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procopio: café filosófico

Cuento: "El circo de los coches inteligentes"

EL CIRCO DE LOS COCHES INTELIGENTES

Aquel viernes por la noche esperaba a dos personas en la nueva casa adosada que mis padres habían adquirido a las afueras de la ciudad. Estaba situada en una calle casi desértica, en la que apenas se levantaban cuatro o cinco moradas ya acabadas y habitadas, y otras tantas a medio construir. El paisaje era, pues, feo, pero según prometían los grandes carteles que flanqueaban la calle en el futuro se podría vivir allí como en los más dulces sueños. Estos carteles se levantaban en la acera de enfrente de la hilera de casas adosadas ya habitadas, una de las cuales era la que mis padres habían adquirido hacía muy poco. Detrás de los carteles se extendía un descampado que separaba nuestra calle del inicio de lo que propiamente era la ciudad. Durante mucho tiempo fue un campo de huertos, hasta hace poco una especie de aparcamiento gratuito y público de coches, y ahora un verdadero descampado en donde muy pronto iban a estar trabajando los constructores de la empresa que había edificado nuestra coqueta casa adosada de dos pisos. En aquel descampado solían instalarse el circo que de vez en cuando visitaba nuestra ciudad. O las atracciones de la feria durante las fiestas de verano.

Ya he dicho que esperaba a dos personas muy íntimas para mí aquel viernes por la noche, cuando los acontecimientos que me he decidido finalmente a poner por escrito empezaron a sucederse, uno tras otro, sin dejarnos respirar y amenazándonos con la peor de las amenazas, la muerte. Mis padres habían salido de viaje de fin de semana y yo me encontraba solo en casa.

Esas dos personas, eran (aún lo son, gracias a Dios), mi mejor amigo Carlos, y una amiga muy especial, Ana. Carlos, alto y espigado, practicaba entonces varios deportes, pero sobre todo la natación. Le gustaba salir por el campo los fines de semana, solo, con su mountain-bike. Había sido buen estudiante, pero no acabó de cogerle el gusto a la universidad. Acabó una diplomatura en enfermería y estuvo trabajando algunos meses en un hospital, pero se cansó y decidió presentarse a las pruebas de acceso a bombero: “También ayudo a la gente, pero me muevo más”, decía. Y cobraría más también, si me permite desde aquí la broma... Y Ana, ah, Ana, era y es mi mejor amiga, una chica de pelo moreno, no muy alta, pero propocionada, y con la sonrisa más guapa que se haya dirigido a mí alguna vez. Ana estudia aún la carrera de Historia, aunque su afición es el cine y está pensando seriamente en hacer algún curso de guionista en este campo. Lo de la historia le viene de familia, su padre es profesor en la universidad y de momento ella le sigue los pasos, aunque yo siempre le digo que debe seguir escribiendo historias cinematográficas, porque son muy entretenidas y a veces conmovedoras.

Yo hace poco que he acabado Periodismo y estoy realizando unas prácticas en un diario de gran difusión y prestigio. De momento me tienen recluido en las páginas de sociedad –donde puedo hacer de todo, de lo más banal hasta lo más sublime, desde seguir la boda de no-se-qué-famoso hasta escribir la crónica de una manifestación política-, pero lo que me gusta es la crónica cultural, las entrevistas a personajes interesantes y la crítica de espectáculos artísticos. Me dicen maliciosamente que soy un pretencioso: yo respondo que lo seré de nacimiento, porque ya cuando era pequeño y empezaba a hojear el periódico, lo primero que me llamaba la atención eran las fotos de los estrenos de las películas o las entrevistas a personalidades intelectualmente interesantes. Sea como sea, es lo que me gusta y de momento parece que voy saliendo.

Pero volvamos al principio de esta historia. Aquel viernes por la tarde salí a alquilar la cinta de vídeo que nos iba a servir de motivo de encuentro a los tres. Habíamos quedado para cenar, ver una película y después jugar un rato a rol o a un simple divertimiento de cartas. La película me tocaba elegirla a mí, y me decidí por Almas de acero, un film que me había fascinado cuando siendo pequeño lo vi por primera vez en un pase de tarde por televisión, y de la identidad de cuyo director y guionista me había enterado hacía poco, para gran sorpresa mía: era Michael Crichton. En esa película salen Yul Brinner y otros ases de la pantalla, pero lo mejor es la historia: unos robots de un parque temático que de pronto se rebelan y empiezan a cobrar vida propia y a causar pánico entre los acongojados visitantes de la atracción turística. Mientras iba caminando hacia el video-club estuve repasando mentalmente la película, de cuyo final, sin embargo, no me acordaba. Por eso le contesté a mi amigo Carlos cuando me llamó por el teléfono móvil: “Sí, a las 8.30 en mi casa, ya sabes dónde es, cerca del antiguo aparcamiento (así llamábamos al descampado donde muy pronto iban a edificar más pisos): os espera un plato fuerte, y no me refiero a la cena, sino a la película...”. Mi amigo rió algo intrigado y colgó después de asegurarme que a las 8.30 estaría en mi casa con tres deliciosas pizzas en las manos.

Al volver del video-club, en la hora en que empezaba ya a oscurecer, llamé a mi amiga Nuria y le recordé la cita. Habíamos sido novios durante algunos meses, pero decidimos dejarlo para no perjudicar nuestra amistad, que venía de nuestra época de instituto, en la que habíamos sido inseparables. Nuria era especial, una chica estudiosa, guapa, pero nada vanidosa. Aunque podía resultar a veces muy cruel. Me repitió cinco veces que no faltaría a la cena y no faltó.

Estando cerca de la calle donde el nuevo hogar de mis padres se alzaba radiante y pulcro, me percaté de que las luces del circo instalado en el descampado permanecían apagadas. “Qué raro”, pensé.

Todos los años por aquellas fechas nos visitaba un espectáculo circense, que aprovechaba aquel lugar deshabitado para extender su carpa y resguardar a sus animales en las jaulas. Pero ya por la mañana de aquel viernes, cuando había salido para ir a hacer las prácticas en el periódico, me había dado cuenta de que ese circo no era el que todos los años solía visitar nuestra ciudad. Había cambiado, era otra compañía, también italiana, pero diferente. Casi no llevaban animales (apenas algún elefante y algún león, y caballos, jaleados, eso sí, durante todo el día por una inmensa muchedumbre de niños acompañados de sus padres), y su espectáculo principal consistía al parecer en un número con coches de última tecnología, capaces de chocar entre sí casi sin causarse ni un rasguño, y de hacer otras piruetas y maravillas inverosímiles, un poco al estilo del coche fantástico de la famosa serie televisiva. O al menos tal cosa ponía en el cartel anunciador del espectáculo: “Venga a ver el fabuloso espectáculo de los coches inteligentes, venga al Circo de los Hermanos Bortoli”, que aquella tarde de viernes colgaba solitariamente en medio del leve viento que lo agitaba a intervalos. Eso fue lo que me llamó la atención: que las luces estuviesen apagadas, que casi no se percibiese presencia humana alrededor, que el cartel tuviese un aspecto tan desolador, que apenas hubiese gente merodeando por el lugar o comprando las entradas para los espectáculos del sábado y del domingo.

Pero es que tal como pude ver según me iba acercando a mi calle el circo daba la impresión de estar cerrado. Me fui directo hacia las taquillas atravesando un breve tramo del descampado y me cercioré de la situación, con la bolsa del video-club en la mano: “El Circo de los Hermanos Bortoli ha suspendido las sesiones del fin de semana por indisposición de los miembros de la compañía. Lamentamos las molestias”, leí en un papel colgado con chinchetas. Otra nota escrita a mano debajo de ese papel aclaraba que los miembros del circo habían sufrido casi todos una indisposición gástrica por ingerir mayonesa en mal estado durante la comida y que las sesiones se habían interrumpido sine die hasta nuevo aviso. Se habían llevado a los animales aquella misma tarde a algún lugar seguro (“¿al zoo?”, pensé chafarderamente), y la situación me entristeció. No hay cosa más deprimente que un circo abandonado, y desde luego lamenté seriamente que aquel fin de semana la vida de mi calle fuese a ser tan monótona y mortecina como de costumbre. “¡Por una vez que el circo se instala al lado de casa!”, suspiré. Sin embargo, me extrañó que lo que parecían ser los afamados “coches inteligentes” del espectáculo circense continuasen aparcados allí cerca, junto a la alta carpa roja del circo, vigilados solo por un guardia jurado que se había ido alejando paulatinamente lo bastante para estar cerca de la vida civil y de los bares que estaban situados al final de la otra parte del descampado.

A las 8.30 el timbre de la nueva casa de mis padres sonó con estrépito. Era Carlos, que había venido cargando las pizzas en el manillar de su desvencijada mountain-bike. “Eh, hola, pasa adentro, Nuria todavía no ha llegado”, le dije nada más abrir la puerta. Carlos se rió y entró con la bici en la salita de espera, donde la aparcó arrimándola a la pared mientras con su mano izquierda me tendía la bolsa de la pizzería: “Ten, toma esto, caramba, mueve el culo”. Yo cogí la bolsa mientras daba un puntapié a la puera principal de la casa, que se cerró en seco. Alegres y dicharacheros cruzamos el breve pasillo que unía la salita de entrada con el comedor, en cuyos sofás recién estrenados dejé caer las pizzas y Carlos se tumbó. “¡Qué comodidades! ¿Cómo nos hemos aburguesado, eh?”, gritó mientras pillaba el mando a distancia y me conminaba con la mirada a que le pasase la película que había escogido para esa noche.

-Espérate, Carlos, Ana está al caer, y primero será mejor que nos comamos las pizzas, ahora que aún están calientes –le comenté, mientras retiraba los paquetes de cartón en las que iban resguardadas y depositaba las adoradas piezas en la mesita del comedor, situada entre el sofá y la televisión.

-Vale, tío, esta noche una pequeña party y mañana estudio, tengo el examen teórico la semana que viene: ayuda y socorro, fuego, agua, tipo de uniformes, yo qué sé. Espero que me sirva de algo... –contestó relajado al tiempo que enchufaba el televisor para ver las noticias.

-Voy a por la bebida –dije, dejándole despreocupadmente en el sofá-. ¡Y no pongas los pies en el sofá! –grité ya desde la cocina.

Mientras rebuscaba en la nevera y preparaba los platos, los vasos y los cuchillos para la cena, me pareció oír que Nuria había llegado y Carlos le había abierto la puerta. Así fue. Al salir de la cocina con la bandeja donde llevaba todo lo necesario –platos y vasos de plástico, servilletas, cuchillos de cocina y hasta un cenicero- para degustar como es debido las suculentas pizzas que acababa de traer Carlos, los vi a los dos sentados en el sofá. “Hola Ana”, le dije. “Hola”, respondió y me dio dos besos y se quitó la chaqueta. “¿Qué hacen ahí fuera esos dos coches tan extravagantes?”, preguntó. Miré desde el comedor hacia la puerta de entrada, a cuya izquierda había una pequeña ventana que dejaba aparecer un trecho de la realidad exterior. “Son los coches inteligentes del circo”, repuse subrayando las palabras y con un orgullo infantil que me sorprendió. “No, no, dijo Nuria, los que están aparcados enfrente de tu casa, bajo el cartel de la empresa constructora de los pisos”, afirmó ella rápidamente. “Cómo qué los que están aparcados enfrente de mi casa...”, susurré ininteligiblemente. Dejé la bandeja encima de la mesita y Carlos se prestó a cortar los trozos de pizza. Un poco perplejo cogí a Nuria del brazo y fuimos a la salita de entrada. “No, enfrente de mi casa no, Ana, yo los he visto esta misma tarde junto a la carpa del circo, en medio de la explanada, sólo que se han puesto enfermos los del circo y no va a haber función este fin de semana”, le comenté.

