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procopio: café filosófico

Cuento: "Los subterráneos de Monte Toro"

LOS SUBTERRÁNEOS DE MONTE TORO

Yo también viví para contarlo, pero no me llamo Ismael, sino Alonso. He trabajado como abogado en un bufete de Barcelona durante más de treinta años. En junio me jubilé, de modo que aproveché los meses de julio y agosto para tomar unas largas vacaciones en la isla de Menorca. Lo increíble de los sucesos que viví allí me han llevado a poner por escrito cómo, por qué y hasta dónde me condujeron lo que en principio iban a resultar unas plácidas vacaciones.

Había quedado con un amigo en una sala de subastas de la calle Muntaner. El señor Alba solía acudir por allí de vez en cuando y como yo vivía cerca nos reuníamos para observar los nuevos objetos que la sala adquiría y de paso charlar un rato en el pequeño café que había al lado. Aquel día de mayo lucía un sol enorme y las hojas de los árboles verdeaban con destellos radiantes de luz. El aire era fresco, el asfalto empezaba a calentarse, pero no se puede decir que hiciese mucho calor.

En la sala remodelada de subastas el ambiente era cálido y agradable. Entramos el señor Alba, historiador de arte, y yo. Apenas había algunas personas observando unas cómodas y unos muebles ingleses de principios de siglo. Mi amigo y yo nos dirigimos a la señora que regentaba la sala. Estaba sentada frente a una mesa llena de papeles y ordenadores, al fondo de la sala, sobre una amplia tarima elevada unos centímetros sobre el suelo. A la izquierda se podía ver, desnudo y solitario, el atril desde donde se iban cantando los precios de los objetos subastados. Éstos eran sacados a un espacio marcado donde se exponían a la vista del público. Ahora las sillas estaban vacías, y una mujer las limpiaba con un trapo prendado del correspondiente líquido desinfectante.

-¿Qué tal señores? ¿Cómo prueba la tarde? –dijo la señora Mercedes, pequeña y ágil, una mujer ya avanzada en edad, pero que conservaba toda la elegancia y el saber hacer acumulado durante tantos años de trabajo en el mundo de las subastas. -¿Saben ustedes que en Sotheby´s la media de edad de los empleados ronda los 45? Aquí, señores, menos yo, que ya soy vieja, todos tienen alrededor de 30 años... –y mientras iba contando trivialidades como éstas la señora Mercedes sonreía y dejaba su mesa de trabajo para acompañarnos al almacén donde se guardaban los objetos que aún no estaban en venta, o que nadie había querido comprar.

-Pasen, pasen señores, les voy a enseñar mi última reliquia, una crónica inglesa de los tiempos en que esos terribles caballeros gobernaron nuestro secreto paraíso de Menorca. Se la voy a dar a usted, señor Alba, para que le eche un vistazo, me han dicho que se cuenta una leyenda que algunos dan por verídica sobre no sé qué demonios ocurrió en 1727 cerca de la zona de los famosos menhires de Menorca, los talaiots-.

La señora Mercedes nos miró con los ojos entrecerrados por debajo de sus minúsculas gafas y con ademán natural y amable nos invitó a entrar en el almacén. Había allí unas vitrinas repletas de libros, y un montón de muebles, cuadros y otros objetos desperdigados. Cuando la señora Mercedes encendió la luz, el señor Alba preguntó interesado por esa crónica inglesa. Yo me limité a comentar que tenía pensado viajar a esa pequeña isla balear este verano, pues consideraba que me iba a venir muy bien su célebre tranquilidad para descansar tras mi pronta jubilación.

-Se lo tiene bien merecido, señor Méndez. [tal es mi apellido]. Es usted una persona afortunada. Ha tenido un buen trabajo, ha destacado usted en algunos casos importantes –iba diciendo la señora Mercedes mientras abría la vitrina donde reposaba el librito del siglo XVIII-. Ha sido usted lo que se puede decir un bon vivant, sí señor, ¡lástima que su mujer falleciese tan joven, con lo guapa, educada y simpática que era! Pero bueno, sus hijos se han colocado, que es lo que importa, y es usted feliz con sus amistades... Lo ve, siempre se sale adelante cuando hay buena voluntad, usted es un ejemplo de ello. Et voilá, he aquí el librito de marras, señores –y la señora Mercedes, con su elegante collar colgando del cuello, su risueña cara y sus ágiles brazos alzó al aire la "Cronicle of the isle of Minorca", editada en cuero en la ciudad de Londres el año 1730. Aquella figura pequeña y enérgica que alzaba triunfante el cuaderno nos hizo aplaudir a mi amigo y a mí como dos niños que han recibido un regalo inesperado.

Los tres juntos volvimos al interior de la sala y nos sentamos en las sillas que rodeaban la mesa de trabajo de la señora Mercedes. Alguien nos sirvió café mientras se preparaba la subasta de las ocho de la tarde. Agustín Alba, historiador de arte, profesor de la universidad de Barcelona, conferenciante en universidades de Europa y América, abrió cautelosamente el cuadernillo de cuero. Tras unos minutos, vaciló, se quitó las gafas especiales para leer que solía guardar en su bolsillo y carraspeó.

-Bueno, se trata de una crónica escrita por los militares, que atañe sobre todo a cuestiones de índole administrativa. Estos ingleses, tan pulcros y concienzudos, siempre atentos a los mandatos de su rey. ¡Ah, pero la isla de Menorca floreció durante ese bendito siglo, Dios lo quiera reconocer algún día! Los franceses se limitaron a organizar sus fortalezas, pero el verdadero progreso lo imprimió ese país de bebedores... ¡que tanto debe a nuestro Quijote, eh amigo Méndez! –exclamó el señor Alba.

-Desde luego tiene usted razón. Ni Sterne, ni Defoe, ni Dickens, ni siquiera acaso Shakespeare hubiesen escrito lo que escribieron sin la lección de libertad de Cervantes, ese español que hubiese querido ser un italiano enamorado de España. Pero dejemos las paradojas, la literatura y el dilentantismo, y cuéntenos si sabe usted algo de esa leyenda que corre sobre los menhires menorquines.

-Eso tendrá que ser otro día señor Méndez, sólo he leído, ve usted aquí –y mi amigo señaló con el índice un croquis dibujado a lápiz- se pueden apreciar entre estas extrañas llamaradas algunas figuras grotescas y unos cuantos soldados ingleses huyendo despavoridos, pero poco más. Esta noche leeré el capítulo dedicado a este episodio y mañana hablaremos, si usted lo desea –dijo cortésmente el señor Alba.

-Lo desearé con mucho gusto –repuse, y nos levantamos los dos para despedirnos de la señora Mercedes, quien amablemente nos acompañó hasta la puerta de salida.

En la calle el sol empezaba a posarse y la luz de la ciudad adquiría un color anaranjado entre nubes y ruido de coches que bajaban a toda velocidad por la calle Muntaner. La gente se recogía en los cafés, o acababa sus compras, o jugaba con sus hijos en las plazas ajardinadas. Otros ya estaban cenando en sus casas o acabando las tareas de su trabajo. Las tiendas empezaban a cerrar. El ajetreo de la ciudad contrastaba con el ambiente tranquilo y relajado de la sala de subastas, cuyos objetos antiguos me procuraban siempre una ocasión de soñar con tiempos lejanos y mundos llenos de promesas de aventura. Solía acudir muchas tardes a la sala de la señora Mercedes desde que murió mi esposa, que en paz descanse. Luego me pertrechaba en casa, cenaba, miraba la televisión o leía algún libro, o preparaba los papeles del despacho para el día siguiente, pero siempre, antes de irme a dormir, pensaba en los objetos que había contemplado. Eso me hacía soñar plácidamente y dormir. ¡Cuánto misterio encerraba un pequeño reloj del siglo XIX! ¡Cuánto arte humano contenido en un mueble italiano de estilo modernista! ¡Cuánta leyenda palpitando en un mapamundi del siglo XVI! Lo que hemos hecho los hombres, esos extraños animales, fragílisimos y poderosos a un tiempo, lo que hemos fabricado por nosotros mismos, lo que hemos imaginado e inventado, todas las creaciones de la historia de la humanidad, objetos de arte, de gran utilidad como un office o una librería, aparentemente de mera decoración, pero igualmente válidos para la vida humana, ¡ah, todo eso me conmovía profundamente! Ya el mero ornamento de vestidos y joyas que ningún otro animal utiliza demuestra que los espejos, por poner un ejemplo trivial, son tan necesarios para la vida humana como el plato de comida sobre la mesa o una cama donde dormir. ¡Cuánta sabiduría tan cerca de la mano podía yo disfrutar cada día en la sala de subastas de la señora Mercedes!

