Blogia
procopio: café filosófico

Cuento: "La maldición de la Sagrada Familia"

Para Alejo Zúñiga

LA MALDICIÓN DE “LA SAGRADA FAMILIA”

Los días que siguieron a la Nochevieja del nuevo milenio fueron días difíciles para mí. Durante los últimos meses de aquel año trabajé en la biblioteca-museo de mi pueblo, una pequeña ciudad de provincias situada al borde del mar. Los acontecimientos que voy a relatar y que precipitaron el abandono inmediato de las tareas que llevaba a cabo en dicha institución son del todo ciertos. Pero no puedo dar demasiadas referencias exactas de lo sucedido durante los días en que por primera vez conocí el horror.

Estaba acabando la carrera de Biblioteconomía. Tenía unos veintitantos años, era guapo y alto, no faltaban las chicas a las que en los pasillos de la facultad hacía brillar los ojos, cuando con los amigos íbamos al bar, donde charlábamos, tomábamos algo y jugábamos a las cartas en los ratos libres. Eran tiempos felices.

Una soleada mañana de octubre el director de la biblioteca vino a la universidad para contratar alumnos que pudiesen ayudar en las tareas de la institución. El grupo de mis amigos fue el elegido. Inmediatamente empezamos a colaborar, percibiendo por nuestra labor un sueldo pequeño. Yo estaba contentísimo. Mi tarea consistía en trasladar paquetes de un edificio a otro, debido a las reformas que se estaban llevando a cabo en ellos. Al principio, cuando éramos unos cuatro o cinco, todo fue bien. Nos compenetrábamos a la perfección en nuestras respectivas labores, en un ambiente de grata jovialidad. Para nosotros sólo era un período de prácticas que nos iría muy bien a la hora de aprobar el curso. ¡Qué divertido poder aprender los trucos de nuestro futuro oficio en compañía de compañeros cuyas continuas bromas mitigaban las penalidades propias del trabajo!

Pronto fui el único de todo el grupo en ser contratado por algunos meses más, dado mi buen expediente académico. La alegría en la biblioteca fue decayendo, la labor solitaria se hacía lenta y pesada, las horas tardaban más en transcurrir; el otoño se hizo nostálgico y el pequeño jardín del recinto se pobló en seguida de hojarasca ocre y pálida. En mi interior, sin embargo, estaba contento porque tendría un sueldo y podría empezar a valerme por mí mismo en la esfera económica de mi vida.

Aunque el frío empezaba a apretar, todo se podía soportar con la ayuda de una máquina de cafés situada en la entrada del edificio principal. El recinto, rodeado por un muro no muy alto y verjas de hierro negras situadas en cada uno de sus cuatro costados, también albergaba una casa anexa donde se podía contemplar una permanente exposición de pintura. Allí iba en los períodos de descanso de mi trabajo, y me detenía maravillado frente al pequeño greco que presidía la sala, un bonito tapiz de colores chillones, verdes, amarillos, con figuras estilizadas, casi evaporadas, manchadas con un tenue rojo desfalleciente, pero sin embargo vivísimo. Alguna vez vinieron de visita mis antiguos compañeros.

En uno de estos encuentros, ya en el mes de noviembre, fuimos a apreciar los tesoros artísticos que en otro tiempo habían estado bajo nuestra vigilancia. Como era de rigor, nos fijamos mucho en ese cuadro del Greco titulado “La Sagrada Familia”. La luz angelical que desprendía la pintura parecía tornarse, con nuestras miradas, en una luz luciferina, amenazante... Al salir del edificio, nos pareció oír un extraño ruido, como si alguien cerrase la puerta de un golpe seco. Nos miramos sorprendidos, pero no le dimos más importancia.