Pero cuando llegamos a la entrada del adosado y abrimos la puerta allí estaban, justo enfrente de nuestra puerta, parejos, hostiles, negros, radiantes, silenciosos. “¿Lo ves, guapo?”, soltó Ana con un gesto malicioso. “Pues yo juraría que..., vamos estoy seguro que esta tarde....estaban allí”, balbuceaba yo, inseguro por el evidente cambio de posición que habían adoptado los coches, y además temeroso de que mi amiga me tomase por un chalado. “No sé”, concluí mientras tomaba un poco del aire fresco de la calle, ya anochecida, “deben de haberlos aparcado aquí para protegerlos mejor; lo que no sé es quién habrá decidido conducirlos hasta este lugar, pues no es que sea mucho menos inhóspito que aquél...”, razoné señalando hacia la imponente y solitaria carpa del circo, abandonada por la presencia humana en el lúgubre descampado.

Tampoco podríamos averiguar esta última conjetura, puesto que las ventanas de los coches estaban blindadas con un espeso cristal oscuro que imposibilitaba la identificación de sus conductores. Según había podido leer aquel día en el folleto que repartían como anuncio de las funciones, esa invisibilidad formaba parte de la magia circense de los infalibles e invulnerables “coches inteligentes”. De modo que sorprendidos –ella- y un pelín alterados –yo- entramos en casa y cerramos la puerta.

En el comedor nos esperaba Carlos con un pedazo de pizza en la boca. “Pero bueno, guapo, ¿has empezado sin nosotros?”, le reprochó con falsa sorpresa Ana. “Es que tenía un hambre...”, rezongó mi amigo, sin dejar de masticar la cálida masa del condumio. Nos había traído tres pizzas de diferentes ingredientes: una de quesos variados, parte de la cual mostraba sus últimas formas acabadas en el interior de la boca de Carlos, otra de carne picada –al estilo tex-mex-, y otra mediterránea, es decir, con verduras y algunos pedazos de anchoa. “Mmmm, está sí que está buena”, se congratuló Ana, estirando con los dientes el pedazo de pizza con queso que se escurría inverosímilmente entre sus dedos. Nos servimos los refrescos, bebimos y seguimos dando buena cuenta de aquel invento italiano mundialmente masticado, y hablamos de nuestras cosas, de nuestros estudios y nuestros trabajos incipientes, de algunas anécdotas que habían jalonado nuestra amistad, de mi nueva casa y de la película que íbamos a ver. En un momento de la animada charla, Carlos se levantó groseramente como era habitual en él y empezó a deambular por la casa. Como había empezado sin nosotros, su estómago fue el primero en decir basta, y como era una persona extremadamente inquieta, no podía estarse quieto sin hacer nada. Por la televisión continuaban apareciendo imágenes mudas de guerras, partidos de fútbol y profesionales del espectáculo y de la política haciendo sus declaraciones. Suelo dejar la televisión encendida pero quitándole la voz: una manía boba como otra cualquiera, a la espera de alguna imagen o personaje o noticia que me llame verdaderamente la atención.

Mi amigo se dirigió hacia la cadena musical, también recién adquirida, que mis padres habían colocado en una esquina del comedor. “Menuda mansión, macho”, dijo de espaldas, y se puso a rebuscar entre los discos compactos de mi colección. “¡Tachán! ¡Este!”, se giró levantando con la mano un CD del grupo punk norteamericano Ramones, un concierto en directo grabado en Los Ángeles que se titula We´re outta here!. Ana protestó, pero como estaba en minoría le hicimos poco caso y yo comenté un par de banalidades a propósito de esa grabación. Carlos apretó el play modulando cuidadosamente el volumen, y se dirigió hacia la puerta corredera del comedor que daba directamente hacia una pequeña terraza y un jardín. “Caramba, chaval”, iba repitiendo humorísticamente, “¡Qué lujos!”. Todavía no había nada en aquella terraza y aquel jardín, tan sólo una sucia mesa redonda blanca de plástico duro y un par de sillas que hacían juego, además de cuatro o cinco agrestes capas de mala hierba crecidas aquí y allí en el terreno. Tras la pared del jardín, empezaba el bosque. Apenas cuatro o cinco casas de vida civilizada esparcidas en lontananza.

Mientras apurábamos los últimos trozos de pizza y dábamos los últimos sorbos a los refrescos, Ana preguntó por los vecinos. “Pues mira”, contesté, “que yo sepa, somos pocos. Como habrás visto, sólo hay cinco casa adosadas en esta parte de la calle, ninguna en torno, donde piensan edificar una fila de diez adosados en cada una de las aceras de la manzana que rodea al descampado y una gran plaza pública o un párking (todavía lo están discutiendo) en el centro. Y ya digo, en esta acera sólo hay cinco casas acabadas, están construyendo el resto de las cinco en la parte que llega hasta el final de la calle y que se pierde ya en otros terrenos colindantes a las montañas, por donde está el camino que lleva al embalse, ya sabes. Pero la última casa, la de al lado, todavía está deshabitada. La de mis padres es la cuarta viniendo de la avenida de la ciudad, por donde habéis llegado, pero aquí no hay manzana, detrás de los jardines queda el campo, el bosque y las montañas”, me explayé describiendo la arquitectura de mi nuevo barrio, mientras Ana consumía su último pedazo de pizza y Carlos todavía deambulaba entrando y saliendo de la terraza al son de las canciones de los Ramones. Seguí explicándole a mi amiga qué clase de vecinos nos acompañaban en aquella inacabada calle de las afueras de la ciudad: en el primero de los adosados una pareja joven con un crío de menos de un año, en el segundo un hombre solitario, ya jubilado, que al parecer había sido policía y que de vez en cuando recibía la visita de sus hijos, y justo en la de al lado, unos viejos amigos de mis padres, con quienes habían salido de viaje aquel fin de semana.

-Vaya, que estamos casi solitos –espetó Ana, sonriente y cómplice, dando el sorbo final a su vaso de Fanta.

-Sí, casi –corroboré.

En ese momento Carlos se decidió a entrar definitivamente en la sala del comedor y cerrar la puerta corredera que daba al exterior de la casa.

-¡Qué frío! Bueno, qué, ¿vemos la película? –dijo fregándose las manos y encorvando un poco su ágil cuerpo.

Recogimos mal que bien los platos y los vasos que habíamos utilizado y lo dejamos todo en la mesa de la cocina. Pasé un trapo limpio por la mesita del comedor y dispuse estratégicamente unos cuantos cojines, con el objeto de que pudiésemos estirar las pieras sin dañar su frágil superficie de cristal. Había algunas revistas y periódicos retrasados en la parte baja de la mesita, y ropa pendiente de ser doblada en el sofá. La retiramos a un rincón y ordenamos un poco el revistero y nos acomodamos lo más agradablemente posible en aquellas butacas de cine casero. Debían ser las 9.15 de la noche cuando Carlos bajó el volumen de la música y apagó la cadena musical. Yo introduje la cinta de video en el aparato reproductor y cambiamos el canal de televisión. Empezaron a aparecer anuncios de otras películas y de marcas comerciales varias, mientras Ana preguntó dónde estaba el enchufe de las luces para, una vez le hube indicado el lugar, dejarnos en una oscuridad penumbrosa. Los tres nos arrullamos silenciosamente en el relumbrante sofá y procedimos atentamente a empezar la visión de Almas de acero.

-Así que esto es lo que hacía Michael Crichton antes forrarse de dinero escribiendo Parque Jurásico –comentó desdeñosamente Carlos.

-Siempre ha sido un hombre de cine –repuso Ana.

-Sí, ya veréis qué buena película –avisé yo.

-¡No nos la cuentes! –chillaron al unísono mis dos amigos removiéndose en el sofá.

Y Almas de acero empezó. Carlos se sacó sigilosamente del bolsillo de su camisa un poco de marihuana guardada en una pequeña petaca metálica y se lió un porrito. “¿Ahora vas a fumar eso?” le inquirió algo molesta Ana. “Claro, así se ve la película con mayor claridad”, contestó petulante Carlos. “¡Callaros!”, rogué sin alzar demasiado la voz, como haciéndoles saber qué grado de atención y silencio requería la visión de esa gran obra de entretenimiento. “Yo conocí a un muchacho bastante alocado que decía haber visto una decena de veces Matrix yendo de tripi”, musitó Carlos sin hacer caso de mi petición. Pero Ana lo fulminó ferozmente con la mirada y se calló, justo cuando en la pantalla del televisor, que era de no sé cuántas pulgadas, daba inicio propiamente hablando la película que había alquilado en el video-club aquella misma tarde.

La casa estaba en silencio y en esa agradable penumbra en la que se disfruta del buen cine. De vez en cuando se oían los ruidos del motor de la nevera, o ladrar algún perro más allá de la pared trasera del jardín, inhóspitos y secos ladridos de perro doliente. De la escalera que conducía al piso superior de la casa, donde se repartían espacialmente las habitaciones y el cuarto de baño, llegaba al comedor un pequeño rayo de luz, posiblemente proveniente de la farola de la calle deshabitada que había podido entrar por el intersticio de la ventana de mi cuarto, el más próximo a la escalera. Justo al lado del sofá donde yacíamos ya totalmente absortos por los terribles e irónicos avatares de aquel parque temático, había dejado una pequeña lámpara de luz a medio encender, pues se trataba de una de esas lámparas cuya potencia lumínica puede modularse a gusto del usuario. De modo que la noche era cerrada también en el interior de la nueva casa adosada de mis padres donde los tres amigos disfrutábamos ávidamente de la intrigante trama que Michael Crichton había imaginado para lucimiento del hierático Yul Brinner.

A mitad más o menos de la grabación Carlos se desperezó y pidió que parase la película. “Uff, lo que les espera a esas pobres familias”, dijo estirando los brazos. Y acto seguido sugirió hacer un breve paréntesis para repostar fuerzas, ir al lavabo, beber un poco o pillar una bolsa de patatas o palomitas de la despensa de la cocina. Ana y yo nos miramos con la retina de los ojos empequeñecida y asentimos sin dilación ni protesta. “Vale”, murmuró encogiendo los hombros dulcemente nuestra amiga. “Venga, pues, voy a por esas patatas y esa Fanta”, repuse animado, y de un golpe me levanté y llegué a la cocina. Carlos había ido a mear, tan nervioso como es y como se encontraba en aquel momento...