A la mañana siguiente, mientras estaba ocupado en el despacho consultando unos códigos legales, la señorita Natalia, empleada de una de las mejores librerías de la ciudad, sabedora de mi afición indomable por la literatura, me llamó para anunciarme que ya habían recibido la antología de cuentos de misterio que había sacado una editorial española. Le agradecí con alegría la noticia, y decidí dejar el trabajo e irme a comer con mi amigo el señor Alba, historiador de arte, para tratar el asunto que tanto me intrigaba de los menhires de Menorca.

-Buenos días señor Alba, ¿cómo se encuentra usted? –le saludé cordialmente al verlo entrar por la puerta del restaurante donde nos habíamos citado.

-Bien, bien, todo va bien, aunque un poco preocupado, o quizá mejor sería decir asustado. Ahora le explico. Primero pidamos el menú, comamos bien y hablaremos de lo que pude leer ayer por la noche. Desde luego, es cosa de monstruos y no parece que se trate de hechos ficticios inventados por la imaginación ebria de esos ingleses.

-Como usted diga, señor Alba. Comamos primero, y después hablemos- dije.

Cuando nos trajeron los cafés, encendimos nuestros puros y empezamos a charlar.

–Sabe usted, querido Méndez, esa crónica inglesa contiene un capítulo dedicado a los menhires conocidos en catalán como talaiots. Como usted sabrá, se encuentran en el punto central de la isla, cerca de Monte Toro. Son parecidos a los dólmenes gálicos, piedras sobre piedras probablemente megalíticas. O es lo que se creía hasta ahora. Según cuenta William Dennilson, cronista del rey de Inglaterra y autor del libro, una noche del verano de 1727 unos cuantos soldados ingleses avisados por algunas leyendas campesinas del lugar, acamparon alrededor de los menhires. Se contaba que unos extraños monstruos solían aparecer la madrugada del 15 de agosto reivindicando la autoría de los menhires, y llevando a cabo ritos y sacrificios. Para ello se procuraban algún campesino o campesina de los alrededores. Éstos estaban hartos de esta molesta situación, pero hasta que llegaron los ingleses nadie les hizo caso. De modo que unos cuantos soldados, la noche del 14 de agosto, montaron sus tiendas a la sombra de los menhires megalíticos. Durante todo el día 15 de agosto hicieron guardia en dos kilómetros a la redonda. Pero no se sabe muy bien cómo, una joven labradora desapareció de su masía mientras estaba trabajando en unos viñedos. Al parecer, se encontró un enorme agujero junto a las huellas de las pisadas más recientes de la labradora. ¿Salió el monstruo de ese pozo que semejaba un cráter? Todavía no se sabe. Lo único que el cronista cuenta es que, en efecto, aquella noche surgieron de las entrañas de la tierra cientos de seres deformes vagamente parecidos a homínidos, pero de tamaño mucho mayor, con una piel quemada y verdosa, que llevaron a cabo el ritual de sacrificio voceando en un idioma ininteligible gritos al cielo de dolor y alabanza. Sólo dos o tres soldados pudieron escapar, y de nada sirvió el fuego de los cañones del regimiento de infantería que hasta allí había acudido para proteger a la población de la negra leyenda de los talaiots. Murieron casi todos abrasados por su propio fuego y por la brutalidad de esos extraños monstruos sin forma definida, que avanzaban en la oscuridad y salían de debajo de la tierra. Esta es la historia, amigo Méndez, y no hay más que contar. Si le parece, paguemos la cuenta y vayamos a descansar- dijo con cierto cansancio el señor Alba. Yo asentí inmediatamente, aunque en mi interior prendió la llama de la curiosidad, maestra desgarradora de la vida humana.

Por la tarde, acudí a la librería a recoger el libro que tenía encargado y que la señorita Natalia me dio nada más entrar. Tengo que decir que a pesar de mi edad y que estaba a punto de jubilarme, conservaba por esos escritores como Poe, Lovecraft, Machen o M. R. James un amor incondicionalmente juvenil. Por la noche me prepararía una buena lubina rociada con buen vino del Penedés y, en el sofá de lectura, degustaría con un buen whisky y un buen puro la sabrosa antología de cuentos de terror cuya llegada me había anunciado tan diligentemente la señorita Natalia. Así lo hice, sin demasiada prisa pero con una creciente inquietud por lo que el señor Alba me había contado, dado que ese mismo verano tenía previsto pasarlo en algún lugar de la bella isla de Menorca.

La antología contenía varios cuentos célebres. Leí alguno de ellos al calor de la chimenea, que pese a estar en mayo aún tenía en funcionamiento. Me llamó la atención el título del último de todos, "La raza de los proscritos", pero no me dio tiempo a leerlo dado que aún tenía trabajo que hacer para el día siguiente.

Los días pasaron y llegó el mes de julio. Habíamos resuelto los últimos detalles de mi jubilación y en el bufete me organizaron una despedida. Todo fue muy emotivo, pero dentro de la sobriedad que siempre caracterizó al despacho para el que había estado trabajando durante más de treinta años. Me acompañaron el señor Argensó, jefe del despacho y abogado de gran prestigio y experiencia, y los otros compañeros de la firma. Pero nadie sabía que me iba a ir a Menorca de vacaciones, acompañado por el matrimonio que formaban el señor Alba y su mujer, la simpática Adela.

Nos embarcamos en el vuelo Barcelona-Mahón el 8 de julio. Habíamos decidido instalarnos en un coqueto hotel, sencillo y no demasiado caro, situado en el paseo del puerto de Mahón. Aquel día el cielo brillaba con un intenso azul, y desde las ventanillas del avión se podían contemplar los verdes y extensos campos de la isla de Menorca, además de sus famosas y recoletas calas. Mi madre había vivido durante un cierto tiempo en un chalet cerca de Villacarlos, no muy lejos del pueblo marinero de Mahón. Para mí, aquellas vacaciones prometían más que una mera relajación; por una parte suponían reencontrarse con un pasado que había escuchado muchas veces en casa de mis padres, y por otra, planeaba por nuestras cabezas el misterio informe de los talaiots.

El matrimonio Alba formaba una pareja amable y feliz. Ella regentaba una sala de exposiciones de arte, mientras que, como ya he dicho, mi amigo era un reputado historiador de la materia. Solían discutir graciosamente sobre aspectos de estética, sobre nuevos pintores, o sobre objetos de antigüedad, que coleccionaban con devoción. Este fue el motivo de que trabase amistad con el señor Alba en nuestras visitas a la sala de subastas. De modo que contentos y con ganas de disfrutar de un merecido descanso, el matrimonio Alba y yo nos instalamos en el hotel Miramar del puerto de Mahón el día después de San Fermín.

Hasta el 30 de julio nos ocupamos en recorrer la isla entera en un coche alquilado. Visitamos las playas y fuimos varias veces a Ciudadela, una hermosa ciudad con numerosos edificios de aire italiano. El señor Alba y su señora me enseñaron algunos detalles arquitectónicos de la Catedral y la Lonja. Pero al cabo de pocos días dejé de ir a las playas con ellos y me refugié en el hotel para acabar de leer la antología de cuentos de misterio y analizar con detalle la "Cronicle of the isle of Minorca" del siglo XVIII, que el señor Alba se había traído fotocopiada de Barcelona.