(ilustración del cuadro)

Los primeros días de mi labor solitaria cambié el traslado de paquetes por el teclado del ordenador, en el que introducía todos los datos correspondientes a los volúmenes que la biblioteca iba adquiriendo. En ella trabajaban el director, una vieja dama que ejercía como secretaria - seria, eficiente y discreta- y un hombre bonachón y bigotudo que ya era veterano en la institución. Yo formaba parte de esta plantilla: un grupo muy unido, pero en el cual se mantenía escrupulosamente la jerarquía en función de la edad y la experiencia.

Un día de mediados de diciembre, miércoles, sucedió el primer acontecimiento de una serie de fenómenos que iba a precipitar el abandono de mis tareas y el cierre inmediato por un período indefinido de la biblioteca. Iba yo caminando por uno de los pasillos de la sala donde se almacenaban los libros cuando, de repente, uno de ellos cayó al suelo. Se llamaba "Un pintor heterodoxo". Estaba encuadernado con una reproducción de un greco, en vivos colores, y se trataba de una biografía del pintor griego de Toledo. Cuando lo fui a recoger tuve la sensación de que la copia pictórica de la portada se movía, desplazando las figuras alargadas del cuadro y transformando sus rostros en una gavilla de muecas. Pero mi asombro aumentó cuando abrí el libro y me encontré con una reproducción de la cara misma del pintor: me dio la impresión de que sus ojos me miraban, como si estuvieran aún vivos, en tono de súplica. Asustado, cerré el volumen y lo coloqué apresuradamente en su lugar.

Todo había sucedido en unos pocos segundos. La reproducción de la portada era exactamente la del cuadro “La Sagrada Familia”, el mismo que mis amigos y yo habíamos contemplado días antes y que sin duda representaba el orgullo de la institución. En seguida atravesé el pasillo que conducía a la salida de la sala y me dirigí al despacho donde trabajaban la secretaria y el director. Les comenté a ambos que debían de reformarse los estantes de las librerías, porque algunos se caían debido a la cantidad de volúmenes almacenados. No dije nada de lo sucedido, aunque mi expresión era de un vago horror, y mi voz me salió estremecida. No obstante, les pregunté a ambos si conocían el libro cuyos colores había visto brillar como si saliesen de una pantalla de televisión, y cuya portada parecía tener vida propia, dando a la reproducción del cuadro un relieve móvil e inverosímil. Me contestaron los dos al unísono con una negativa, seca y definitiva. Acto seguido, les di las gracias y me marché.

Volví a sentarme en mi silla, en un rincón de la sala donde algunos becarios investigaban y preparaban sus tesis doctorales, para seguir con mi tarea de archivar en el ordenador las adquisiciones recientes de la institución. Pero la inquietud me impedía concentrarme y regresé a la sala de los libros. Cuando crucé el pasillo que dividía los estantes, de uno de los cuales había caído el volumen "Un pintor heterodoxo", sentí un escalofrío indecible, pues me pareció que detrás de mí alguien o algo me seguía los pasos. Entonces dirigí mi mirada, temerosa y rápida, al lugar donde había acabado de dejar ese libro diabólico. Cuál fue mi asombro y mi inaudito miedo cuando vi que el libro no estaba. Recuerdo que sólo pude respirar con normalidad unos segundos más tarde, cuando con el objeto instintivo de confirmar que había desaparecido puse la mano en el hueco provocado por su ausencia. Pero entonces un frío mortal empezó a envolver todo mi cuerpo....

Volví a casa preocupado, y aquella noche no pude dormir.

Hasta después de Navidad no volvió a ocurrir ningún otro suceso extraño. Del libro nada se supo, pues nadie lo reclamó ni la secretaria ni el director se dieron cuenta o no se quisieron dar cuenta de su desaparición. Al parecer, nadie sabía nada de esa rara biografía. Por lo que podía recordar, se trataba de un viejo volumen de tapas duras, probablemente fechado a principios del siglo XX, aunque no lo puedo asegurar.