Y de repente los tres empezamos a escuchar un ruido sibilino que procedía de la calle. Parecía el suave arrullo de un río crecido por una reciente lluvia, que arrastra su enorme masa acuática sigilosa pero incesantemente. Digo que los tres escuchamos ese ruido porque casi al mismo tiempo los tres nos preguntamos unos a otros, bastante sorprendidos y todavía con el sobresalto de la película en el cuerpo, qué podía significar aquel sonido. “¿Habeís oído algo?”, dije yo totalmente quieto y todavía con la mano derecha en el asa que servía para abrir la nevera. Carlos llegó al umbral de la cocina cruzando el comedor con paso prudente y asintió afirmativamente con la cabeza, prestando atención a ese suave pero algo inquietante ruido que nos llegaba desde la calle. Al fin Ana exclamó levantándose con los ojos algo temerosos del sofá y bajando nuevamente los brazos: “Parecen coches que pasan”.

Cuando los tres llegamos a la salita de entrada miré por el pequeño ventanal que quedaba a su izquierda y allí pude ver, enfrente de mi casa, cómo los dos extraños “coches inteligentes” del circo de los Hermanos Bortoli rodaban arriba y abajo de la calle sin finalidad aparente. “A ver”, dijo Carlos asomándose al ventanuco. “¿Qué coño hacen?”, juró. “Se pasean”, volvió a exclamar ahogando un grito Ana, que miraba con un ojo por el agujerito de la puerta. La acaricié un momento y volví a corroborar su afirmación. Así era: aquellos dos malditos coches oscuros, sin matrícula y sin conductores visibles habían empezado a pasearse arriba y abajo de mi nueva calle, apenas iluminada por los haces de luz blanca que expulsaban las tres farolas que la poblaban. Carlos se había puesto un poco histérico y empezó a maldecir a aquellos amenazantes y chulescos automóviles sin licencia para conducir por la vía pública. Estaba muy nervioso, y nos estaba demostrando una vez más su infalible instinto psicológico. Se había dado cuenta de lo obvio, es decir, se había dado cuenta de que aquello no era normal, de que allí pasaba algo raro. Pero parte de su histeria venía provocada por la película que habíamos dejado a medias, de modo que Ana y yo no dimos más importancia a sus obstinados improperios.

Estuvimos un rato más mirando por el ventanuco. Carlos se preguntaba con creciente angustia y temor cómo era posible que aquellos dos coches se hubiesen puesto en marcha si las funciones del circo habían sido suspendidas sine die por indisposición general de sus miembros. ¡Si hasta se habían llevado a los pocos animales que formaban parte del elenco! Aquellos dos coches de aspecto siniestro: ¿quién los conduciría? ¿Y con qué siniestros motivos? Pero al cabo de unos minutos de dudas, conjeturas y maldiciones intranscriptibles nos dimos cuenta de que seguían únicamente paseándose. No íbamos a averiguar nada más quedándonos como unos tontos mirando desde la ventana. Más o menos nos pusimos de acuerdo en que la hipótesis más probable fuera que algunos miembros del circo hubiesen salido ilesos de la ingestión de aquella mala mayonesa y estuviesen probando los coches para funciones posteriores. Quizá eran coches tan “inteligentes” que necesitaban cierto cariño diario, vino a decir Ana: ser conducidos todos los días, vaya, para que no se oxidase su seguramente sofisticadísima maquinaria. Dimos por buena esta resolución del caso y nos volvimos gastando algunas bromas a la sala del comedor.

La imagen congelada de la mirada fría del robot que encarnaba Yul Brinner nos miraba fijamente desde la pantalla. La leve pero audible sonoridad sibilina que los coches provocaban a su paso seguía llegando con persistente puntualidad. Cogí una botella de plástico de Fanta de la nevera y unas bolsas de patatas con sabor a cebolla y a jamón de la despensa. Ana y Carlos se habían vuelto a acomodar en el sofá: Carlos sostenía de forma apremiante el mando a distancia. “Caray, qué prisas”, dije yo, depositando las chucherías encima de la mesita del comedor. “Mmm, qué ricas”, soltó mi amiga. Los tres teníamos ganas de reiniciar la visión de la película, no sólo porque la habíamos dejado en el momento más álgido del relato y queríamos averiguar el giro que daba la historia y su fatal desenlace, sino porque de algún modo también queríamos olvidarnos rápidamente del fastidioso ruidito que seguía llegando desde la calle cada vez que aquellos “coches inteligentes” pasaban por delante de la puerta de mi casa.

Y así volvimos a sumergirnos en aquella fascinante narración. Los parques temáticos convertidos en las nuevas guaridas del terror y del misterio, antaño habitantes de castillos y mazmorras. Carlos volvió a liarse otro porrito y pidió amablemente que le llenase el vaso del refresco de naranja. Debían ser aproximadamente las 10.30 o las 10.45 de la noche. Ana estaba realmente asustada, deslizando una y otra vez su espalda por el respaldo del sofá y volviéndose a acurrucar entre los cojines y mi cuerpo, los dos a punto de temblar, o reír a carcajadas.

Seguimos plenamente arrobados los avatares de la peripecia, hasta que la película se acabó al cabo de un tiempo intensamente incalculable.

-Muy buena- comentó Carlos suspirando de emoción al aperecer el The End en la pantalla.

-Sí- aseveró Ana, y me dio un beso.

-Ya veis- me ufané vanidoso.

Volvimos a recoger las botellas de plástico y las bolsas de plástico de patatas vacías, y entramos en la cocina bromeando y conversando sobre la película. Carlos comentó que una vez había acudido a un parque temático dividido en cuatro áreas “temáticas”: una de ellas representaba al México pre-colombino. “Ya me hubiese gustado a ver a aquella toda muchedumbre espantarse ante un azteca que de pronto hubiese recuperado sus aficiones caníbales...”, dijo en un alarde de humor negro muy propio de él. “Venga, hombre, serías el primero en huir...”, comentó en voz alta Ana. Yo recordé que una vez cuando era niño habíamos ido un grupo de amigos a un parque temático acuático, y añadí en la línea macabra de mi amigo que ojalá a alguien se le ocurriese realizar alguna vez una especie de remake de Tiburón pero ambientado en tan idílico y masificado paraje...

Mientras bromeábamos de esta guisa metimos las sobras de la cena en una bolsa de basura y regresamos al comedor. La pantalla de televisión seguía emitiendo un haz de luz blanca, pues no habíamos apagado la reproducción de la cinta de video, aunque la película estaba terminada. Carlos cogió el mando a distancia tal como había hecho unas horas antes al llegar a mi casa y desenchufó el televisor. Eran ya alrededor de las 11.30 de la noche de aquel viernes.

Tal como se podía oír en la calle, aquellos dos extravagantes automóviles seguían paseándose como dos zombis salidos de La noche de los muertos vivientes, arriba y abajo de la vía pública, sin conductor visible ni objetivo aparentemente razonable. Carlos había decidido quedarse en mi casa un rato más, “hasta la 1 o las 2”, fumándose con mi permiso otro cigarrillo de marihuana y escuchando música en el comedor. Pero Ana declinó la oferta de acompañarnos en la fiesta porque estaba muy cansada y quería regresar a casa de sus padres, aunque antes de salir les había avisado de que quizá se quedaría a dormir en mi nueva casa. Ella vivía en el centro e insistí en acompañarla en la motocicleta que tenía guardada en el garaje del sótano. Ella rechazó la oferta tajantemente porque deseaba “tomar un poco de aire”. Carlos tenía el carnet de conducir pero por comodidad y para mantener la forma física había venido en su vieja mountain-bike y con ella se iría pedalea que te pedalea más tarde.

De modo que fue Ana quien cogió la bolsa de basura para dejarla en el único contáiner que había en mi calle. El ominoso sonido de los “coches inteligentes” seguía llegándonos con molesta insistencia. Acompañamos hasta la puerta de entrada de la casa a nuestra fiel amiga, que la abrió y salió a la noche estrellada. Ahí estaban los dos coches negros con franjas rojas horizontales, como los de Starky y Hutch. El container estaba justo enfrente de la casa de al lado. Tras algunas bromas y los besos de rigor, Ana empezó a bajar las escaleras de la entradilla paralelas a la cuesta que conducía al garage y finalmente alcanzó la puerta de la calle. Carlos y yo permanecimos de pie en el umbral, mirándola y respirando el aire fresco. En frente de nosotros se alzaba, casi ilegible por la oscuridad, el cartel de la empresa inmobiliaria que anunciaba la futura construcción de los nuevos edificios. Más allá, en la sequedad de la amplia y larga explanada, emergía la carpa abandonada del circo de los Hermanos Bortoli. Y más allá todavía, se veían las lejanas luces de los pisos y los bares de la periferia de la ciudad.

No era un barrio peligroso. A la izquierda de mi nueva casa la calle moría en una carretera de tierra que se introducía en los parajes boscosos que conducían al embalse. A la derecha la calle también acababa en un terreno elevado sin edificar, parecido a una pequeña colina de tierra arcillosa, en la que al parecer iban a levantar un nuevo pabellón deportivo. En esa encrucijada se giraba a la izquierda y se tomaba una larga y mal emparedada avenida que discurría paralela al descampado donde habían colocado la carpa del circo y que se prolongaba hasta conectar finalmente con los primeros bloques de pisos, comercios y bares habitados.

Nuestra amiga empezó a caminar por la acera de mi calle bajo un cielo rutilante de estrellas y alcanzó el contáiner, donde depositó cuidadosamente la bolsa de basura con las cajas de las pizzas, las servilletas y las botellas de plástico de los refrescos. En ese instante unos de los dos coches negros pasó por delante del contáiner en dirección al camino de tierra del embalse y frenó con firmeza suave y hasta seductora. En aquel momento los tres dimos un respingo de angustia: ¿bajaría alguien el cristal de la ventana y se asomaría a nuestra amiga con alguna intención artera? Pero no pasó nada de aquello, aunque como debía de ser casi medianoche el trasiego absurdo de aquellos dos automóviles empezaba a resultar sumamente intrigante.

Carlos y yo bajamos lentamente las escaleras, como por instinto, hasta la puerta de la calle. Ana se giró haciéndonos un gesto grácil de despedida con la mano y siguió caminando con la cabeza semi-agachada. En aquel momento aparté a mi amigo con el brazo izquierdo y abrí la puerta de la calle. “Espera, quedémonos aquí hasta que gire a la izquierda...”, sugerí un poco bruscamente. Carlos salió conmigo a la acera de la calle y desde allí vimos a nuestra amiga caminar pausadamente hasta casi llegar a la encrucijada, en frente de la última de las casas adosadas donde vivía la pareja joven con un crío.

Pero entonces el coche que se había detenido a la altura del cubículo de la basura aumentó la potencia de sus luces y en una maniobra inverosímil aceleró con potencia enorme en unos pocos metros y logró levantarse perpendicularmente de la calzada, dejándonos ver ante nuestra mirada atónita la parte baja del motor. Me di cuenta de que el coche tenía unos neumáticos especialmente anchos que le permitían realizar esta pirueta asombrosa, la cual nos recordó inmediatamente las inverosímiles posturas que lograba realizar el coche fantástico televisivo de nuestra infancia y que tanto nos llenaba de admiración. Y en esa postura imposible –las ruedas de la parte izquierda rodando en el aire, la parte derecha rozando el pavimento de la calle- el coche empezó a dar marcha atrás con velocidad creciente. Su motorizado gemelo venía desde la otra parte de la calle cuando sus focos nos deslumbraron repentinamente. Entonces aparté la mirada y en el mismo gesto de los ojos pude observar asustado cómo Ana estaba cruzando en aquel momento la calle en dirección a la avenida, mientras el coche perpendicularmente levantado se aproximaba dando marcha atrás a máxima velocidad.