Tumbado en la hamaca de la terraza del hotel, leí con fruición los últimos cuentos de la antología. El autor del que me había llamado la atención, "La raza de los proscritos", constaba como anónimo. Cuál fue mi sorpresa cuando el cuento narraba una extraordinaria historia ocurrida en Menorca en el siglo XVIII en torno a los viejos altares de las piedras megalíticas de Monte Toro, una noche de agosto, en medio de famélicos monstruos que devoraron entre fuegos explosivos todo un regimiento de infantería inglés. La historia coincidía punto por punto con los detalles de la crónica militar que la señora Mercedes nos había descubierto. Poco a poco íbamos entrando en un misterio más y más incomprensible, pero yo me sentía interiormente contento porque tras la muerte de mi esposa y mi jubilación apenas tenía ya motivos para llevar una vida intensa, salvo los pocos libros que disfrutaba al calor del whisky y de la chimenea en las largas tardes del invierno barcelonés.

Cuando esa noche llegaron de su periplo diurno el señor Alba y su esposa, no tuve más remedio que ponerles al corriente de lo que sucedía.

-Buenas noches amigos, tengo el presentimiento de que este verano va a resultar más movido de lo que pensaba –les dije nada más entrar.

-¿A qué se refiere señor Méndez? Nosotros llevamos una semana recorriendo todas las hermosas playas de esta isla afortunada, y no ha ocurrido nada extraño, ¿verdad, cariño? Hoy hemos pensado en alquilar un velero y dar la vuelta a la isla junto a un capitán experto, de modo que no sé qué más puede suceder, amigo Méndez-. El señor Alba iba hablando mientras se quitaba la cazadora beige que lo había protegido de la ligera llovizna que esa tarde había caído durante unas horas sobre la verde isla de Menorca. En la percha de la entrada dejó asimismo su sombrero panamá, “comprado en Harrods”, y besó cariñosamente a su mujer, que sonreía plácidamente al oír contar a su marido los días que llevaban disfrutando del sol y del mar. Los dos tenían la piel muy morena, y los ojos de Adela resplandecían de felicidad. Ambos habían adquirido ese aire relajado y fresco que se logra al gozar de la sal de la vida, y lo cierto es que no parecían hacer mucho caso a mi primera advertencia.

-Está bien –prorrumpí educadamente-; cenemos primero y luego charlemos, tengo noticias no muy halagüeñas relacionadas con esa dichosa crónica inglesa del siglo XVIII. Acabo de leer un cuento –proseguí tímidamente- y aunque resulte a todas luces insólito, el autor narra una historia similar a la leyenda de los talaiots contenida en la crónica.

-De acuerdo, de acuerdo, Alonso, no se impaciente –sonrió mi viejo amigo, abriendo resignadamente los brazos y llamándome por mi nombre de pila-. Veamos qué nos ofrece el menú del hotel, y luego bajaremos al bar a tomarnos una copa y a charlar. Creo que mi mujer –que en aquellos momentos se estaba cambiando de ropa en su habitación- está muy cansada y subirá a dormir o a ver alguna película en televisión.

Así lo hicimos, y cuando hubimos dado buena cuenta de los filetes con patatas fritas que nos sirvieron en el sencillo comedor del hotel, salimos a las terrazas del puerto de Mahón a tomarnos unos ginets. La noche era fresca y tranquila, no había mucho ajetreo en el paseo del puerto a pesar de que las terrazas empezaban a estar llenas de turistas. Se oía alguna música estival, y las luces de los bares contrastaban con la nocturnidad estrellada del cielo.

-¡Un par de ginets, camarero! –espetó mi amigo-. Como sabrá usted, querido Alonso, los ginets son una más de las múltiples herencias civilizadas de los ingleses, que si de algo saben, es de beber como caballeros –y soltó una feliz carcajada que resonó en medio de la profunidad de la noche. Yo ya conocía esa bebida sabrosísima y un puntico amarga hecha de ginebra menorquina, a poder ser de la marca Xoriguer, y limón. En casa la tomábamos a veces, algunos domingos, como aperitivo, antes de comer.

-Pues bien, cuénteme –dijo seriamente mi amigo.

-Mire, señor Alba –empecé-, no le quiero asustar ni entrometerme en sus tranquilas vacaciones-. Y midiendo mucho mis palabras continué. -Pero lo cierto es que ando algo preocupado dándole vueltas a la leyenda de los menhires. Acabo de leer un cuento de la antología que adquirí antes de venirnos aquí, y no sé si usted me creerá ahora, mientras disfrutamos de esta brisa marina, pero el cuento es calcado a la historia de la crónica que nuestra común amiga guardaba en una vitrina del almacén de su sala de subastas.

-Es curioso, Alonso, nunca se llegan a conocer los límites de la capacidad creadora de los hombres –dijo reflexivamente el señor Alba. -¿No cree usted que no hay tanto contraste como se piensa entre cualquier objeto de nuestra frecuentada sala de subastas y esos dichosos menhires que le traen a usted de cabeza y media? Hmm, a veces creo que hay más arte en los menhires que en un jarro de porcelana chino. En cualquier caso es seguro que, para decirlo en términos filosóficos –y el señor Alba se atufaba su leve barba y miraba ciegamente al cielo- la raíz de las formas se halla en lo informe. ¿Quiénes pudieron crear esa primeras formas humanas?, me pregunto. ¿De qué, si no de lo que aún no tenía forma, pero que de alguna manera podía imaginarse en la incipiente semilla de la razón humana como conteniendo una posible forma, podrían haber emergido esas majestuosas piedras megalíticas? Desde luego, no sé qué llevará usted entre manos, pero desde el punto de vista de un historiador del arte, la conclusión es evidente, bien que regada con un poco de este perspicaz ginet –y alzando ligeramente su copa el señor Alba sonrió maliciosamente-. Lo cierto es que hay más halo poético en los talaiots que en esas mudas piezas de porcelana que tanto abundan en los rincones aburridos de las salas de subastas-. Y tras haber pronunciado este largo e improvisado discurso, el señor Alba exhaló un suspiro de triste alivio y dio un largo trago a su ginet.

-Esta es la situación –exclamé resignado-. Tiene usted razón en sus argumentos, amigo, mucha razón, pero eso enriquece todavía más el misterio que narra esa crónica inglesa. ¡Piense un momento en lo que puede suceder si no se trata de una mera invención! Una leyenda supone algo inverosímil, algo que no pudo ocurrir, pero que sin embargo perdura en los libros y en la imaginación de la gente. ¿Qué interés pueden tener mis pesquisas sobre la leyenda de los autores de los talaiots? ¡Ah, quién lo sabe! Pero quizás nos ahorraríamos así alguna muerte, y podríamos conocer con más detalle cómo se construyeron esa primeras formas artísticas....

-Lo que usted me está diciendo señor Méndez –siguió diciendo mi amigo mientras sorbía nuevamente su ginet- es que pretende irse el 15 de agosto a Monte Toro y en plena noche, con el frío que hace aun siendo verano, observar sobre el terreno la posibilidad de que surjan esos miserables monstruos que un lejano día del siglo XVIII se cargaron a todo un regimiento de infantería inglés. Sinceramente, amigo, a veces parece usted un adolescente con esa pasión suya por los cuentos de terror. ¡Ándese con cuidado!

-Es cierto que sobre la aparición de los creadores de menhires sólo hay documentado un caso, el de la crónica inglesa -puntualicé rápidamente-. Pero también es cierto que nada impide pensar que pueda haber habido otros casos, otras noches, otros sacrificios. Quiero ir al registro civil y comprobar los fallecimientos ocurridos en los últimos 50 años alrededor del 15 de agosto. Quiero ir allí este 15 de agosto y ver qué pasa; por supuesto, trataré de ser precavido. Quiero hablar con la gente de esa zona de la isla, a ver qué me cuentan. ¿No le seduce la idea, señor Alba, de llegar a ver en persona a esa raza de proscritos que un día formaron las primeras obras de arte humanas? ¿No le seduce la idea de que tal vez ni siquiera se trate de verdaderos homínidos, como la ciencia ha establecido, sino de que los auténticos creadores de menhires constituya una raza desconocida, híbrido de hombres y animales, o monstruos emparentados con lo informe y sobrenatural de la realidad que nos rodea?

