cruyff. La respuesta del filósofo no fue más que una sincera confesión de ignorancia, pero apuesto mil duros contra uno a que Fidalgo también piensa que Cruyff es, salvando todas las distancias, el Voltaire del fútbol. Por último, el único grande de mi infancia, Diego Armando Maradona, el Pelusa. Quizá el legendario gol que le marcó a la selección de Inglaterra en el mundial de México´86 llegara demasiado tarde para ayudarme en la lucha contra el atroz miedo enloquecedor. De otro modo este texto estaría dedicado a su figura. Maradona volvió “al sol, a la cancha, al balón”, de donde nunca tendría que haber salido, como magistralmente escribió otro argentino, Jorge Valdano. Maradona es uno de ellos, aunque personalmente haya tenido que pagar caro su genial destino.

Y sin embargo, yo soñaba con Pelé. Pelé era el fútbol, Pelé era la alegría, Pelé era a la vez la vida y la libertad. En los años 80 el astro moreno llegó a aparecer en Victory (“Evasión o victoria”), irregular pero entrañable película del viejo John Huston, cuyo mejor acierto radica justamente en tal presencia. Yo amo la leyenda de Pelé que empezó a fraguarse un lejano día de 1958. En la final del campeonato mundial que Brasil ganó a Suecia, un joven chaval de 17 años cogió el balón a media altura, en el borde del área contraria, de espaldas a la portería, lo paró con el pecho, lo tocó lo suficiente para birlar al alto defensa, entró con un giro en el área chica y antes de que cayera envió un tremendo derechazo que se convirtió en el gol a partir del cual todos los goles son posibles. Su corta edad es una señal más de la madera de que estaba hecho Pelé: todos los héroes han sido precoces e insolentes. En aquel su primer Mundial, Pelé empezó a dictar su gloriosa lección destrozando todos los límites que no fueran el suyo propio. La imagen de Pelé levantado en hombros por sus compañeros, con su primera Copa del Mundo en las manos, llorando de emoción y de contento, es la imagen de su más decisivo triunfo: el triunfo de quien se arriesga a hacer lo que quiere y sueña. Tuvieron que pasar doce años, sin embargo, para que aquel jovenzuelo genial se coronara rey del fútbol, doce años en los que Pelé siguió imaginando goles furiosos que hicieran pedazos el orden de la muerte y jugadas maravillosas que iluminaran el caótico camino de la vida. En el campeonato mundial disputado en México en 1970 Pelé realizó la gesta más sublime, liderando y capitaneando al que está considerado mejor equipo de la historia del fútbol. En aquella imborrable final contra la selección de Italia, Pelé inauguró el marcador con un espléndido cabezazo, demostración de fuerza y calidad, que sin embargo fue contrarrestado por el temeroso cattenaccio. A partir de aquel instante, los dioses se aliaron con los valientes y se levantó el vendaval brasileño: un toque aquí, una pared allí, centro al segundo palo, templanza del balón, chut. Vuelta a empezar: desplazamiento largo, geométrico, suave control, fulminante disparo. Otra vez: veloz apertura a las bandas, corrimiento de espacios, febriles diagonales, solitario remate... En aquella final, que sólo he podido ver por televisión, se concentra todo lo que el fútbol puede enseñarnos, y no me refiero únicamente a las lecciones que nos pueda dar de cómo jugarlo. Pero hay unos segundos de aquel partido, un gol que ahora no recuerdo si es el segundo o el cuarto del equipo de Brasil... Por una vez, digo, por una vez prefiero la televisión al directo para ver ese gol. Porque ya me dirán a quién diablos pasaba Pelé. La tarde es soleada en Ciudad de México, el césped brilla de un verde intenso, el 10 amarillo recibe el balón en la frontal del área y gira sobre sí mismo, majestuosamente; alza la cabeza para ver qué puede hacer, pero no hay nadie ahí delante. Oye un rumor, quizá el susurro que tantas noches lo ha desvelado, mientras el público grita. Con un suavísimo y preciso toque abre a la derecha, dando espacio y tiempo. Entonces aparece corriendo aquel viejo y largo lateral derecho, el viejo y largo lateral derecho del mejor equipo del mundo, quien, con la complicidad del que comprende el generoso gesto de quien hace lo que sueña, empalma un soberbio cañonazo que descubre un agujero en la escuadra de la portería contraria. Cuando la pelota impulsada mágicamente por Pelé y el pie de Carlos Alberto se encuentran, cuando vuelvo a ver o a imaginar aquella suerte de perfecto triángulo en movimiento siempre recuerdo ahora los imperecederos versos de Keats: Beauty is truth; truth beauty- that is all / Ye know on earth, and all ye need to know. También la segunda imagen que mi memoria ha tenido a bien conservar de aquel partido es la de O Rei abrazado a un compañero con el puño en alto en señal de victoria. En aquella instantánea Pelé ya no llora de emoción, ahora ríe, ríe y ríe, como un crío, como el niñato que debutó a los 17 añitos, como el hombrecito que ha sobrevivido al terror y que al fin ha vencido a la muerte. Porque en aquella imagen Pelé no celebra un gol, Pelé celebra la victoria de la alegría, el triunfo de vivir.