Ya entrado el nuevo año los árboles del jardín del recinto bibliotecario se erguían altivos y solitarios. Los rayos de sol cruzaban los ventanales del edificio de paredes rojizas, haciendo que múltiples motas de polvo pululasen frente a mí mientras estaba sentado delante del ordenador. Yo seguía introduciendo datos y más datos, archivando el voluminoso almacén de libros de que disponía la insigne institución. Aquel día había invitado a una amiga de la infancia a ver el formidable catálogo pictórico que el viejo edificio anexo guardaba entre sus paredes. Era una noble casa de estilo neoclásico que antaño había servido de residencia de las autoridades de la villa. En ella se habían logrado reunir algunos cuadros de valor incalculable, que muy pocas personas dirían que se podían hallar en esa pequeña ciudad de provincias. En especial, entre algunas telas de pintores flamencos, pintura neogótica y cuadros impresionistas –recuerdo con cariño uno situado en una esquina que representaba a una chica joven en un balcón bajo una fina lluvia-, destacaba naturalmente el famoso greco conocido como “La Sagrada Familia”.

Mi amiga llegó a la hora del almuerzo, como habíamos quedado, dispuesta a que yo le enseñase mis conocimientos en historia del arte. Cuando entramos en la sala, las luces estaban apagadas, lo que no era habitual. Fui directo al interruptor principal, diciéndole que en seguida íbamos a ver una pequeña joya del Greco. Pero al hacerse la luz y acompañarla frente al cuadro con cuidado noté que mi amiga mudaba el rostro en una expresión súbita de temor. Se hizo atrás:

-¿Qué te ocurre? –le pregunté. No me contestó, se tapó la cara con los ojos y dio la espalda al cuadro.

Volví a acercarme con cautela, pues recordaba perfectamente la extraña luz que desprendía la pintura el día que mis amigos y yo quisimos saborearla con la vista, así como la sensación de viveza monstruosa que en la abandonada sala de los libros había sentido yo al toparme con aquella rara biografía del pintor griego. Entonces giré la vista hacia el cuadro. Pero no pude notar nada igual a lo de aquella vez: se trataba simplemente de la misma pintura de siempre con los mismos colores y figuras de siempre.... De manera que cogí del brazo a mi invitada y fuimos a tomar una tila a uno de los cafés cercanos; ella se calmaría y me explicaría por qué estaba temblando.

Apenas pudo balbucear cuatro palabras con sentido. La luz, los ojos de los personajes, “que se movían y me miraban”, muecas grotescas, una sensación de amenaza... Intenté tranquilizarla, pero en el fondo estaba más nervioso que ella y recordé de nuevo el libro desaparecido. Ella siguió hablando: “Ha sido sólo un momento, sólo un momento, pero me he sentido amenazada por esas miradas, por esas figuras que parecían querer salir del cuadro y envolverme hasta la asfixia...”. Pagué la consumición y salimos del establecimiento. “Creo que no voy a volver más”, me dijo entre tímidas sonrisas.

Yo también sonreí, sin demasiada convicción. Le dije que se recuperaría y que a veces ocurrían estas cosas con el arte... A veces, a fuerza de fijarnos demasiado, de querer apreciar demasiado los detalles, vemos cosas que no existen, producto de un exceso de imaginación. Pero ella insistió en que no se trataba de ninguna fantasía, repitió que realmente había sentido, cerca de su cuerpo, la presencia ominosa de las figuras que formaban “La Sagrada Familia”. “El arte no es lo mío”, suspiró, esta vez con rotunda firmeza.