-Pare, pare, amigo, jaja, lo veo a usted demasiado obsesionado con este tema –dijo el señor Alba alzando su dedo índice derecho mientras sostenía su copa-. Si usted lo quiere, le podemos acompañar algún día a ver esos famosos talaiots, pero no se apure, todo eso son historias de críos. Anduve preocupado cuando lo leí, pero al llegar a esta bendita isla de horizontes bajos y hermosos, se me fue completamente de la cabeza todo lo relacionado con ese tema. Nadie puede dar crédito hoy en día a la existencia de monstruos que se comen a vírgenes en un ritual de fuego y sangre. Beba usted, amigo Méndez, y no le dé más vueltas-. Mi amigo apuró de un breve trago su ginet y alzó la mirada al cielo estrellado del puerto de Mahón. Algunos veleros surcaban lentamente sus aguas calmadas, mientras las terrazas y los interiores de los bares se iban llenando de gente con ganas de pasarlo bien. Aquella noche me costó algunas horas conciliar el sueño.

La siguiente semana la pasé yendo todas las mañanas al registro civil. Se trataba de un edificio antiguo, probablemente del siglo XVII, de influencia italiana, sobrio y sólido. Por las tardes acudía a la playa acompañado del matrimonio Alba, a pesar de que yo estaba mucho más preocupado con la cuestión de los menhires que de tomar el sol o alquilar un velero para navegar por el azul cristalino de las aguas de esa maravillosa isla.

En mis visitas al Registro Civil se acrecentaron mis temores, pues efectivamente todos los 15 de agosto de los últimos 50 años había muerto en la comarca de Monte Toro alguna persona. No pude obtener detalles de la edad de los fallecidos, pero se trataba en todos los casos de muertes sin autoría conocida. ¡Y nadie se había percatado de semejante casualidad! ¡Nadie había dado la alarma! “Oigan, que todos los años, alrededor del 15 de agosto, se nos muere alguien”, podría haber dicho alguna autoridad de la isla. Todo ello aumentó más si cabe la probable certeza de mis sospechas en torno al asunto de los talaiots. Muy posiblemente aquella raza proscrita y monstruosa que hace millones de años construyó las famosas piedras megalíticas seguía surgiendo de las entrañas de la tierra cada medianoche del 15 de agosto.

Pensé primero en acudir a la policía, pero pronto deseché el plan por dos razones: porque no me iban a creer, y porque si la policía se entrometía en este espinoso asunto, no podría continuar con mis investigaciones, que habían absorbido completamente mi precioso tiempo estival y me procuraban una extraña satisfacción.

El primer miércoles de agosto, el matrimonio Alba y yo fuimos por primera vez a Monte Toro. Pensamos en comer allí tumbados en el campo, en un lugar reservado especialmente para picnics, y luego entablar alguna conversación con la gente del lugar sin levantar suspicacias. Yo rogué a mis amigos que nuestra presencia fuese lo más inadvertida posible.

El sol lucía en lo alto del cielo cuando llegamos a la zona reservada al aparcamiento. Menorca es una isla algo más áspera que las otras islas baleares, y el color verde domina los campos centrales, con sus típicos balcones escalonados que siglo tras siglo los hombres han ido forjando con su sudor y su trabajo. La zona de acampada estaba llena de turistas extranjeros, y nos costó encontrar un lugar sombreado donde protegernos del calor del mediodía. Aun así, el aire era fresco, ventoso, y se podía resistir la elevada temperatura que aquel miércoles de agosto azotaba la comarca de Monte Toro. Nada más llegar nos pusimos a comer a unos cien metros de los imponentes menhires, cuya secreta construcción tanto me estaba obsesionando. Había detrás de ellos unos peñascos parduzcos, y más allá el campo se ondulaba hasta caer al mar. La mujer de mi amigo Alba había preparado unos sandwiches y unas tortillas, y comimos alegremente dando ligeros sorbos a un vino añejo de la isla y contando anécdotas de nuestras vidas.

Tras la visita a los menhires, que estaban rodeados por un fino cordón de color rojo similar al que cerca el conjunto de Stonehege, cogimos el coche y nos dirigimos a la aldea más cercana. Allí, en el primer bar al que entramos a tomar el café y refrescarnos con agua, me dirigí a un viejo campesino del lugar.

-Perdone caballero, podría sentarme un rato junto a usted –le pregunté cortésmente mientras indicaba una silla vacía.

-Por supuesto joven, tome asiento, siempre hay algún turista despistado que viene a preguntarme cosas sobre la isla -dijo con bonhomía y un punto de burla el anciano-. ¿Qué quiere usted saber? ¿Cómo ir a Cala Fornells? ¿Cuándo son las fiestas de Ciudadela? Aunque para eso tendrá que esperar al año que viene, pues el famoso jaleo de Ciudadela se festeja en San Juan –y el anciano soltó una carcajada desgarrada.

El matrimonio Alba se apostó en la fresca terraza del bar, degustando unos enérgicos ginets, propicios para la plácida siesta que nos esperaba a la vuelta en el hotel.

-No, ejem –carraspeé mientras tomaba asiento-. Se trata de un asunto que no sé cómo calificar –el anciano rezongó y me miró con cierto recelo-. Esto.. –proseguí, dubitativamente, y buscando las palabras exactas-, es un asunto referente a los menhires, a los talaiots como dicen ustedes.

-¿Qué quiere usted decir?- me cortó secamente el lugareño, clavándome la mirada.

-Quiero saber si ha oído hablar usted de los extraños acontecimientos del 15 de agosto- dije, vaciando las palabras con convicción y sin tardanza.- Quiero saber si conocía usted a alguna de las chicas fallecidas en los últimos 10 o 20 años la noche fatídica del 15 de agosto.

El anciano me miró nuevamente con ojos intensos, y noté cómo su cara enrojecía ligeramente.- Venga, acérquese un momento –yo arramblé mi silla a la suya- Sólo le puedo decir una cosa: eso que cuentan de las muertes del 15 de agosto es cierto, créalo usted, pero nadie sabe nada, ni cómo murieron esas chicas ni quiénes fueron los asesinos. Téngalo en cuenta forastero, y no se meta en problemas –sentenció. Y acto seguido levantó su copa de anís y dirigiéndose a voz en cuello a la barra, con el gesto algo angustiado, pidió que le volviesen a llenar el vaso. Finalmente, antes de levantarme y sentarme junto a mis amigos en la terraza exterior, bajo un toldo azul y amarillo que les protegía del sol, el viejo se apresuró a susurrarme.-Y este año igual, y nadie hace nada, nadie se atreve a salir la noche del 15 de agosto por esa zona, la policía siempre ha pasado de puntillas sobre este tema, y mientras no suceda algo gordo, ¡aquí no pasa nada! –zanjó el anciano.

-Muchas gracias, señor, por su información. Le prometo que no me meteré en problemas –le dije, y salí con mi vaso de café con hielo a la sombra fresca de la terraza del bar. Aquella tarde nos acostamos para dormir una larga siesta y por la noche nos despejamos de los calores del día cenando en una sencilla pizzería italiana situada en el centro de Mahón.