“¡¡¡La va a atropellar!!!”, gritamos Carlos (que también había adivinado la intención del malvado conductor) y yo, súbitamente desesperados. “¡¡¡Ana!!!”. Fue la última palabra decente que salió de nuestras bocas.

Por suerte nuestra amiga oyó nuestro grito y se giró despreocupada. El coche negro no debía de estar a más de cinco metros de su indefenso cuerpo. Mi amigo y yo emprendimos una desesperada carrera hacia el principio de la calle, dando voces y maldiciendo al conductor. Todas las casas vecinas tenían sus luces apagadas.

A menos de dos metros de distancia Ana vio venir incomprensiblemente ese coche rodador, como una moneda de plata gigante que atropella a enanos a su paso. Tuvo la valentía de no paralizarse de miedo, lo que hubiese sido lo más normal, y echar a correr hacia el descampado aprovechando el impulso que había dado al atender a nuestros gritos. Dio un alarido de miedo espantoso, pero el coche pasó de largo sin matarla. Resbaló y cayó en el suelo, pidiendo insistentemente socorro. No había nadie a cien metros a la redonda. Al parecer la pareja de vecinos con el crío también habían salido de viaje de fin de semana...

Cuando el coche readoptó su postura normal estuvo a punto de aplastarla como a una mosca, pero nuestra amiga no quería morir y con un golpe enérgico de su cuerpo rodó por el asfalto hasta topar con la maltrecha acera de enfrente. Carlos y yo intentamos cruzar la calle y llegar cuanto antes hasta ella, pero el otro coche ya nos había alcanzado y en menos de un segundo había acelerado con la inequívoca intención de atropellarnos. Aceleramos nosotros también y no sé cómo pudimos esquivar la criminal embestida del coche y caer rodando en la misma acera donde unos metros más allá yacía asustada y magullada nuestra amiga. Nos levantamos rápidamente y corrimos hacia ella, que se había levantado llorando y dando trompicones en nuestra dirección. En unos segundos nos encontramos y la abracé como nunca había abrazado a nadie. Los tres estábamos muertos de miedo y completamente sobrepasados por los acontecimientos. “Tranquila, tranquila, no pasa nada...”, logré balbucir, mientras mi amigo seguía lanzando improperios a los invisibles conductores de los coches con la sana intención de quitarse el miedo de encima. Pero debíamos mantener la cabeza fría, porque los dos coches habían vuelto a girar y se dirigían lentamente hasta donde habíamos quedado de pie como una escultura de mármol.

Volvíamos a estar juntos, y en cierto modo a salvo, pero sólo en cierto modo, porque alrededor nuestro habitaba la mayor amenaza, viva y cruel. Estábamos a no más de diez o quince metros de la puerta de mi casa, que había quedado abierta, pero también sentíamos que estábamos muy lejos de ella, que aquellos diez o quince metros podían resultar insalvables, como un camino que de pronto se hunde en un abismo oscuro o queda anegado definitivamente por las aguas de un impetuoso torrente.

Los dos coches quedaron uno al lado del otro, como dos soldados apretados en la fila del regimiento. Disminuyeron las luces delanteras, pero no el sibilino ruido del motor, que ya se nos había hecho familiar. Estábamos en peligro. “Vamos, con cuidado”, dije, en un alarde valentía un poco ciega pero insoslayable que me sorprendió a mí mismo. Empezamos a caminar por la acera, de manera diagonal, acercándonos al centro de la calzada para alcanzar rápidamente la puerta de mi casa, con un ojo vigilante puesto en los dos automóviles negros que seguían rugiendo como dos tigres hambrientos mientras se acercaban a paso sigiloso. “Maldita sea”, exclamé.

Seguimos caminando y empezamos a cruzar la calzada, listos para echar a correr hacia la puerta entreabierta de la casa de mis padres en cuanto los coches decidiesen acelerar. Pero por allí avanzaban, casi quietos, tan incomprensibles como antes, acechantes pero sin prisas, como sopesando la situación al tiempo que nos controlaban. Nosotros estábamos a punto de llorar, rabiosos y realmente nerviosos, pero seguimos caminando cautelosamente mientras mirábamos con ferocidad no exenta de temor hacia el cruce de calles que atajaba la colina de tierra arcillosa.

Finalmente, sorprendidos por la mansedumbre de los coches y aliviados llegamos a la puerta de la calle de mi casa. Rápidamente entramos y la cerramos, subimos a grandes zancadas las escaleras y nos introdujimos en el interior de la vivienda. Cerré con llave la puerta de la salita y nos volvimos a abrazar y besar. Con los ojos lacrimosos, Carlos lanzó al aire todas las preguntas que nos bullían en el interín. ¿Quién era esa gente? ¿Por qué nos habían querido matar? ¿Qué iba a pasar? ¿Qué podíamos hacer? De momento permanecimos de pie en la salita de espera mirando otra vez por el ventanuco situado a la izquierda, pero esta vez intimidados y seguros del peligro que nos acechaba. Los dos coches habían vuelto a pasearse pacíficamente arriba y abajo de la calle, sin que aparentemente hubiese ocurrido nada y sin que previésemos que algo peor podía ocurrir.

“Creo que seguirán así hasta mañana”, dijo finalmente Carlos. Ana y yo asentimos gravemente con la cabeza y de momento no pusimos en discusión esa hipótesis. “Tenemos que llamar a la policía”, dije. Fue lo primero que se me ocurrió. Los tres nos apresuramos por el pasillo hacia la sala del comedor, donde estaba el teléfono, dejando bien cerrada la puerta de entrada a la casa. Entonces me descubrí con lágrimas en los ojos, brotadas del miedo, la rabia y la desesperación, e intenté secármelas con la camiseta que llevaba puesta.

Cuando llegamos al comedor encendimos las luces y Carlos buscó el número de la policía en el listín. Estábamos más tranquilos. El peligro seguía deambulando ahí fuera. la casa de mis padres se convertía ahora en nuestro único refugio. Ana me abrazó mientras Carlos marcaba nerviosamente el número de la policía.

-¿Sí? ¿Oiga? ¿La policía? –preguntó mi amigo.

-Sí, sí, chico, quién pregunta, qué desea...-contestó el desabrido comisario de turno, tal como pudimos escuchar por el volumen de la voz que salía del auricular del teléfono.

-Sí, mire, perdone que le llame a estas horas –empezó a decir torpemente Carlos-, no mire, es que estamos en la calle..., aquí casi en las afueras, y en la calle hay unos coches que nos han querido atropellar...

-¿Cómo dice?... ¿Atropellar?... ¿Qué son tres jóvenes?... ¿De dónde dice que me llama?... –anotaba el policía.

-...De la calle que está más allá del descampado del circo, son los coches del circo, cuando hemos salido a la calle nos han querido matar. ¿Oiga? ¿Me oye? –seguía explicándose alborotadamente mi amigo mientras al otro lado del teléfono se oían rumores, silencios espaciados, y algunas risas que en aquel momento nos resultaron hirientes.

-...Bueno, vale, chico, tranquilícense, tomo nota y en seguida se personará en el lugar una patrulla de la policía. ¿Unos coches les han querido atropellar, me dice, no? –comentó con sorna diligente el policía.

-Sí, sí, así es por increíble que parezca –acabó diciendo nuestro amigo.

Al colgar el teléfono, los tres nos volvimos a abrazar esperando la llegada inminente y salvadora del coche de policía. La comisaría no estaba a más de 15 minutos en coche, de modo que fuimos a la cocina a beber un poco de agua y refrigerarnos con algún paquete de galletas saladas que mi madre guardaba en la despensa. Comentamos nerviosos la actitud grosera del policía y sopesamos la posibilidad de despertar a nuestro vecino de dos casas más allá, que había sido también policía y que ahora vivía solo y jubilado. En toda la calle éramos las únicas personas que quedaban aquella noche de viernes, exceptuando los dos invisibles conductores de los coches homicidas.

Sacamos la comida y la bebida al comedor y Carlos se sentó en el sofá tras poner en la cadena de música un disco de música jazz de mi padre. “Nos relajará”, dijo, aunque Ana y yo le miramos como a un imbécil. “Puede ser, pero estate atento”, le contesté. Luego acompañé a Ana al lavabo del segundo piso para curarle las heridas y limpiarnos un poco la cara. Mientras le ponía agua oxigenada encima de los cortes que se había producido en el brazo derecho y en las rodillas al lanzarse al suelo para salvar la arremetida del coche, Ana me miró con los ojos semi-entornados. “Gracias Alberto”, me dijo, y hizo ademán de besarme en la boca. Yo en aquel momento no reaccioné y la miré extrañado, aunque le dije todo lo cariñosamente que pude: “De nada. Seguimos siendo amigos”. Y se rió.

Pero evidentemente estábamos preocupados, tal vez yo más que ella, porque estábamos en mi casa y porque la idea de quedar a ver la película de Michael Crichton aquella noche había sido mía. Los coches seguían paseándose impunemente ahí fuera, y el sonido sibilino y molesto persistía con amenazante claridad cada vez que pasaban por delante de nuestra puerta.

Bajamos al comedor y encontramos a Carlos en el jardín posterior de la casa. “¿Qué haces?”, pregunté. Carlos había salido tratando de encontrar algún agujero para escapar, tal como cuando éramos pequeños nos inventábamos túneles y pasadizos secretos para escondernos de los peligros imaginarios que fantaseábamos. Pero los muros del jardín eran muy altos y tras ellos en seguida empezaba el bosque, elevado sobre la especie de colina de tierra arcillosa donde en el futuro pensaban construir un pabellón deportivo. La casa que quedaba a la derecha del jardín tal y como se salía a él no estaba acabada, y además en cualquier caso la pared que nos dividía también era demasiado alta. Y en la casa de la izquierda no había nadie: sus dueños habían salido de viaje con mis padres.

Sólo podíamos contactar con el vecino jubilado, un hombre de casi setenta años, de aspecto huraño y enigmático, del que ni tan siquiera sabíamos el número de teléfono. “Yo paso de llamar a mis padres”, dijo Carlos, “hasta que venga la policía”. Ana comentó mientras cerrábamos la puerta corredera de la terraza y volvíamos a entrar en el comedor que ella tampoco avisaría a su familia, ya que les había dicho que a lo mejor se quedaba a dormir en casa de Alberto y no quería alarmarles. Los tres estábamos deseando que el coche de la policía llegase cuanto antes. Carlos volvió a insultar a los misteriosos conductores de los “coches inteligentes” del circo de los Hermanos Bortoli.

Mientras Ana y Carlos permanecían sentados en el sofá, inquietos y temblorosos, intenté llamar al móvil de mis padres. Pero estaba desconectado. Una vocecilla alegre y por completo ajena al momento de angustia que vivíamos, que era la voz de mi madre, decía. “En estos momentos no estamos disponibles. Hemos salido de viaje. Si quieres decirnos algo urgente deja un mensaje en el buzón de voz. ¡Gracias!”. Pero por no alarmarles yo tampoco, no dejé ningún mensaje. Ni Carlos ni Ana habían traído su móvil, y el mío estaba sin saldo desde esa tarde.