Por supuesto, no comenté nada de lo ocurrido al director ni a la secretaria. Sin embargo, necesitaba desahogarme y charlar con alguien sobre estos sucesos extraños. Al día siguiente, cuando fui a tomar un café de la máquina ubicada en la entrada del edificio donde trabajaba, me topé con Ricardo, el bigotudo y bonachón hombre-para-todo de la biblioteca. Subrepticiamente empecé conversando sobre lo hermoso que estaba el jardín, que él cuidaba con esmero, y lo lleno de gatos que estaba uno de los rincones del recinto. Ricardó se rió con toda su humanidad y prometió limpiar de maleza aquella esquina, “que huele mal por culpa de los orines de esos malditos bichos”, espetó. Entonces aproveché para comentarle que mi paso por la biblioteca me iba a reportar un gran prestigio, habida cuenta de que contaba con un cuadro de uno de los grandes pintores de la historia del arte. Ricardo no era un hombre de letras, pero sentía por ese greco un amor especial, según me confesó. Tantos años a su lado... De repente bajó la voz, miró a sus lados y acercándose a mí con su café en la mano me susurró:

-Ese cuadro, amigo mío, ese cuadro...

-Ese cuadro, ¿qué, Ricardo?- le repuse con impaciencia.

-Chico- me miró con seriedad, tras haberse separado unos centrímetros-, sólo te diré una cosa: no te acerques demasiado a él. Ya tienen razón los que cuidan los museos importantes, ellos marcan una línea delante de las obras que no se puede cruzar, establecen una distancia prudente-. Casi con los ojos cerrados Ricardo siguió parloteando. –No, nunca se sabe qué puede salir de una cosa que tiene casi 500 años de vida, ja, ja.- Entonces hubo un silencio, que yo no interrumpí. Cavilaba qué era lo que Ricardo me estaba insinuando; sólo me quedaba la esperanza de que Ricardo echase un poco de luz a ese cada vez más espantoso misterio. Pero Ricardo se giró cuando yo ya iba a inundarle de preguntas y a contarle lo del libro desaparecido. Antes de dejar la salita de la máquina de cafés, como si ya estuviese faenando, exclamó.

-¡Muchacho, hazme caso y no te metas en problemas! ¡Te lo dice alguien que lleva casi 25 años entre estas paredes! ¡El arte, el arte! ¡Ja, ja!

Volví a mi ordenador y a mi ventana y en seguida me puse a trabajar. Entonces sonó el teléfono. Era la madre de Ana, mi amiga. Entre sollozos me comunicó que su hija había pasado una mala noche asfixiada de miedo, y que, entre aullidos y convulsiones, estaba ahora completamente enloquecida. “¿Cómo?”, pregunté sobresaltado. Al parecer, aquella noche Ana se había acostado angustiada “por algo que había visto en la biblioteca”, pero esa angustia se había ido transformando, ya dormida, en un pánico enloquecedor. Cuando los familiares se despertaron por los gritos de su hija y corrieron a su habitación, Ana ya estaba completamente trastornada, murmurando palabras sin sentido en un idioma irreconocible. La llevaron entre gemidos y lamentos al hospital y tras sedarla, se durmió con el rostro pálido y descompuesto.

Cuando colgué el auricular, luego de haberle mostrado a la madre de Ana mi sopresa y mi dolor, sin comentarle nada de lo acaecido la mañana anterior, corrí a ver a Ricardo, que en aquellos momentos cuidaba del jardín, como pude comprobar al correr la cortina de terciopelo verde botella que resguardaba la ventana bajo la que trabajaba con el ordenador. El buen hombre regaba feliz el escueto rosal que se levantaba en el parterre central; al acercarme a él, uno de los gatos, de horripilantes ojos amarillentos, se cruzó en mi camino y, aunque suene imposible, pareció sonreírme maliciosamente. No tenía tiempo de asustarme más de lo que ya lo estaba, pero desde luego todo empezaba a desmoronarse a mi alrededor. El director y la secretaria habían ido ese día a la capital por asuntos relacionados con algunos documentos antiguos que la biblioteca estaba dispuesta a adquirir. Solos Ricardo y yo, la atmósfera del recinto que albergaba los dos edificios de la biblioteca, el rojizo donde se trabajaba y se estudiaba y el neoclásico donde se podían visitar las pinturas, era opresiva y gris. Una de las verjas de la parte posterior del jardín chirriaba de vez en cuando: una corriente de aire invernal soplaba desde allí. Los muros, poblados de hiedras y arbustos, nos resguardaban de esta gélida galerna. Cuatro bancos de piedra colocados alrededor del parterre central que Ricardo estaba regando ofrecían un aspecto desolador.