Quedaban ya pocos días para el 15 de agosto y en mi cabeza iba creciendo el ánimo de asistir, precavidamente, al lugar donde según la crónica inglesa del siglo XVIII emergieron de las entrañas de la tierra los monstruosos y feroces creadores de los talaiots. Volví a leer el cuento anónimo que cerraba la antología que me había traído de mi librería favorita de Barcelona, y me fijé en la descripción exacta de los hechos acaecidos en torno a las antiquísimas piedras megalíticas de Monte Toro. Aquella tarde, el matrimonio Alba, tras haberse hecho eco de mi nueva información, decidió alquilar un velero para dar la vuelta a la isla durante una semana. Creo que estaban un poco hartos de mis cavilaciones y preferían olvidarse de todo un poco navegando plácidamente por alta mar. De pasada, y en tono humorístico les previne que según el cuento que me acababa de leer, los ignotos creadores de los menhires también surgían de vez en cuando del mar, tragándose veleros y tripulación de una sola tacada. La razón de ello es que si no conseguían algún ser humano que sacrificar en tierra firme, les resultaba muy fácil pescarlo en la amplitud peligrosa del mar. Ambos me miraron con displicencia, y se fueron a preparar la maleta. Me sentí como un niño que guarda un secreto amenazante para el mundo de los adultos, y que sabe que no logrará evitar los ominosos hechos que nos aguardan en la oscuridad. Imposibilitado de comunicar dicho secreto, como el niño que se esconde debajo de la almohada y presiente el infierno que se avecina, se me saltó una lágrima inesperada. Aquella noche, en mi cama, releí por cuarta vez el cuento titulado "La raza de los proscritos", y empecé a pensar en las cosas que me harían falta para asistir con garantías al lugar del misterio. El matrimonio Alba no podría acompañarme, puesto que su pequeño crucero estaba programado hasta el día 16.

El sábado 11 de agosto fui por la mañana a una tienda de ultramarinos. Allí me proveí de una potente linterna, de una tienda de campaña con todo tipo de prestaciones, de una escopeta (hice un trapicheo con un amigo que me había dejado su licencia de cazador), de prismáticos nocturnos y de una videocámara con zoom de largo alcance. Llamé al móvil del matrimonio Alba, que debía de encontrarse en aquel momento a la altura de cala Morell, cerca de Ciudadela. Mi amigo me comentó que gozaban de un día espléndido. La mar estaba en calma y habían aprovechado para pescar y bañarse desnudos en los azuladas aguas de esa parte del Mediterráneo. Por las noches, se sentaban a charlar con el capitán del barco, que había dado la vuelta al mundo dos veces y tenía mil historias que contar. Cuando le pregunté si habían visto ballenas, el señor Alba cambió el tono de su voz y me contestó con un punto de nerviosismo:

-No, no, amigo Méndez. Pero sabe usted, la historia aquella de los monstruos de los menhires, que a mí me sigue pareciendo un absurdo y un imposible, en fin, el capitán parece estar al corriente de ella. Es un viejo lobo de mar, como los de antaño, que conoce mil leyendas de todas las partes del mundo. Y dice que en algunas ocasiones ha podido observar a esos creadores de menhires en el mar, en algunas noches de agosto, nadando con sus corpulentos y amorfos cuerpos, intentando destruir alguna embarcación, y que en alguna ocasión habían logrado su objetivo y se habían comido toda la tripulación.

-Bah, no se preocupe usted señor Alba, esto sí que me parecen habladurías. En principio, la leyenda se refiere a seres que viven bajo tierra y no en el mar. Lo que dije fue en tono de broma. De todas maneras, yo ya me he aprovisionado concienzudamente para realizarles una visita la noche del 15 de agosto –le informé. Y él me repuso rápidamente, como advirtiendo a un hijo descarriado.

-Ándese con cuidado, señor Méndez, no vayamos a tener problemas. Disfrute de las vacaciones, lea, baje a la playa, visite algún museo, relájese –me dijo. La solemnidad de sus palabras era tal que a través del móvil pude oír el rumor de fondo del oleaje.

-Descuide, amigo, así lo haré. Páselo usted bien –concluí, y cerré la comunicación.

Aquella tarde visité la biblioteca de la ciudad para consultar un diccionario de mitología. Se trataba de un vetusto edificio, construido a finales del siglo XIX. Su interior estaba formado por muebles de madera carcomidos por el paso del tiempo. Una señora anciana de unos 70 años atendía detrás de un roído mostrador. Le pregunté dónde se encontraban los diccionarios temáticos, y me contestó que apenas quedaban ejemplares de un viejo diccionario inglés sobre monstruos marinos y otros seres mitológicos. Le pedí que me lo trajera, y una vez lo tuve en mis manos me senté en una de las mesas de la biblioteca y empecé a leer.

Fui directamente a la entrada de los seres inclasificables, puesto que todo lo que hacía referencia a mitos griegos, escandinavos, andinos, etcétera, quedaba fuera del misterio que me tenía preocupado. En uno de los apéndices hallé una entrada sobre una rara leyenda concerniente a los antiquísimos constructores de menhires europeos. Allí se comparaban las diversas teorías sobre el origen de semejantes construcciones de piedra, y la que al parecer de los eruditos contaba con más votos para alcanzar el rango de la verosimilitud era, a pesar de resultar a todas luces fantasmagórica, la que atribuía la creación de menhires a una extinta raza de seres informes que, según se decía, había antecedido en algunos miles de años a la aparición de los primeros ejemplares de homo sapiens. Al parecer, la leyenda cuenta, en un alarde un tanto infantil, que algunos de estos extraños monstruos sobrevivieron al surgimiento depredador de la humanidad, escondiéndose primero en cuevas y luego, mediante sobrenaturales sortilegios, adentrándose en el interior de la tierra gracias a su potentísima capacidad de adaptación y a una suerte de mágica facultad no conocida por ninguna otra especie del planeta. Los eruditos habían decidido bautizarlos con el raro nombre de akatahgryes.

-Señor, son ya las ocho de la tarde y vamos a cerrar, si prefiere el lunes puede seguir consultando los libros que quiera –me anunció amablemente la anciana de 70 años que cuidaba de la biblioteca. El tiempo había pasado volando. Había estado leyendo solo durante más de una hora y fuera empezaba a anochecer. Le dije a la señora que no me haría falta regresar; con lo que había consultado aquella tarde me podía dar por satisfecho. Le di las gracias, cerré el volumen y me marché.

Prácticamente no quedaba ninguna pieza más que componer en torno al mito de los creadores de los talaiots. Durante todo el domingo estuve comprobando la fiabilidad de los utensilios de que me había provisto el día anterior. Todos ellos funcionaban a la perfección. Me detuve con especial atención en la videocámara adquirida en un bazar del puerto de Mahón, cercano a la tienda de ultramarinos. Si esos extraños seres todavía vivían, quería grabarlos y dar pruebas fehacientes de mis pesquisas. El lunes fui a comprar una cinta de vídeo, que coloqué correctamente en su correspondiente lugar. También adquirí un nuevo carrete fotográfico; si me sucediese cualquier percance con la videocámara siempre podía recurrir a la máquina de hacer fotos, una vieja Ericson con flash incorporado que uno de mis hijos me había regalado por mi 40 cumpleaños. Ese día consulté los periódicos. Nada se decía en ellos de las catástrofes anteriores ocurridas en torno a los menhires, de las muertes anónimas que según había comprobado año tras año asolaban las aldeas cercanas a Monte Toro durante el mes de agosto. Pero en un breve párrafo de una noticia aparentemente intrascendente obtuve una inquietante información: todos los 15 de agosto la zona turística de los talaiots estaba cerrada a las visitas con la excusa de la festividad de la Asunción.

El martes alquilé un coche y me fui hasta la comarca de Monte Toro. Llamé varias veces al móvil de mi amigo, pero no me contestó. Posiblemente había apagado su teléfono portátil para aprovechar mejor los días de calma en alta mar. También podría ser que su móvil no tuviese cobertura. En cualquier caso, le escribí un mensaje anunciándole que me había trasladado desde Mahón a la zona de los talaiots, y que si todo iba bien nos veríamos las caras el jueves 16 de agosto. Le deseé un feliz final de travesía, y le prometí volver a intentar comunicarme con él.