Los tres habíamos perdido la capacidad de reflexión. Cuando sales a la calle y unos coches negros y sin conductor visible intentan atropellarte intencionadamente pierdes la noción del tiempo necesario para contemplar la vida serenamente. Eso es lo que nos ocurría a los tres, acurrucados en el sofá, sin saber muy bien qué hacer o qué decir, sin saber si decidir una cosa es mejor o peor que decidirse por otra, olvidando lo esencial, preocupados por minucias como que el cenicero estuviese lleno de sucias y pegajosas cáscaras de pipas, quisquillosos, irritables seguramente por la sensación de haber estado al borde de la muerte, asustados, repentinamente indefensos.

Debieron de pasar unos quince minutos. La casa estaba silenciosa, apenas hablábamos, pero cada vez que los coches pasaban indiferentes a nuestra angustia, que de algún modo era su causa, dábamos un respingo de temor y alguno suspiraba sin aliento.

Entonces de repente oímos un ruido muy fuerte, como una explosión. El fragor procedía de la calle. Los tres saltamos del sofá y corrimos hacia la puerta de la entrada. Fui el primero en asomarme al ventanuco de la izquierda y allí, bajo el cartel publicitario de enfrente, vi empotrado contra sus postes al coche de la patrulla de policía. “¡Imbéciles!” grité sin piedad, aunque entonces no me arrepentí del juramento.

No nos atrevimos a abrir la puerta y salir al rellano de la casa. Era evidente que todo el daño que podían producir los coches sería circulando, y en principio no podíamos correr peligro si salíamos al exterior, a no ser que aquellos asesinos además de conducir coches “inteligentes” portasen armas también “inteligentes”. En fin, permanecimos expectantes en la salita de entrada, oteando por el ventanuco y Ana otra vez por el agujerito de la puerta, y en aquel momento me vino a la cabeza una broma imbécil y le dije: “No mires por ahí que dice Rabelais en el Gargantúa y Pantagruel que no nos fiemos de los que ven el mundo por un agujero pequeño”. No me acuerdo de lo que me contestó mi amiga, pero sin duda nada bueno aunque bien merecido.

Del coche de policía salieron dando trompicones dos hombres de mediana edad. Se les veía sorprendidos. “¡Pues claro, imbéciles!”, dijo también Carlos, ¿es que no me han creído?”. Al parecer no le habían creído demasiado en la dichosa comisaría, porque los de la patrulla apenas iban armados y sin duda parecían estar más preocupados por hacer la digestión de la cena que por el caso de “la calle del circo”, como supimos después que habían decidido burlonamente llamar a aquella extraña denuncia de coches que intentaban atropellar a los transeúntes.

Pero las caras de los policías aumentó de sorpresa y horror cuando los dos coches circenses se aproximaban a ellos amenazadoramente. Uno de aquellos coches se irguió espectacularmente como una hora antes le habíamos visto hacer igualmente antes de intentar matar a nuestra amiga. En aquel momento Carlos no aguantó más y abrió la puerta. La noche era fría y el aire seco nos detuvo en el umbral. Pero ahora la visión de la atroz maniobra era completa. El coche de la policía seguía empotrado contra uno de los postes del cartel publicitario, echando humo de su capote delantero, mudo y destrozado. Alguno de los dos coches negros con franja roja horizontal debía de haberle forzado aquel giro brusco y fatal. Estaba inservible y aún tuvimos suerte de que no se produjese ninguna explosión, aunque ahora que lo pienso aquello tal vez habría llamado definitivamente la atención de los vecinos situados más allá del descampado y el asunto no habría podido ir mucho más lejos...

Pero nadie parecía percatarse a diez kilómetros a la redonda de lo que allí estaba ocurriendo. El coche que se había levantado perpendicularmente aceleró a toda velocidad y visto y no visto atropelló mortalmente al policía más retrasado, el que se había quedado rebuscando en la parte delantera del volante, supongo que intentando infructuosamente ponerse en contacto con la comisaría central. Los tres dimos un alarido de terror cuando el coche se llevó inmisericordemente por delante como un muñeco de trapo al buen hombre, cuyo cuerpo inerte fue arrastrado unos diez metros hasta que el coche negro volvió a su posición horizontal y dejó rugir ferozmente sus motores.

El otro policía casi no pudo ver esta imagen terrible, porque salió corriendo aturdido del primer choque y luego, al ver venir a los coches asesinos cada uno por un lado de la calle, intentó alcanzar despavorido la otra acera de la calle, unos metros más allá de la puerta de la casa de mis padres. El espectáculo era dantesco, el contáiner también había sido tumbado y toda las bolsas y cajas de basura se desparramaron por el suelo bajo la tibia luz de la farola. “Supermercados Dong”, ponía en una bolsa sucia. Los tres gritamos al policía que empezó a cruzar la calle ciegamente, haciéndole señales con los brazos y conminándole a entrar en nuestro refugio. “¡Aquí, aquí, rápido, aquí, venga, entre, aquí!”. Aquí, aquí, aquí estamos seguros, gritábamos con todas nuestras fuerzas, mientras en medio de la calzada, unos metros más allá, a la izquierda de nuestras asustadas miradas, yacía muerto el cuerpo del primer policía justo al lado del lujoso y brillante automóvil del circo.

El hombre al que gritábamos insistentemente desde nuestro portal tuvo la feliz idea, dicho sea sin ironía, de meterse en la primera casa con la que se encontró, para lo cual tuvo que saltar la verja de la puerta y ver cómo el segundo de los coches “inteligentes” pasaba rozando la acera contigua, a toda velocidad, sin conseguir su propósito homicida.

Todos los que quedábamos vivos en aquella calle estábamos ahora más o menos a salvo, porque nadie salió ni apareció armado de los coches del circo de los Hermanos Bortoli. ¿Estaría durmiendo el jubilado en su casa? ¿Tendría algún arma escondida? ¿Algún número de teléfono salvador? Las expectativas eran ominosas, ridículas, pero seguíamos respirando el aire fresco de la noche: Ana, Carlos, yo, y el policía que había logrado esquivar la penúltima acometida asesina, y que ahora yacía sentado con la espalda pegada a la puerta de la casa llorando y maldiciendo.

¿Qué más podía pasar? Porque lo peor no era no saber qué podía pasar o si todavía iba a pasar algo peor sino que aquello estaba realmente pasando, que lo malo estaba sucediendo delante de nuestras narices sin que nadie tuviese la más mínima idea de cómo pararlo. Fue Ana la que rompió aquel silencio fúnebre y gritó al policía tendido en el interior del portal de la segunda casa de la calle. “¡Eh, usted! ¿Se encuentra bien? Pruebe de venir hasta aquí”, gritó. El policía se levantó y volvió la mirada hacia nosotros, tenía los ojos fuera de órbita y estaba sudado y magullado, pero nuestra presencia allí no pareció sorprenderle, como si el hecho de encontrarse con unos seres humanos justo en ese momento hubiese sido el suceso más normal del mundo, tan inversamente normal como podía resultarle lo que acababa de ocurrir, como si aquella presencia humana le fuera debida mientras los coches asesinos seguían circulando libremente por la ciudad, calle abajo, calle arriba, impunemente, arrogantemente, tranquilamente.

Por supuesto no se nos ocurrió salir a la calle, aunque tal vez podríamos habernos acercado al coche de la patrulla y tratar de dar el aviso a la comisaría central. Carlos saltó esforzando su ágil cuerpo el muro que dividía mi casa de la de los amigos de mis padres y debió rodar por el suelo empinado que bajaba hasta el garage de éstos, pues se oyó un crujido y un grito lastimoso. “Creo que me he roto algo”, dijo entre sollozos e imprecaciones. Sólo nos faltaba esto, pensé, pero no había otro remedio que continuar y tratar de dar la vuelta a la situación. Mis padres no contestaban al móvil, la pareja de la primera casa también se había ido de vacaciones, el descampado de enfrente seguía a oscuras sin que el vigilante jurado apareciese por allí (seguramente no lo haría hasta que cerrasen los bares, y entonces podía ser demasiado tarde), ningún coche o motocicleta o transeúnte despistado había pasado por la calle desde las nueve de la noche, estábamos solos, desamparados, heridos y asustados, casi sin poder de reacción.

Carlos se levantó y asomó su cabecita por entre el seto que separaba las dos puertas de la calle de las casas adosadas. “¿Cómo están ustedes?”, exclamó con el soniquete de los payasos del circo que había entretenido nuestra infancia. Nos echamos a reír y aquellas carcajadas nos reconciliaron con nosotros mismos. Bien, a pesar de todos estábamos vivos y habíamos sobrevivido a los ataques de aquellos dos monstruos rodantes.

“Déjate de bromas y ayuda al señor”, le dijo entonces Ana. Carlos se fue hasta el siguiente seto y le extendió los brazos: el policía, medio aturdido aún por los recientes acontecimientos, se los cogió y a trancas y barrancas logró traspasar la espesa mata vegetal y saltar al otro lado de la pared. Bueno, ya estaban los dos en el rellano de la puerta de la calle de la casa contigua a la nuestra. “¿Y ahora qué?”, grité desde el umbral donde habíamos permanecido expectantes Ana y yo. “Ahora... –comentó mi amigo en tono de improvisación-, ahora no lo sé tío, ¿por qué no tratamos de llegar a tu casa y volvemos a llamar a la policía para que esta vez traigan el equipo al completo?”, propuso con deje irónico. “Probad por el seto”, dije, “por donde tendrías que haber saltado la primera vez, so bruto”, acoté cariñosamente.

Carlos y el policía siguieron mi consejo y en pocos minutos se encontraron con nosotros dentro de mi casa. Estábamos hambrientos y los coches continuaban su demente desfile, una y otra vez, sigilosamente, sin saber muy bien en qué momento acabaría o cuándo podían volver a acelerar y arremeter contra alguien o contra algo. De momento la noche seguía siendo fresca y por entre las telas de la carpa del circo seguía soplando un lúgubre viento, allí en medio del desolado descampado, que le daba un aspecto todavía más macabro. ¡Qué noche tan insoportablemente grotesca!

El policía se llamaba David (“lo único normal esta noche son los nombres”, comentó en otra salida sarcástica mi amigo Carlos) y nos preguntaba una y otra vez qué coño pasaba ahí. Ahí pasaba lo que pasaba, amigo, lo que pasaban eran dos coches propiedad del circo de los Hermanos Bortoli que habían intentado atropellar a nuestra amiga Ana y que habían acabado con la vida de su compañero, dos coches ultra-tecnificados que podían aumentar su velocidad en muy pocos metros y que eran capaces de sostenerse y avanzar perpendicularmente por la calzada. Y quién sabe cuántas maravillas más...

Decidimos llamar a la policía y que se pusiera nuestro compañero rescatado para convencer de una vez al jefazo de turno de la gravedad de la situación. Carlos había querido hablar con sus padres, pero en el teléfono fijo no contestaban y el móvil lo tenían apagado. Tal vez estaban ya durmiendo. Y Ana prefirió no alarmar a sus padres, seguramente para no alarmarse ella misma todavía más.