-¡Hola muchacho!- me saludó el bigotudo y bonachón hombre-para-todo. -¿Cómo va ese ordenador? Ya le comenté al director que haría falta adquirir algunas piezas más. ¡No paramos de recibir más y más libros! ¿Quién los va a leer? ¿A quién le interesan todas esas antiguallas cuando se pueden consultar en Internet? ¡Mi hijo me dice que cambie de trabajo!, ¿pero has visto qué bien estoy aquí?

-Ricardo, aquello que antes me has comentado en la máquina de café... –empecé titubeando, pero con la intención firme de que me aclarase ese misterio que con el transtorno de mi amiga amenazaba con enloquecerme a mí también por completo.

-No sé nada, amigo-, me cortó secamente.

-Pero antes has dicho...- continué yo casi suplicandóle.

Ricardo había notado el sudor frío que impregnaba todo mi cuerpo, y en un gesto digno de su bonhomía dejó la manguera que regaba las flores y me acompañó de nuevo a la entrada principal, en cuya esquina se encontraba la máquina expendedora de café. Allí, más tranquilo, escuché un breve relato bajo la promesa de no contarle nada a nadie nunca jamás lo que estaba oyendo. Ricardo empezó recordando sus primeros años en la biblioteca, pero dado mi estado febril y la apremiante mirada de mis ojos fue directo al grano. “Bueno, hijo, ese cuadro de ese pintor famoso, yo creo que tiene una maldición o algo por el estilo”. Ricardo me comentó que uno de los directores murió enloquecido tras haber pasado la noche gritando "Ocerg, ocerg"... “Ocerg es Greco al revés: no sé como lo llamáis a esto vosotros los eruditos...”, subrayó. Me explicó que otros empleados, especialmente los que tenían a su cargo trabajos relacionados con esa diabólica pintura, dimitieron o pidieron la baja por extenuación física, dolores, trastornos psíquicos y cosas así. Algunos de ellos comentaron, antes de abandonar este empleo, que el lugar de “La Sagrada Familia”, ese cuadro tan importante, no era esta pequeña ciudad de provincias sin seguridad ni gente que apreciase el arte. Uno de ellos le comentó, confidencialmente, que una noche que se había quedado hasta tarde preparando el catálogo de uan exposición, el personaje principal del cuadro (Santa Ana, según he oído) le había hablado desde la tela en un extraño lenguaje, que él no había comprendido pero cuyo tono le conminaba a abandonar ese lugar antes de que le ocurriese algo. En un arrebato de fantasía caprichosa le confesó a Ricardo, entre risas entrecortadas por el miedo y la histeria, que él pensaba que se trataba de la venganza del cuadro por haber sido desplazado desde el museo de la capital a este pequeño museo de una biblioteca en la que no pintaba nada. Sólo era una hipótesis entre otras, porque según parece Manuel, otro de los que acabaron medio locos, encontró un libro en la estantería principal titulado Un pintor heterodoxo en el que se relataba la historia de ese cuadro, afectada por lo visto por alguna vieja maldición relacionada con insólitas leyendas de la isla de Creta, lugar de nacimiento, como se sabe, del pintor de Toledo.

-Esto es todo lo que sé, muchacho, y espero por tu bien que no se lo cuentes a nadie, ni te acerques a esa pintura tan célebre, pero tan poca apreciada. Es verdad, deberíamos poner ese cuadro dentro de un marco de cristal y colgarlo a dos metros de distancia del poco público que viene... Pero este es un lugar tranquilo, chico, y así tiene que continuar siéndolo- Ricardo apuró su cigarrillo, me miró con cariño y vaga comprensión, me instó a seguir con mis asuntos y se fue otra vez a regar el parterre central en el que sobresalía el escueto y espinoso rosal.