Me alojé en un hostal de la aldea en cuyo bar habíamos tomado algo semanas atrás. Durante todo ese día estuve recluido en la habitación, donde me cercioré de tener a punto todo el utillaje que había adquirido para enfrentarme al oscuro pozo que empezaba abrirse bajo mis pies y del que nada podía prever. A medida que las horas transcurrían iba creciendo en mí una ansiedad insoportable, mitigada sin embargo por una excitación casi juvenil. Todo aquello me había llevado a un terreno peligroso, y era plenamente consciente de ello. Crecía en mí una angustiosa incertidumbre, pero también sentía una energía insuperable. Deseaba con todas mis fuerzas enfrentarme con esos monstruos, aunque desde luego temblaba con sólo imaginármelos. Tenía el sistema nervioso a punto de estallar, cualquier mínimo error en la ejecución de mi plan o cualquier sobreesfuerzo innecesario podían conducirme directamente al manicomio o a la tumba. Ahora se trataba de mantener más que nunca la calma y armarse de paciente valor.

Aquel martes, a media tarde, volví a llamar a mis amigos. No pude contactar con ellos. La tarde refrescaba bajo un límpido cielo azul y me bajé al bar. Allí encontré en un rincón, leyendo el periódico local, al mismo hombre con el que había conversado días atrás. Me acerqué a él y le pedí amablemente si me podía sentar, mientras desde la barra el camarero me gritó qué quería tomar. Le contesté sin miramientos que un ginet, por favor, y en seguida me dirigí al anciano del lugar con el que compartía mesa y le pregunté con una sonrisa algo falsa, buscando complicidad:

-¿Cómo prueba el día, caballero? Hoy hace un calor tremendo y toda la isla parece recalentada con fuego.

-Bien, ya ve usted, como siempre, aquí sudando la gota gorda –me repuso, mirándome con sus vivos y recelosos ojos.

-Esto..., me perdonará la indiscreción -dudé un poco al empezar mi pregunta- ¿no sabe usted nada de alguna de esas muertes de autor desconocido? ¿Ningún familiar entre los fallecidos? Yo no he leído nada en el periódico en lo que se refiere a este año, pero como dijo usted que estas cosas ni siquiera se comentaban entre los lugareños...

El anciano dejó el periódico sobre la mesa, murmuró cuatro cosas ininteligibles, y acercándose sigilosamente a mí, me susurró: -Joven, no vaya usted a meterse en líos. No hace bien en estar aquí preguntándome sobre este asunto. Déjelo correr, no rebusque en esa maleza, nada bueno puede encontrar –dijo. Yo noté en el tono y en la expresión de sus palabras que el anciano sabía más de lo que me había dicho, de modo que insistí, mientras sazonaba la conversación con algún comentario trivial y mostrándome como un simple turista con veleidades eruditas que quería saber más sobre la vieja pero sin duda ficticia leyenda de los talaiots. Al final, cuando apuraba el último trago de mi copa, obtuve lo que buscaba, aunque la noticia me sobresaltó y me hundió todavía más en el remolino de angustia y curiosidad por el que desde hacía un par de días descendía a toda velocidad, sin conocer su destino.

-Un amigo pescador me ha comentado que un barco de esos que los turistas alquilan para dar la vuelta a la isla ha desaparecido. No se sabe nada de él, le han perdido completamente el rastro a la altura de Son Bou, en la parte sur de la isla. Según comentan, la tripulación estaba formada por el capitán del velero y un matrimonio barcelonés –acabó confesando el anciano.-Por cierto, ¿y sus amigos, no le acompañan a usted en esa loca obsesión por esas inútiles piedras? –preguntó cambiando de tono y mostrando un rostro alegre.

-No, no, ellos están...-balbucí, sorprendido y asustado-, ellos se encuentran, seguramente –seguí balbuciendo mientras un frío jamás sentido empezaba a subírseme a la cabeza-, ellos prefieren la playa, sabe usted –simulé rápidamente- y quieren ponerse bien morenos antes de volver a Barcelona –concluí, emitiendo una burda mentira que dejó suficientemente satisfecho a mi interlocutor como para poder abandonar el bar sin mayores suspicacias.

-¡Vaya usted con Dios! –me gritó el simpático lugareño cuando ya tenía un pie fuera del bar. –Me hará falta, gracias –susurré cabizbajo, aunque creo que el anciano no llegó a escuchar mis palabras. De inmediato subí a la habitación del hostal e intenté localizar a mis amigos. Nada. Tomé una ducha fresca entre sollozos y bajé a cenar. Después llamé a la policía para informarme sobre la desaparición del velero y efectivamente los datos que me ofrecieron apuntaban al barco que el matrimonio Alba había alquilado la semana anterior. Colgué. Se me escapó un sordo rugido de rabia. Un evidente sentimiento de culpabilidad se presentó ante mí con todas sus fastidiosas preguntas. Definitivamente estaba solo y por un momento dudé de mi plan. El pánico recorrió con su helado aliento todo mi cuerpo. Pero sorprendentemente mantuve la calma. Si quería hacer frente a la situación, si quería vengar de algún modo la probable muerte de mis amigos tenía que mantener la cabeza fría y acudir con entereza al lugar del bárbaro ritual. Mientras tomaba una nueva ducha, pensé que si demostraba la existencia de esos horrendos monstruos tal vez se podrían evitar futuras muertes y poner fin a este negro misterio. El malestar que sentía retrasó mi sueño, pero finalmente, a eso de las 3 de la madrugada, tras distraerme un rato viendo la televisión, las musas de la noche me envolvieron en sus velos.

Por fin había llegado el día. Aquel miércoles el sol estallaba con fuerza contra la isla de Menorca. Me levanté casi a mediodía y pedí una copiosa comida en el bar del hostal donde me alojaba. Necesitaba reponer mis fuerzas. Analicé detenidamente un mapa de la zona que había comprado en una librería de Mahón. Volví a llamar a mis amigos, pero nadie contestó. En el periódico local apenas un breve informaba de la desaparición del velero Sulawesi, cuya tripulación, el capitán Marcos Rodríguez y el matrimonio Alba se daba igualmente por desaparecida. La guardia marina, de larga tradición en la isla de Menorca, había comenzado las labores de rescate. Después de comer, aturdido e impaciente, me tumbé en la cama. No dormí, pero intenté hacerme mentalmente un nueva composición de lugar. Los acontecimientos me habían conducido a un punto que no estaba seguro de saber manejar. Pero ya estaba lanzado, y no podía detenerme aquí. Una mezcla de orgullo por el descubrimiento que podía realizar y de altruismo por las vidas que con dicho hallazgo se podrían salvar me lo impedía. A media tarde conduje nerviosamente hasta la zona de acampada cercana a los talaiots. Me instalé rápidamente, montando la tienda de campaña con la ayuda del manual de instrucciones. Me sorprendió mi habilidad pese a estar consumido por los nervios. Ya sólo me movía la curiosidad, y a pesar de la apariencia de locura que podían delatar mis gestos y mi comportamiento, subrayados por mi soledad, me sentía preparado para enfrentarme a esos monstruos y vencer.

A medida que la tarde avanzaba empecé a sentir una presencia ominosa, invisible y hostil. El ambiente estaba cargado de electricidad, como presagiando una de esas tormentas estrepitosas de todos los veranos. Sentía que alguien o algo me vigilaba desde más allá de la realidad palpable de las cosas. Sabía que la leyenda hacía aparecer a los monstruos desde las entrañas de la tierra, de modo que instalé mi observatorio junto a un solitario árbol cercano al monumento de los menhires. Pronto anocheció, y puesto que aquel día el conjunto estaba cerrado para las visitas de los turistas, nadie apareció por allí durante todo el tiempo que estuve imaginando cómo reaccionaría si de verdad surgían de la tierra los antiquísimos creadores de los menhires. Tenía junto a mí la escopeta que había alquilado en Mahón, los prismáticos nocturnos, la videocámara, y las demás herramientas. Dejé las llaves en el contacto del coche, cerca de donde había plantado la tienda de campaña. En cualquier momento sentiría el apremio de huir y no quería malgastar unos preciosos segundos intentando buscar las llaves en el bolsillo del pantalón.