David marcó el número de la centralita principal y no tardaron mucho en cogerle la llamada. Jadeaba y le costaba respirar: se le veía verdaderamente asustado. De hecho, estábamos apesadumbrados por la muerte de su compañero, cuyo cuerpo inerte todavía yacía aplastado por aquellas máquinas bestiales en medio de la calle. No lo podíamos ver desde el umbral de casa, pero probablemente los coches debían de haber acabado empujándolo hacia un costado de la vía pública. Mejor así. Aunque qué profunda y muda tristeza nos embargaba.

Cuando el policía empezó a hablar dando su número de identificación algó terrible sucedió. De repente todas las luces de la casa se apagaron y la llamada telefónica se cortó. “¡No es posible!”, gritó Carlos, como sospechando lo que realmente había ocurrido: los coches habían embestido contra las farolas y los postes telegráficos de la calle y se había cortado toda comunicación eléctrica. Los postes de teléfono yacían partidos en dos, caídos como los troncos de un árbol herido por los rayos de una tormenta.

En ese momento yo me encontraba en la cocina preparando unos sandwiches junto a Ana. Los dos salimos corriendo hacia la puerta de entrada, por cuyo ventanuco pudimos ver la escena. ¡Qué desastre! Qué iba a ser de nosotros... Ana no pudo contenerse más y me abrazó sollozando, yo tuve que disimular como pude y consolarla y consolarme en la medida de lo posible. En eso llegaron Carlos y el policía, blancos de pánico: ahora los inteligentes no sólo eran los coches, ahora había quedado demostrado, como por un azar fatídico, que los conductores de los coches también eran inteligentes, que realmente habían querido atropellarnos, que realmente querían hacernos daño.

La amenaza opaca planeó por el cielo de la ciudad, pero al parecer nadie tenía planeado venir a salvarnos. El guardia de seguridad debía de estar apurando sus últimas copas de las horas libres que se había tomado, puesto que ya eran casi la una de la madrugada. ¿Se darían cuenta allí delante, a varios centenares de metros, que la luz de la calle que estaba más allá de la carpa del circo se había apagado misteriosamente? Era probable, pero tan probable como que nadie diese importancia a ese repentino apagón en una calle tan alejada y que todavía estaba edificándose. “Maldita sea”, volví a exclamar.

¿”Qué hacemos ahora, eh?”, dijo perentoriamente Carlos. En aquel momento, me di cuenta, en el único vislumbre de lucidez que tuve aquella noche, de que lo más importante era mantener la calma y permanecer unidos, evitando la discordia y las discusiones banales. “Pues...”, sopesó todavía entre sollozos Ana, “intentar despertar a nuestro vecino jubilado y salir de aquí en coche”. Era cierto, nadie podía rechazar la posibilidad de los autos del circo acabasen embistiendo contra nuestra casa. Nadie podía rechazar la posibilidad de que los conductores, indudables autores del crimen, podían ir y seguramente iban armados, quién sabe con qué sanas intenciones. “Y nosotros viendo Almas de acero...”, suspiró desconsoladamente mi amigo.

Mis padres se habían llevado el coche, de modo que el único medio de salir de allí con cuatro ruedas y evitando toparse con los asesinos del circo era despertando a nuestro vecino jubilado, que tal vez hasta podía guardar una escopeta en su casa. Pero, ¿estaría allí o también se habría ido de viaje, huyendo de la ciudad que semanalmente nos chupa la sangre pero a la que no sabemos transformar para que se convierta en un lugar habitable del que no sea preciso escapar cada fin de semana? El elegido para acercarse hasta la puerta de su casa fui yo, dado que Carlos todavía se quejaba de una posible torcedura del tobillo izquierdo provocada al saltar la primera vez por la pared mediana del adosado de mis padres. El policía, que era el profesional, estaba demasiado fuera de lugar para poderle confiar esta intrépida misión, aunque en seguida se había unido a nosotros sin reproche alguno, como si hubiese estado cenando aquella noche con los tres delante del televisor.

Bueno, pues vamos allá, me dije, pero antes me preparé concienzudamente. Ni Carlos ni Ana habían traído móvil, así que cogí el móvil, el cual se había quedado sin saldo esa tarde y por tanto no podía llamar, pero tal vez podía recibir alguna llamada oportuna. También me hice con una linterna y también cogí, no sin aprensión, un cuchillo de la cocina. Si a alguno de los dos invisibles payasos del volante se le ocurría salir del coche y trataba de hacerme algo, tendría algo con que repeler en un primer momento el ataque. De modo que pertrechado de esta guisa salté sin demasiados problemas los dos setos que me separaban de la casa del jubilado, no sin caminar con precaución e intentando cruzar inadvertidamente e incluso sin dejarme ver, no fuera que a alguno de los dos coches, que seguían paseándose absurdamente por la calle, me alcanzase con sus potentes focos de luz y decidiese acabar con mi arriesgada aventura. Jamás me había sentido tan importante y a la vez tan poca cosa. “¿Por qué, por qué quieren hacernos daño, por qué?”, iba diciéndome una y otra vez mientras avanzaba subrepticiamente, parapetado detrás de la pared que daba a la calle y con la vista puesta en las ventanas superiores de la casa del jubilado, que permanecían a oscuras como la noche estrellada.

Mis amigos y el policía habían seguido inquietos mi excursión a la casa del vecino, tratando de no llamar tampoco la atención cada vez que los coches circenses pasaban silenciosamente por delante de la puerta. “Malditos hijos de puta”, oí espetar a Carlos.

Cuando llegué exitosamente al adosado del vecino expolicía se me aceleró todavía más el corazón. Habíamos dado un paso adelante en la resolución del caso, o tal vez no, porque allí no parecía habitar nadie, tan callada y a oscuras se veía la casa. “Tranquilo, corazón mío”, me dije, y entonces dudé si debía llamar al timbre de la puerta o tirar algún objeto a la ventana del cuarto de mi vecino (si los adosados eran iguales, aquella ventana debía ser por narices la de un cuarto de dormir, como sabía al dar el mío a la calle). Me decidí por esta segunda opción y aunque no me fue fácil desprenderme de la linterna fue el objeto que finalmente arrojé con todas mis fuerzas contra el cristal de la ventana. Lo iba romper, pero rogué a Dios porque si en aquella habitación había una cama estuviese como la mía al otro lado del cuarto. Lo que era seguro es que con la rotura de los cristales lograría despertar al habitante o a los habitantes de la casa, aunque durmiesen en otra habitación.

Y así fue como lancé la linterna que sostenía con la mano derecha y el reproductor de luz entró como una exhalación en la habitación haciendo añicos los cristales del ventanal que daba a la calle. “¿Qué hace ese loco?”, oí que murmuraba Carlos. Ese loco había conseguido despertar a alguien, no sabía todavía sin ileso o herido de gravedad por los posibles cortes de los cristales. Pero nadie se muere por eso, ¿no?, en cambio nuestra situación... En fin, que por la ventana oscura de la habitación se asomó un feliz rostro enfurruñado y soñoliento que gritó: “¡Gamberro! ¡Ladrones! ¿Quién anda ahí?”. El anciano miró a la calle y vio asombrado el desfile de los dos coches del circo, los postes caídos, la calle sin luz, la desolación. “¡Scht...!”, murmuré instintivamente. De inmediato le avisé que corríamos peligro, le pregunté si se encontraba bien, a lo que contestó que había oído un ruido desde la parte posterior de la casa donde dormía y que pos eso se había asomado, preguntó quién coño le había roto la ventana “de una pedrada”, y yo le volví a rogar que no gritase y que me abriese cuanto antes la puerta de su casa para aclararle las dudas. “Soy el hijo de los Martínez”, le dije quedamente.

Todavía rezongando, el hombre cerró inútilmente la ventana y bajó cuidadosamente la escalera hasta la puerta de entrada. La abrió y me saludó con un tono jovial que en nada se adecuaba a la situación, y me hizo entrar. “¿Qué ha sucedido, joven?”, preguntó intrigado, “vamos, pase y explíquese, sobre la ventana hablaremos después”. El anciano había notado mi estado de excitación y trataba adoptar una postura de pacificador. Era un hombre canoso de ojos claros. Dejé el cuchillo encima de la mesa y le conté cómo pude cuanto había ocurrido en nuestra calle desde que aquella tarde había vuelto del video-club con una película en la bolsa. Teníamos un muerto y dos coches asesinos rodando ahí delante insistentemente, amenazando nuestras vidas con certeza horrible. “Hmmm...”, suspiró profundamente el policía jubilado. Me contó que efectivamente tenía una escopeta guardada, tal como acertadamente habíamos supuesto, aunque añadió que hacía mucho tiempo que no la usaba. Nunca había matado a nadie, aunque más de una vez se había visto obligado a disparar a un hombre. “No el mismo, ¿eh?”, matizó. Caramba, parecía un hombre inteligente y eso, entre coches y conductores tan inteligentes, podía venirnos muy bien. “¿Cuál es el plan, joven?”, inquirió sin ofrecer en su cara algún vislumbre de respuesta.

Bueno por eso habíamos decidido despertarle, porque no teníamos ningún plan seguro, qué diantres pensaba ese hombre. El anciano notó mi súbito acaloramiento y trató nuevamente de calmarme. Se encendió un cigarrillo y con la bata puesta se levantó y empezó a caminar por el comedor. “Dice que son dos coches que se pasean arriba y abajo de la calle, que ha habido un apagón –lo cual era evidente, porque estábamos a oscuras en aquel comedor de hombre solitario, sólo alumbrados por una minúscula vela que al parecer el jubilado procuraba mantener siempre encendida-, que el teléfono no funciona -yo carezco de portátil, añadió-, no tienen a mano ningún coche, yo sí, de modo que piensan salir de aquí con mi coche y los cinco dentro enfrentándonos a esos dos monstruos rodantes”, finalizó enfáticamente.

“Más o menos”, repuse impacientemente. “Y posee una escopeta que puede utilizar, habia cuenta de su licencia”, subrayé. “Eso es, eso es, jovencito”, susurró pensativamente, “supongo que no hay alternativa”.

Le pedí permiso para salir al rellano de la casa y avisar a mis compañeros de que todo iba bien y de que debíamos prepararnos para escapar. El anciano, todavía con aquella antañona bata de seda anudada a su cintura, asintió y se fue a cambiar de ropa a su habitación. Los coches seguían circulando ominosamente, con monotonía enloquecedora, pero apenas les hacíamos ya caso. Eran casi las dos de la madrugada y debíamos tomar una resolución, ahora que podíamos.

Hice el camino de vuelta a casa de mis padres por donde había venido, sin la linterna, con menos miedo en el cuerpo pero con idéntico sigilo. Al saltar el primer seto hice un gesto brusco e innecesario con la pierna izquierda y el móvil salió disparado del bolsillo del pantalón haciéndose añicos en el suelo. “¡Mierda!”, exclamé súbitamente angustiado. Pero, ¿quién iba a llamarme a aquellas horas? Di por buena la pérdida del teléfono portátil y en seguida alcancé el seto que daba a la casa de mis padres. Allí me esperaban ansiosos de noticias y muertos de frío mis amigos y el policía de mediana edad. Les conté la situación, que el anciano era en fecto poseedor de una escopeta –nuestro amigo el policía había perdido su arma al salir del coche estrellado-, y que íbamos a salir con su coche camino de la primera comisaría fuese como fuese. “Pero somos cinco”, conjeturó Ana, “¿qué coche tiene ese abuelo?”. “No es un abuelo”, repuse, “bueno, sí que lo es, pero hay que confiar en él, porque si no no sé qué haremos, creo que tiene un Seat Ibiza”, acabé balbuciendo. Evidentemente en ese coche no cabíamos cinco personas si además teníamos que estar preparados para sortear alguna embestida de los autos asesinos o incluso llegar a disparar.