A la mañana siguiente, acudí puntual a mi cita con el archivo electrónico de la biblioteca. La noche anterior había quedado con los compañeros de la universidad para tomar algo después de visitar en el hospital a nuestra amiga, que seguía sedada. Nadie me preguntó sobre su visita matinal ni yo dije nada al respecto. Sin embargo, los detalles que me hizo saber Ricardo bullían aún en mi cabeza y, como quien dice algo de pasada en una conversación trivial, pregunté a uno de mis compañeros qué es lo que conocía de la vida y obra del Greco. Este amigo mío era un gran amante del arte y, pese a su juventud, había visitado los mejores museos del mundo. Empezó a relatar los consabidos hechos que nos explican en la escuela, subrayó el carácter heterodoxo y sincrético de su pintura, se mostró admirado por su uso del color, y sobre todo remarcó la estilización en la composición de sus figuras, expresión quizá del asombro humano, no exento de horror, ante la inmensidad divina. Entonces soltó una carcajada y, dirigiéndose al resto de los contertulios, exclamó: “La inmensidad diabólica, más bien...”. Todos le secundaron la broma, todos menos yo. Yo estaba más furiosamente perplejo que otra cosa. Y furioso le pregunté: “¿Sabes algo del cuadro `La Sagrada Familia¨, el mismo que tenemos en nuestro museo?”. Sorprendido y vacilante me contestó: “Bueno, creo que dicen que el Greco lo pintó copiándolo de un autor cretense”; entonces respiró y bajando el tono de voz musitó con algo de burla: “En fin, hay alguna leyenda negra sobre ese cuadro, pues al parecer el Greco cometió sacrilegio contra la religión ortodoxa al copiar flagrantemente una obra sagrada que él debió de ver en algún templo pequeño y remoto de su isla... ¡Pero quién va a creerse esas tonterías, ¿eh?!”. No dijo más, todos asintieron y yo me sentí confuso e inquieto, invadido por lúgubres presagios.

De manera que a la mañana siguiente, en aquel enero soleado y terrible, cuando ya llevaba un buen rato tecleando cansinamente delante del ordenador, me excusé ante el director y con el pretexto de ir al lavabo me escabullí dentro de la sala donde se guardaban los libros. Todo estaba igual de tranquilo y apacible como siempre; en los estantes se amontonaban ordenadamente los volúmenes, y una débil luz artificial brillaba en la mesita donde éstos podían ser consultados por los becarios. Allí me dirigí, extrañamente nervioso, mirando de reojo mientras cruzaba el pasillo central que dividía las estanterías. En una de estas fugaces miradas me di cuenta de que el libro "Un pintor heterodoxo" volvía a estar en su sitio. Aterrorizado, lo cogí y avancé con pasos cortos y rápidos por el resto del pasillo hasta sentarme en la mesita donde la vieja lámpara resplandecía con su cansada luz. Al abrir cuidadosamente el volumen sentí un estremecedor hálito en mi nuca. Me giré instintivamente, pero allí no había nadie. Al volverme y coger de nuevo el libro una nota manuscrita con letras góticas cayó de su interior. Ponía: “Ocerg, Ocerg”. Evidentemente alguien la había colocado en el libro con el objeto de intimidar o de perpetuar la mala broma de la extraña maldición que según contó mi amigo pesaba sobre ese cuadro y ese pintor. Respiré profundamente y por un momento me sentí inconscientemente feliz, como si todo formase parte de un cuento de hadas. Pero de pronto pensé en Ricardo, quien en aquellos momentos debía de estar limpiando como de costumbre la sala de las pinturas. Lleno de ansia y de preocupación me levanté de un salto y corrí hasta salir al jardín, tras pasar por delante del despacho del director gritando: “¡Ricardo, Ricardo!”.