A eso de las 10 de la noche empecé a oír un ruido atronador. Di un respingo y me levanté de la silla que me había traído desde la ciudad. Cogí la escopeta dispuesto a disparar, pero no se trataba de los monstruos subterráneos, sino de una pandilla de chicos y chicas que habían organizado una fiesta en uno de los campos de los alrededores. Desde uno de los coches salía una música ensordecedora, al ritmo de la cual algunos jóvenes empezaron a moverse. Dentro de uno de los coches una pareja se besaba con pasión.

Volví más tranquilo a mi observatorio. Cené un sandwich de salmón que me habían preparado en el hostal, acompañado de queso y una ensalada. Comí un poco de fruta fresca, higos y almendras saladas. Acompañé esta ligera cena con un poco de whisky que tenía guardado en una petaca, y de un termo vertí un poco de café en una copa de plástico duro de color rojizo que mi amigo el señor Alba me había prestado días atrás. Hacía una noche clara, de luna menguante, y las estrellas brillaban en el cielo de la isla con todo su esplendor. Después de cenar preparé a conciencia la videocámara, me la sujeté al hombre izquierdo, cogí la escopeta con la mano derecha, y me senté en la silla a esperar.

A las 11.30 dejé de escuchar aquella música atronadora. Me levanté y empecé a caminar en dirección a la zona donde los jóvenes habían improvisado su discoteca al aire libre. Cuando me encontraba a unos 100 metros del lugar donde habían aparcado los coches, noté cómo la tierra empezaba a temblar. No había vivido la experiencia de ningún terremoto, pero sin duda aquel pequeño seísmo, momentáneo y fugaz, aunque extremadamente perceptible, se le debía parecer. Me asusté, como es obvio, y pensé que el ruido podía provenir de la fiesta adolescente, pero de repente vi cómo de debajo de uno de los coches en cuyo interior se abrazaba la pareja que antes vi besuquearse surgió una cosa amorfa y viscosa que levantó el autómovil al cielo y luego lo aplastó sin misericordia. El griterío de los chicos empezó a sonar con estridencia, pero apenas les dio tiempo para arrancar los coches y salir disparados de aquel infierno. Surgiendo como fuego volcánico de los cráters vi cómo una muchedumbre indefinida de extraños seres subterráneos de cuerpo lejanamente semejante al humano masacraron en apenas dos minutos al grupo de jóvenes que festejaba la noche culminante del verano. Estuve a punto de desmayarme.

Se oyeron en la oscura noche unos rugidos coléricos, llenos de odio y rencor. Por fin tenía ante mi vista, si yo no estaba loco y aquello no era un espejismo, a la legendaria raza de los proscritos de Monte Toro. No pude hacer nada por aquellos chicos. Miré extraviado a mi derecha, y a 50 metros los talaiots se alzaban imponentes bajo la luz de la luna.

Con imprudente temeridad, temblando de pavor, enchufé la videocámara y empecé a caminar para atrás, hasta el lugar donde había plantado la tienda de campaña. Por suerte, aquellos monstruos o no me vieron o me dejaron hacer. La leyenda contaba que solían realizar un ritual junto a los menhires, a medianoche, para luego desaparecer. De modo que intenté esconderme, con la intención de grabarlos desde una prudente distancia y probar al día siguiente las sospechas acumuladas en mi mente desde aquel lejano día de mayo en que me cité con el señor Alba en la sala de substas de la señora Mercedes.

Cuando llegué a la tienda de campaña, tenía la camisa empapada de un sudor frío. Había anochecido por completo y desde allí no podía ver nada a más de 10 metros. Encendí la linterna, pero le di poca luz. Ahora el silencio en los campos de Monte Toro era aterrador. Mi imaginación volaba a una peligrosa velocidad, se oía el sonido de algún lobo o perro salvaje, y el juego de sombras que producía la luz de la luna entre los árboles me aterrorizó. Haciendo un esfuerzo sobrehumano intenté mantener la calma. Me di cuenta de que no había apretado el botón del zoom y seguramente la videocámara no había podido grabar nada claramente visible del ataque de los monstruos al grupo de jóvenes.

Pero de repente oí pasos lentos y tumultuosos detrás de mí. Giré instintivamente la cabeza, pero no logré ver nada. Ahora estaba absolutamente dominado por el miedo. Corrí al coche y allí me encerré, dejando todos los cachivaches que había traído junto a la tienda de campaña. Agazapado en mi automóvil, encendí un momento las luces del automóvil. Al instante, un griterío loco y abismal se alzó como desde el centro de la tierra. A unos metros de la parte delantera del coche, que apuntaba hacia los menhires, un grupo indefinido de aquellos monstruos tenebrosos se dirigían hacia mí, lentamente, angustiadamente, ominosamente. Los grabé con la videocámara durante unos cuantos segundos. Con la ayuda de la luz de los faros y el zoom de largo alcance, que intentaba torpemente regular, creía que quedaría suficientemente probado que aquellas imágenes no constituían un tramposo montaje. Luego puse inmediatamente el auto en marcha y me fui disparado hacia la izquierda, antes que aquella turba infame me alcanzase.

Desde la ventanilla observé que junto a los menhires se habían congregado más de cien ejemplares de aquellas bestias inmundas. Miré para atrás y ya no me perseguían. Detuve el coche a unos cien metros de los talaiots y volví a filmar a aquellos seres espantosos. Estaba excitadísimo, completamente sudado, y el susto que llevaba encima era de proporciones sobrenaturales. Sin embargo, de alguna forma, aquello me hizo reflexionar imprudentemente, no sé por qué: aquellos monstruos nada sabían de mí, yo era para ellos tan molesto como una piedra o un mosquito inoportuno; en cambio a mí me bastaba sentirlos para conocer su amenaza total y única.

En el centro del conjunto monumental emepzó a arder un fuego ancestral, etéreo pero poderosamente inflamado. Los monstruos erigían cánticos solemnes y apagados al cielo de la colina donde se habían erigido siglos atrás los menhires. Parecían estar adorando a un dios desconocido perdido entre las ruinas. Algunos de aquellos extraños seres blandían una especie de utensilios prehistóricos: me fijé en uno de ellos. Acerqué el zoom a esa espeluznante figura sobrenatural y entre su masa informe reconocí para mi horror el sombrero panamá de mi amigo el señor Alba, “comprado en Harrods”. Esta vez me asusté de verdad, pese a haber logrado un buen escondite, junto a unos matorrales situados a una prudente distancia de los menhires. Aquello confirmaba la muerte de mi amigo y de su mujer. Y la muerte de seres próximos nos acerca inquietantemente el rostro fatal de las Parcas.

Súbitamente, una inexplicable impotencia se apoderó de mí. Perdí la calma tensa con la que hasta ese momento había manejado la situación. Lleno de odio, rabia y dolor aceleré el auto para embestir con todas mis fuerzas contra la turba infame de los monstruos. Ningún lugareño había aparecido por allí para rescatarme, y en el momento de encender el coche una violencia incontrolable se apoderó de mi cuerpo. Tiré la videocámara al asiento derecho delantero y apreté a fondo el acelerador. Ahora admito que perdí la fría serenidad que hasta entonces me había acompañado. Lo cierto es que no sé cómo logré huir de aquel infierno. Me lancé ciegamente a toda velocidad contra la bárbara masa que clamaba parsimoniosamente al cielo en un extraño idioma. Eran como voces de ultratumba, llenas de desolación: lastimosas, incomprensibles, tediosas. Transmitían un amenazante y eterno miedo: ¡Akatahgrye, akatahgrye!, gritaban los monstruos. Ahora reflexiono e imagino que se dirigían a su dios perdido y nunca jamás reencontrado. Las llamaradas de fuego se elevaban a más de quince metros de altura, como lenguas de dragón. Los cuerpos de los jóvenes, de mis amigos y del capitán Rodríguez estaban siendo devorados. Embestí con el coche contra el flanco izquierdo de la masa de monstruos agolpada alrededor de los menhires. Fue un ataque loco que debió chocar contra alguno de aquellos seres horribles, pero poco más. El ataque estuvo a punto de hacerme volcar, pero giré rápidamente el volante y logré equilibrar el vaivén temerario del auto. Luego aceleré a fondo y salí de allí.