Por un momento el silencio de la noche pareció nublarlo todo, el cielo, las estrellas, nuestras miradas, nuestra imaginación. La salida de aquel infierno parecía estar vedada a nuestro paso, a nosotros que precisamente habíamos caído sin buscarlo en ese pozo. Pero miré al cielo como pidiendo una respuesta, o quizá un silencio más amable, y vi la agonía nocturna de las estrellas refulgir como luces que nos van anunciando la salida de un túnel. “No queda más remedio que intentarlo”, afirmé finalmente imitando la templanza con la que el vecino jubilado me había hablado hacía poco rato.

“De acuerdo”, comentó entonces mi amigo Carlos, “pero yo cogeré la mountain-bike y me iré camino del embalse para despistar al otro coche, así tendréis un contrincante menos”. Lo dijo seriamente, pero Ana en seguida le contestó: “¿Qué dices, chalado? ¡Te aplastarán como a una mosca!”. “No, si llego antes que ellos al camino de tierra”, repuso de inmediato. Y era verdad. Carlos se había estado preparando durante los últimos meses para el examen de bombero, era ágil musculoso, rápido de reflejos, había participado en varias carreras de bicicletas de montaña, y aunque todavía sentía molestias en el tobillo izquierdo podía hacer un último esfuerzo e intentar conducir a uno de los coches hacia un terreno que desconocía, dejando vía libre para el enfrentamiento de nuestro Seat Ibiza con el segundo de los coches asesinos. Carlos se sabía de memoria cada uno de los accidentes del camino, donde se abría un sendero, donde la carretera giraba para no precipitarse en un barranco, todos los baches y los charcos que permanecían días y días estancados en la tierra arcillosa. Lo miré fijamente a los ojos y vi a un hombre decidido, sabedor del peligro que corría, pero muriéndose de ganas por realizar esa gesta. En una palabra: lo vi prudentemente confiado. David no protestó y añadió sin más: “Será mejor que seamos solo cuatro personas en el coche del anciano: yo conduciré, él llevará la escopeta, y vosotros dos iréis detrás”.

La mountain-bike de Carlos llevaba una dinamo en la rueda delantera que le permitía producir un poco de luz a cada pelada que daba. Si lográbamos salir en el momento oportuno, si Carlos lograba alcanzar pronto el camino del embalse y allí colarse en el bosque y despistar al primer coche, tal vez el segundo lo seguiría y entonces podríamos salir de la calle sin dificultad. Ese era el plan y para ello entramos los cuatro en mi casa para estudiar los movimientos pausados de los autos del circo de los Hermanos Bortoli. El reloj de pulsera que llevaba en la muñeca dio las 2:30 en punto de la madrugada. No sabría decir cuán cansados nos sentíamos. Era necesario un último esfuerzo, quizás un el último.

Los dos conductores llevaban los coches de punta a punta de la calle de manera sincronizada, cuando el que conducía por la derecha llegaba hasta la altura de la encrucijada con la avenida, el otro llegaba hasta el principio del camino de tierra, cuando se adentraba en el bosque que cerraba por ahí la extensión del descampado. Los dos daban media vuelta y volvían a circular cada uno por su lado, hasta que se cruzaban casi justo delante de mi puerta, un poco más allá a la izquierda del cartel de la inmobiliaria. Llevaban puestas las luces de media distancia y en ningún momento se les oyó el sonido de una bocina o un gesto que los desviase de su enloquecido recorrido. Pero todos sabíamos que corríamos un grave peligro.

¿Cuándo era el momento ideal para que Carlos tomase la bicicleta y saliera disparado hacia el embalse? ¿Cuándo podríamos meternos en el coche del expolicía jubilado y salir disparados hacia la avenida en busca de auxilio? El plan trazado suponía que el segundo coche, o sea, el coche que venía desde la carretera del embalse, perseguiría también a la bicicleta de mi amigo, con lo cual tendría que dar media vuelta, no sabíamos si realizando una de sus prodigiosas maniobras o cumpliendo el método ortodoxo. En cualquier caso, ese era el momento que los del Seat Ibiza de nuestro vecino teníamos que aprovechar para salir del garaje y enfilar hacia la avenida sin ser notados, porque en ningún caso, “en ningún caso”, convenimos enfáticamente, debíamos arriesgarnos a introducir al coche del circo en la ciudad. Era de noche, las calles debían de estar despobladas, pero no podíamos jugárnosla sabiendo de lo que habían sido capaces sus astutos conductores.

Quedamos así, fríamente, entre las brumas de la incertidumbre, decididos a afrontar la inteligencia de aquellos coches con nuestras propias armas. ¿Tendríamos que realizar algún disparo? Tal posibilidad me asustaba, porque nunca había oído ni visto un disparo de arma en la realidad, y Ana, que también sudaba, comentó para quitarle hierro a la situación y sin saber muy bien lo que decía: “Si hay que disparar, se dispara”. Esa frase, cuya estructura expresiva nos recordaba una frase de una película cómica que habíamos visto tiempo atrás, nos hizo reír a carcajadas. David, el policía mediano que aquella noche también había caído sin preverlo al mismo pozo que nosotros, sonrió bobamente pero en seguida cambió de jeta y afirmó severo: “Tranquilos muchachos, vamos dos policías en el coche”.

Decidido el plan sólo nos quedaba llegar hasta la casa del vecino jubilado y contarle el plan. Carlos saldría con la bici justo en el instante en que los dos coches cruzasen por delante de la puerta. La sorpresa les quitaría algunos segundos para reaccionar y la bici correría a toda velocidad por el lado izquierdo de la calzada. La verdad es que ahora que lo pienso no sé cómo pudimos diseñar ese plan suicida, pero en aquel momento nos pareció lo mejor que podíamos hacer, lo único que podíamos hacer. La otra opción era esperar, pero quién sabe qué hubiesen podido decidir aquellos dos chalados de los coches negros con franja roja durante toda la noche.

Ana, el policía y yo saltamos los dos conjuntos de setos que nos separaban de la casa del vecino jubilado y llegamos a su puerta. Estaba abierta. Entramos. Por el pasillo que llevaba al comedor apareció vestido con tejanos y una cazadora azul el anciano. Llevaba una escopeta en la mano derecha y una linterna en la izquierda. “Bien, ¿preparados?”, inquirió. Ana y yo estábamos temblando y casi no podíamos hablar. La magia de la aventura se había acabado justo en el momento en que vi la escopeta en la mano de aquel buen hombre entrado en años. David le explicó el plan utilizando un tono casi profesional que nos sorprendió y los dos hombres procedieron a revisarlo punto por punto, intentando tener presentes los imprevistos que podrían aparecer. “Si el otro coche nos persigue, me veré obligado a disparar”, comentó el señor jubilado de ojos claros. David sopesó que tal vez era mejor seguir a Carlos con la bicicleta y dispararles a las ruedas por detrás. Sopesó la posibilidad de provocar un accidente, “como ellos han hecho con nosotros”. Y además, Carlos estaría más protegido, porque lo cierto es que todos temíamos por la vida de Carlos, que él había decidido jugarse con plena conciencia, aunque ninguno de nosotros, ni siquiera el veterano policía, se atrevió a impedírselo ni a comentar en voz alta aquel lóbrego presentimiento.

Bueno, el disparatado plan estaba en marcha y sólo teníamos que esperar a la señal que Carlos y yo habíamos convenido. Eso significaba que yo sería el último en subir al Seat Ibiza, pero la verdad es que no me importaba. La otra opción era que un helicóptero del ejército o de la Cruz Roja tuviese pensado aterrizar en aquel momento en medio del descampado donde se alzaba solitaria y desolada la carpa de los simpáticos fratelli, lo cual resultaba si bien menos peligroso, mucho más improbable.

La contraseña que elegimos para dar la salida a nuestro plan fue el grito de Towanda, esa palabreja que utiliza como un blasón de la rebelión la protagonista de la película Tomates verdes fritos, es decir, Kathy Bates. Yo silbaría una cancioncilla de los Ramones, I wanna be sedated, para anunciarle que estábamos preparados y Carlos debía exclamar ¡Towanda! justo en el momento en que los morros de los coches alcanzasen la misma altura. Después abriría la puerta de la casa y saldría disparado “sin mirar atrás” hacia la carretera del embalse. Cuando nosotros oyésemos ese grito el policía de mediana edad pisaría a tope el pedal del acelerador y saldríamos a la calle en dirección a la avenida. Por tanto teníamos que salir antes de que el coche circense que venía por la izquierda llegase a la altura de la casa del vecino jubilado. De otro modo nos arriesgábamos a producir una colusión segura. Ana y yo estábamos mudos de miedo. Pero aún me quedaban fuerzas para gritar. Si todo iba bien, giraríamos a la derecha sorprendiendo el paso del coche asesino, que con toda seguridad nos perseguiría. Aunque teníamos la escopeta. Carlos debía darse prisa en llegar al camino también antes de que el segundo coche de los Hermanos Bortoli pudiese reaccionar a tiempo y pudiese... en fin, atropellarlo.

De modo que los cuatro bajamos al garaje por la escalera interior de la casa pertrechados con la escopeta del jubilado, que portaba en mano, y con las consignas bien aprendidas. Lo primero que hizo el veterano profesional de la seguridad fue apartarnos con un ademán y romper el cristal posterior de su Seat Ibiza. “Tal vez tenga que disparar por ahí, chicos, así que tened agachadas vuestras preciosas cabecillas”, dijo sin pestañear. Menuda broma, hombre, pensé yo, aunque no se trataba de ninguna broma. Aquel hombre iba a disparar casi con toda seguridad, aquel hombre tendría que disparar si no queríamos vernos aplastados por quién sabe qué maquinaria homicida de los dos coches del aparentemente inofensivo circo italiano.

El jubilado limpió los cristales del asiento trasero de su automóvil para que Ana y yo no sufriésemos ningún corte. Afuera los dos coches seguían paseándose arriba y abajo, como si tal cosa, produciendo aquel ruido sibilino y fastidioso que nos había llamado la atención unas horas antes mientras veíamos la película de video. En el ambiente podía palparse la creciente tensión, la severa atmósfera de que algo realmente grave, tal vez imprevistamente fatídico, nos podía suceder. El joven policía se puso al volante del Seat y cuando el vecino abrió sigilosamente la puerta del garaje la oscuridad de la noche se sumó a la de la habitación. Salí con pies vacilantes al exterior y con ayuda del vecino logramos abrir la puerta de la calle sin que los dos automóviles del circo, que en ese precismo momento no pudimos ver, se dieran aparentemente cuenta. Estaba todo preparado. Bajamos corriendo la pequeña cuesta. Antes de entrar en el garaje, vimos cruzar lentamente por delante de la puerta abierta de la calle a uno de los dos coches en dirección al cruce con la avenida. “Bueno, ya está, es la hora”, me dije para darme ánimos. Miré al anciano de pelo canoso de ojos claros que sostenía una escopeta con sus manos y empecé a silbar aquella cancioncilla absurda de los Ramones. Dos casa más allá, Carlos esperaba montado en su bicicleta la señal. “Que Dios nos acompañe”, me dijo el anciano. Luego nos metimos en el coche, el jubilado y su escopeta en el asiento delantero de la derecha, yo en el asiento trasero junto a mi amiga, que no decía ni mú y parecía musitar una salmodia o algo así.