Al llegar resoplando al edifico neoclásico que guardaba las joyas de tantos artistas noté que la puerta estaba inusualmente cerrada. En el suelo de la breve escalinata de mármol por la que se accedía a la puerta principal había un objeto brillante. Era una cruz diamantina, la cruz de los cristianos ortodoxos. Estaba manchada de sangre. Un “no” ahogado salió de mi interior y reuniendo las pocas fuerzas que me quedaban trepé hasta una ventana y de una patada logré abrirla. El mismo impulso me hizo caer redondo en el interior de la sala de exposición de los cuadros. Allí, a mi lado, yacía Ricardo, desnucado y con los ojos desorbitados. La sangre que se escurría desde su cráneo herido manchaba el jersey azul con el que casi todos los días acudía a trabajar. Al otro lado de la sala enmoquetada, frente a nosotros, las figuras estilizadas de “La Sagrada Familia” sonrieron durante unos breves segundos y luego volvieron a su estado habitual pictórico. Juro que lo vi; si fue verdad o simplemente una alucinación mía eso ya no lo sabría decir.

De repente oí golpes en la puerta de entrada y giré la cabeza: reconocí por sus gritos al director y a la secretaria, que estaban forcejeando con la puerta, intentando abrirla con las llaves que el director siempre llevaba en el bolsillo de su pantalón. Cuando finalmente ambos entraron en la sala y encendieron las luces, no pude reprimir un amargo sollozo y me desmayé cuan largo era en el frío suelo de la habitación.


Al principio, algunas sospechas del asesinato de Ricardo recayeron sobre mí, pero el director, que conocía la fatal historia de ese cuadro, me defendió de cualquier veleidad acusatoria. Las autoridades municipales, de acuerdo con el Patronato de la biblioteca-museo, decidieron mantener en silencio todo lo relacionado con la muerte de Ricardo y la locura de mi amiga, a condición de que “La Sagrada Familia” abandonase inmediatamente el pequeño museo del pueblo y fuera adquirido por el museo de la capital. Para ello se dieron órdenes de colocarlo a una distancia considerable de la visión del público, y de señalar que su autor era probablemente el Greco, aunque había indicios de que la idea podía haber sido plagiada de algún anónimo mural cretense. Comisarios, artistas, expertos, etcétera preguntaron atónitos por tan inesperada medida. El director se limitó a declarar que, dada su larga experiencia con ese cuadro, era lo más prudente que cabía hacer.

Mis prácticas en la biblioteca finalizaron de inmediato. Algunos días iba a visitar al director, para tratar algunos detalles relacionados con la labor de archivo que hasta entonces había venido desempeñando. De algún modo, aún me sentía implicado en los horribles sucesos que acababan de perturbar la tranquila rutina de la biblioteca. Ésta fue cerrada por un período provisional, con la excusa oficial de que debían finalizar cuanto antes las reformas que se llevaban a cabo.

No pude aclarar nada más sobre el misterio del hermoso cuadro del Greco. En la estantería de la habitación de los libros, seguía pasando el aire por donde tendría que haber estado el volumen "Un pintor heterodoxo"; la última vez que lo vi, lo había tenido entre mis manos. Ese hueco formaba ya parte de mi vida, y era parecido al que yo sentía ahora en mi interior. Así que decidí tomarme unas vacaciones para tratar de hallarle una nueva orientación a mi vida, anímica y profesional. Por un momento pensé en la remota isla de Creta, y en seguir investigando ese extraño caso de “La Sagrada Familia”, pero recapacité, hice caso a mis padres y me fui a Londres. Al regresar de estas vacaciones, sin embargo, seguía aturdido. Una vaga añoranza por los meses transcurridos en la biblioteca pesaba aún sobre mí como una losa. Mi amiga seguía internada en el hospital.

1 comentario

Anónimo -

bhjujkiolpy
nhh
hhh
hh
hhh