Pelé es brasileño, y si nos dejamos llevar por los patriotismos este dato no es del todo baladí, aunque resulta cuanto menos curioso y liberador contrastarlo con la bandera que lo cobija. Lo reconozco, mi Pelé viste uniforme... ¡pero qué uniforme! ¿Qué cara se le quedaría a Auguste Comte si viera que su máxima de orden y progreso impresa en la bandera de la nación es la que ondea mientras cualquier genio futbolístico brasileño pone en duda la necesidad del mundo? Porque a parte de Pelé recuerdo por lo pronto algunos talentos más nacidos en la ex colonia portuguesa: Garrincha, Jairzinho, Romario, ahora Ronaldinho, del que dicen que va a ser el quinto en formar parte del Olimpo... El carácter de este tipo de jugadores, como el carácter de los grandes hombres, no es sólo rebelde: además de impertinente su rebelión está revestida de eficacia. Cuentan de Garrincha hazañas que ilustran lo dicho: corría por la banda con sus piernas patizambas, paraba, dejaba la pelota muerta y empezaba a hacer piruetas sin más pretensión que las ganas de divertirse, cuando el adversario se daba cuenta de ello indignado por la mofa a la que había estado sometido, Garrincha tocaba suavemente el balón con la cabeza alta, esquivaba la embestida del atónito defensa, corría un poco más y empezaba de nuevo su alegre baile... hasta que decidía poner la directa y marcar gol. Cabe imaginar a la gente jaleando tales espectáculos de habilidad. Otra leyenda que conocí de pequeño tenía por protagonista a un médico de profesión con nombre de filósofo que además jugaba al fútbol estupendamente. Sócrates se llamaba, y formó parte de otro memorable equipo brasileño sin la suerte de tener a Pelé en sus filas, me refiero a la selección de Zico y Falçao que disputó el Mundial de España y que cayó tristemente eliminada ante la Italia de Paolo Rossi. Pues bien, dicen que Sócrates tiraba los penaltis de tacón, sin mirar a portería, y que no fallaba ni uno, aunque yo no lo puedo asegurar. A quien sí he visto jugar ha sido a Romario, uno de los mejores jugadores de área de la historia del fútbol, y haciendo aquel chispeante regate que significó el primero de los cinco goles que el Barça le marcó al Madrid una fría noche de enero, y que fueron oportunamente replicados un año después. Ese instante en que Romario recibe el balón, lo enseña y lo amaga y lo empuja al fondo de la red... eso es libertad. Si Albert Camus aprendió las mejores lecciones de ética jugando al fútbol, como enfatiza hoy en día cualquiera, es porque el fútbol no enseña precisamente a ser esclavo de nada. Nadie como estos y otros grandes futbolistas han sabido demostrarlo.

Pero la leyenda más conocida del fútbol, la gesta más asombrosa e increíble que yo conozca fue obra, cómo no, de Pelé. En uno de los insulsos partidos de aquel campeonato del 70, Pelé agarró el balón en el centro del campo, levantó la cabeza y sin pensárselo dos veces envió un fuerte y ajustado disparo que, pese a no entrar, nos dejó a todos boquiabiertos para siempre. Ese gol que no fue gol simboliza a la perfección la momentánea maravilla del fútbol y de la vida. ¿No es sencillamente ejemplar que la leyenda más significativa sea una jugada que no acabó en gol? ¿No debiera esta paradoja servirnos a todos para apaciguar el ansia de ganar muchas veces innoble y para aprender a disfrutar más y mejor de lo que no es más ni menos que un juego entre humanos? Desde aquel entonces muchos han intentado hacer lo mismo, incluso con mejor suerte, pero sigo pensando que no son ellos, que cuando reciben en la media y vislumbran la posibilidad de marcar desde ahí, es Pelé quien está en ellos. No sólo en este tipo de jugadas vuelve a nosotros O Rei; cada vez que algún futbolista, ni que sea un chavalín de la calle o el jugador más millonario, sorprende al mundo con un quiebro magistral o una volea portentosa, es Pelé el campeón quien aparece transfigurado. Porque continúa teniendo ganas de intentarlo una vez más, porque sabe que lo importante es ser uno mismo cuando de repente se da cuenta de que en verdad somos muchos y que podemos hacer multitud de cosas, impensables hasta entonces, posibles desde ya. Contra la pesadumbre, la rutina, el aburrimiento, el miedo, el dolor o la impotencia, siempre aparecerá Pelé jugando al fútbol. Contaba Valdano de un jugador español que cuando éste salía disparado en diagonal hacia la portería sorteando a todos los defensas, le entraba el diablillo en el cuerpo. No era el diablo, Jorge, era Pelé. El fantasma de Pelé.

Ximo Brotons


1 comentario

Anónimo -

no hay ni una leyenda italianaaaaaa:-(