Entonces se oyó un rugido que rasgó el silencio de la madrugada, ¡¡¡Towandaaa!!!, y David el policía puso en marcha el motor del Seat y apretó el acelerador. Carlos debía de estar ya en la calle. “¡Cabroooones!”, juré antes de agachar la cabeza y hacer lo propio con la de Ana. El Seat Ibiza salió a la calle y a menos de dos metros estaba ya el primero de los coches inteligentes. Giramos hacia la derecha cruzando la calle y a punto estuvimos de meternos dentro del descampado. El coche se descontroló y David no pudo dirigirse rápidamente hacia la avenida. En ese instante escuchamos el primer disparo por encima de nuestras cabezas. Al parecer el coche circense no había tardado demasiado en reaccionar y había acelerado con la intención de atropellarnos. No recuerdo muy bien cuánto tiempo pasó porque todo fue muy rápido y a la vez muy angustioso. Me pareció escuchar un frenazo. El policía veterano volvió a disparar, mientras gritaba palabras casi ininteligibles al conductor de nuestro coche, que hacía lo que podía. Entonces se oyó un fuerte golpe: los disparos habían hecho mella en las ruedas delanteras del coche inteligente y éste había perdido el control, empotrándose finalmente contra la primera de las casas adosadas. Entonces el jubilado bajó del coche y se fue disparado hacia allí escopeta en mano, disparando casi ciegamente contra la puerta del conductor. “¡Alto, alto, policía, baje del coche, alto, policía”, se le podía oír que decía entre las ráfagas de la escopeta.

Sin estar demasiado seguro de lo que hacía y sin saber muy bien si era lo correcto levanté la cabeza y entonces vi que David había girado... ¡en dirección a la carretera del embalse! No osé preguntar por qué narices estaba saltándose el plan trazado, pero al parecer el primer coche estaba vencido y en cambio no sabíamos nada de Carlos y su mountain-bike. Lo entendí rápidamente. Ana también se irguió y empezó a gritar: “¡Vamos, vamos, hay que salvarlo!”. David volvió a pisar el pedal del acelerador pero ahora no teníamos ningún arma de fuego. “¡No los he visto, no los he visto!”, repetía el policía de mediana edad. En la calle no había ni rastro del segundo coche circense ni tampoco de Carlos ni de su bicicleta.

Llegamos a toda velocidad al principio del camino de tierra y David disminuyó de velocidad. Yo no sabía si volábamos, si íbamos a estrellarnos o si saldríamos con vida de aquella carrera. Pero, ¿y Carlos? ¿Y el pobre Carlos? ¿Y el audaz Carlos? Carlos, Carlos, Carlos, sólo tenía ese pensamiento en mi cabeza. “Con cuidado David”, comentó entonces Ana. Entramos en el caminito de tierra a unos 30 kilómetros por hora y David puso las luces largas. Entonces, en ese momento de súbita tranquilidad, me di cuenta de lo imposible que parecía que Carlos hubiese llegado ileso al camino. ¡había casi cincuenta metros desde mi casa hasta allí, y el coche inteligente podía acelerar a toda velocidad en pocos metros! ¿Dónde diantres se habían metido?

Recorrimos unos metros del camino de tierra, lleno de baches y curvas peligrosas. Tal vez eso habría salvado a nuestro amigo. Pero ni rastro de él ni del coche. Entonces David casi paró el coche y exclamó: “¡Mirad!”. Allí delante, a unos diez metros, en el borde de una curva de casi 90º yacía en el suelo la bicicleta de Carlos. “Ay, dios mío...”, se le escapó a Ana. Abrí la puerta del coche cuando David todavía no lo había parado y salí corriendo hacia allí gritando el nombre de mi amigo. Cuando llegué, David y Ana también habían salido del coche, que mantenía las luces de los faros encendidas. “No hay nadie”, dije sintiéndoles llegar hasta donde me encontraba, de pie, con los brazos caídos y la vista perdida.

Nos fijamos en la tierra del camino y entonces comprendimos que el coche había salido disparado hacia el escarpado barranco que cortaba esa curva: las marcas de sus gruesas ruedas no dejaban adivinar otra cosa. Los tres nos miramos y comprendimos que estábamos más o menos a salvo, pero ¿y Carlos? ¿Qué hacía su bibicleta ahí? ¿Habría saltado también él por el precipicio? Nos asomamos y nos pareció ver entres los matorrales y los árboles bajos del fondo un coche medio destrozado. Las estrellas seguían refulgiendo en el cielo y un abrumador canto de grillos se alzaba al aire fresco de la noche. Estábamos a salvo, pero extenuados.

Entonces oímos silbar. Era Carlos. Subía como podía por la cuesta del barranco, medio cojeando, pero aparentemente feliz. Ya casi había llegado a la carretera. Cuando alzó la vista y nos vio, exclamó con su soprendente naturalidad, como si no hubiese pasado nada: “¡Eh, hola! ¿Qué hacéis aquí?”.

Nos abrazamos y le explicamos como había salido todo en cuatro palabras mal dichas. Él seguía contento y silbando, como si no hubiese estado a punto de morir. “Ese imbécil se pasó de listo y le gané”, dijo. Al parecer el coche había reaccionado muy rápido cuando Carlos se había asomado a la calle gritando Towanda. Pero el conductor quiso “jugar” con nuestro amigo, y eso le salvó. De otro modo no sabemos qué hubiese ocurrido. Al parecer el coche inteligente poseía otras lindezas técnicas en su sofisticada maquinaria: llevaba una especie de rodillo de cuchillos en las ruedas que le permitían destrozar las ruedas de los otros coches. No sé para qué demonios querían esos cuchillos en las exhibiciones del circo. Pero el caso es que esos segundos que el condcutor tardó en apretar el botón de la hélice asesina y alardear de su ingenio técnico los aprovechó Carlos para llegar con destreza asombrosa hasta la carretera del embalse. Una vez allí, estaba a salvo, porque se sabía hasta la posición de las piedrecitas que jalonaban el camino. De modo que siguió peladeando furiosamente, esperando la oportunidad de burlar al coche italiano, que cada vez se acercaba con sus ruedas de cuchillos a menor distancia. “Me giré un par de veces y allí las veía, acordándome de Charlton Heston en Ben-Hur”, decía Carlos con humor. “Bueno, tal vez macho, pero te fue de un pelo”, pensé yo.

Así que nuestro amigo llegó a la curva fatídica y derrapó la bicicleta: eso debió de sorprender al confiado conductor del coche homicida, que aceleró todavía más, de tal forma que al llegar a la curva, sin conocerse el trazado del camino, no le dio tiempo de girar el volante y el coche salió volando por los aires hasta ir a parar al fondo del barranco. Carlos dejó la bicicleta y bajó corriendo por la cuesta empinada: cuando vio el amasijo de hierros al que había quedado reducido el coche, comprendió que su conductor estaba muerto. “No siento ninguna pena”, aclaró nervioso al recordar la imagen de aquel hombre desconocido con la cabeza aplastada contra el cristal delantero de su coche. Aquello no era más que un coche, volcado y con un hombre muerto en su interior.

¿Cómo podía haber ocurrido todo aquello? ¿Cómo era posible que todo aquello hubiese ocurrido y hubiese estado a punto de matarnos?

Todas esas preguntas y muchas más siguieron rondando mi cabeza durante los meses siguientes a aquella frenética noche de viernes. Regresamos a mi calle y allí estaba el veterano policía apuntando con la escopeta hacia un hombre joven con bigote y traje de domingo. Había otro hombre: era el vigilante jurado, que había regresado a las 3 de la madrugada de su ronda por los bares. No le reprocho su ausencia y su tardanza, tal vez ahora estaría muerto. El conductor invisible, el otro loco asesino, que al menos había salvado su vida, gritaba histérico cosas incomprensibles, llamando a la policía, clamando por su inocencia, maldiciendo y echándole la culpa de todo a su jefe. Recuerdo que lo primero que hice al llegar junto a él fue mirarle fijamente con odio a la cara. Ni se inmutó, pero no sentí compasión por su patética figura.

Según supimos más tarde el inventor y dueño de aquellas dos máquinas rodantes tan fascinantes había decidido anular la franquicia de la que los Hermanos Bortoli gozaban desde hacía un par de años. Quién sabe qué sucio negocio se escondía detrás de aquella solitaria carpa de circo, qué oscuro trapicheo había detrás de aquellos dos brillantes e ingeniosos automóviles, qué tipo de servidumbre sojuzgaba a aquellos dos desdichados individuos que habían decidido vengarse de esa manera... Ni lo sé ni me interesa demasiado. Salimos vivos y es lo que importa.

Hoy, seguimos quedando para ver películas de video con mis amigos, y a veces nos visita mi vecino jubilado. Bebemos Fanta y Carlos ya es bombero. Ana me ha ayudado a escribir estas líneas. La calle va siendo edificada, y han decidido construir una plaza en lugar de un párking, tal vez para olvidar el poder destructor que allí tuvieron un día dos coches aparentemente maravillosos. Pero me acuerdo de que antes de entrar todos en casa para coger algo de ropa y dirigirnos al centro de la ciudad, me giré y miré hacia el descampado. Allí seguía erguida y mágica la carpa del circo, como una promesa traicionada, como una flor marchita y aplastada por un poder mal utilizado, despiadamente sometida a la vorágine del tiempo.

5 comentarios

lorena -

Ximo está muy bien!!A mí me gusta ese formalismo, al menos en este caso;pero encuentra "El faro de la última noche"!!!Ya decía yo que te veía tristón.Venga!Busca!Busca!que me tienes intrigada. Dale recuerdos a Sergio si hablas con él...

procopio -

gracias Gálvez, este es el cuarto intento: sí, todavía demasiado formal. Pero en parte está hecho a propósito, forma parte del género, por lo menos antes de Stephen King (y no no tengo el talento de King). No sé si ha leído "el dr. Jekill y mr. Hyde": parece un informe jurídico.

Bueno, lo malo es que el último intento, un cuento titulado "El faro de la última noche", donde con más seguridad me atrevía ya a ligar y dosificar una trama menos explícita y formalmente entrevista, ¡lo he perdido!

gracias

AGálvezA -

Amigo Procopio, me parece que tu cuento está escrito con mucha formalidad. Eso está bien, pero a mí me gusta mucho el ramalazo propio, o sea, el toque singular. Cuidado con los "se giró", puesto que puedes terminar rodando. La salida del cuento, a corto plazo, la veo difícil, como no sea que se incluya en un manuscrito de relatos largos.
De todas formas, me parece un relato digno y publicable.
Que no decaiga el ánimo, muchacho.
Un saludo.

procopio -

sí, un relato, una "nouvelle". Sería un honor que lo comentase. Estoy pensando en contratarle como agente editorial, vendiéndome como la persona que no soy.

AGálvezA -

Amigo Procopio, este cuento más parece novela corta que cuento. Volveré en cuanto disponga de más tiempo.
Saludos.