Las luces del coche dejaron de funcionar.

La puerta derecha contraria a la parte del volante del coche había saltado por los aires, hecha añicos. Volví a girar 180 grados a la izquierda e intenté tomar el camino de tierra que llevaba hasta la carretera. Entonces me di cuenta de que por la puerta derecha había caído también la video-cámara. Maldije la noche y el día que había amanecido. Grité sin fuerzas para quitarme el miedo y la rabia. Supongo que lloraba o gemía, porque no puedo describir mi estado de ánimo. Finalmente volví a girar hacia la derecha y cogí el sendero que desembocaba en la carretera comarcal, tranquilizador signo de civilización humana que en aquellos angustiosos momentos me devolvió a la realidad.

Paré el coche. Tomé un largo trago del whisky que guardaba en mi petaca y apreté el acelerador en dirección a la aldea en cuyo hostal me alojaba. Cuando pasé a la altura de los menhires aún se podía observar, desde la carretera, el fuego infernal que aquella raza de proscritos había construido en su centro. Oí por última vez el tristísimo y lastimero grito de aquellos monstruos, que todavía hoy resuena algunas noches de pesadilla en mi cabeza. No quise saber nada más y di por buena la pérdida de la tienda de campaña y de todo lo demás.

En un estado de completa desorientación, enchufé como pude la radio. En la emisora local anunciaban para el día siguiente una plácida jornada de sol y playas, listas para ser disfrutadas relajadamente por los turistas. Una música ligera de estilo popular me devolvió la sonrisa por unos instantes. Estaba agotado y sin ganas de hablar. Al cabo de 15 minutos llegué al hostal y pese a que me encontraba completamente trastornado por lo que había vivido, tuve las fuerzas necesarias para ducharme. Después me caí rendido en uno de los sofás de la habitación. Por la ventana de la habitación una ligera brisa marina refrescaba el ambiente, y no debí tardar ni cinco minutos en ser finalmente absorbido por un profundo sueño.

A la mañana siguiente, a eso de la 1, la sirvienta que limpiaba las habitaciones del hostal, me despertó con una popular canción de la isla. Aún en estado de semi-inconsciencia, me sentí alegre por escuchar una voz humana y estar acompañado de la civilización. Me levanté como despues de una noche de fiesta o de mucho trabajo, con un dolor de cabeza insoportable. Sin embargo, me sentía con fuerzas, porque de algún modo intuía que todo había pasado. Tomé una ducha fresca, desayuné, me puse unas gafas de sol y sin decir nada a nadie de lo sucedido la noche anterior me dirigí a la zona de los menhires. Allí, como si nada, un grupo de turistas atendía el parlamento del guía: “...se cuenta la leyenda que unos seres pre-históricos y de rasgos abominables construyeron estas piedas en adoración de un dios de nombre impronunciable... también se dice que en el año 1727 un regimiento de infantería inglés falleció misteriosamente mientras vigilaba la posible aparición de estos seres.... todo esto son leyendas, señores, pero como adivinarán fácilmente le dan a estas piedras una aureola mágica que le viene muy bien...al interés turístico de la isla....”. El coro de turistas celebró con suaves carcajadas la broma del guía y siguió caminando relajadamente por entre las piedras.

Me acerqué con sigilo y procurando que nadie se fijase en mí al árbol junto al cual había plantado la tienda de campaña el día anterior. Allí no quedaba nada, salvo uno de los hierros con los que amarré la tienda. También pude observar las huellas de la silla en la que estuve sentado durante buena parte de la tarde y a lo lejos, con los prismáticos que no había utilizado hasta entonces y que había podido rescatar a última hora, dirigí la vista hacia la zona donde los jóvenes habían organizado su fiesta. Del macabro final de aquel improvisado jolgorio no quedaba nada. Ni rastro de los coches, ni botellas por el suelo. Tampoco di con la video-cámara. Al volver al coche me pareció reconocer una tela desgarrada de una de las camisetas de los jóvenes, pero tal vez fue una ilusión.

En la tarde del jueves 16 de agosto, de regreso a Mahón, llamé a la policía. Pedí hablar con el comisario de la isla, anunciándole que se trataba de algo urgente e importante.

Me estaban esperando. Nos encerramos en una habitación el máximo responsable policial de la isla, tres o cuatro personas más de su confianza y yo. Estuvimos más de dos horas allí metidos, durante las cuales les expliqué todos los acontecimientos que me habían sucedido desde aquel día de mayo en que el señor Alba y yo nos encontramos en la sala de subastas de la señora Mercedes. Llevaba conmigo la antología de cuentos de terror y la "Cronicle of the Isle of Minorca" del año 1730. También les conté lo que había averiguado en la biblioteca de la ciudad. Lamenté la pérdida de la video-cámara, pero para mi sorpresa la policía no tardó mucho en dar fe de mi narración. Al parecer no era el primero en recurrir a ellos por el mismo motivo y habían decidido tomar definitivamente cartas en el asunto, dada la envergadura de la última atrocidad cometida. No se había podido evitar que corriera la voz de que algunos jóvenes habían muerto la noche anterior cerca de Monte Toro, y este hecho había conmocionado profundamente a las gentes de la isla. Se informó de la desgracia que habían sufrido como si hubiesen sido brutalmente asaltados por una banda de ladrones que operaba en la isla durante los meses de verano. Pero pocos creyeron esta versión.

Por mi parte, lamenté la desaparición de mi vida del insustituible matrimonio Alba. Aún conservo en mí cierto sentimiento de culpabilidad, pero su muerte fue producto de un cúmulo fatal de casualidades en el que nada tuve que ver. En Mahón ya no había nada que hacer salvo volver a Barcelona y procurar descansar. La desaparición del velero Sulawesi fue atribuida a un temporal, pese a que nunca se hallaron los cuerpos de los tripulantes flotando a la deriva. Del velero, ni rastro, ni un cascote, ni un pecio. Al cabo de dos días, por orden de la policía de Mahón, la guardia marina abandonó rápidamente las tareas de búsqueda y rescate.

Creo que la decisión de las autoridades gubernativas de la isla respecto al misterio de los menhires llegó el mes de enero del año siguiente. Como nadie estaba dispuesto a enfrentarse a ese amorfo, ignoto y todavía apenas creíble asunto de los monstruos subterráneos de Monte Toro, la salomónica decisión consistió en trasladar el conjunto monumental de piedras a otra zona de la isla. Tal vez así esos seres inmundos dejarían de aparecer en Monte Toro todas las noches del 15 de agosto. No estoy muy convencido de la eficacia de dicha decisión, puesto que tal vez los monstruos pueden reseguir desde las profundidades de la tierra el rastro de su legendaria creación. Así se lo he hecho saber a las autoridades de la isla, pero ni yo ni ellos hemos imaginado una alternativa mejor. Por mi parte, volveré a salir de vacaciones el verano que viene, pero lejos de esa isla y de aquellas piedras inmemoriales.

5 comentarios

procopio -

puede ser Francisco, pero a veces el uso de "joven" es irónico.

Metafisico -

Vaya petardazo, esto duerme hasta a los arameos.

Francisco de Paula Muñoz -

Espléndida narración, el interés no decae, no se adivina el final y el estilo es seguro y sólido. Solo una advertencia. El autor es jóven aunque el narrado sea un prejubilado. Se debela porque el anciano le llama "joven" y poco depués él se refiere a la bibliotecaria como una anciana de 70 años. ¿O me equivoco? Creo que no.

procopio -

¡muchísimas gracias!

Jose -

Estupendo. Muy bien escrito. Me ha encantado.

Un saludo,

Jose