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procopio: café filosófico

Cuento: "En las ruinas de Whirlepool"

Hoy es un gran día. Yo también quise, de joven, de pequeño, ser escritor. Gané un premio a los 12 años con un cuento titulado "El caso del ordenador", y fui revoloteando luego por la novela, la poesía, el teatro breve, incluso la vanguardia o el esbozo de guión cinematográfico. Desde hace un tiempo, he empezado a escribir cuentos de género, sobre todo de misterio y de terror. Los hice como divertimentos.

Es la primera vez que publico, aunque sea en internet, un cuento mío. Hasta ahora los leyeron algunos amigos y amigas, y mi hermana, a quien está dedicado.

EN LAS RUINAS DE WHIRLEPOOL

-Ven conmigo –le susurró Gewellyn a su hermano Fred.

Los dos niños se cogieron de la mano y echaron a correr hacia el descampado donde desembocaban los últimos árboles del parque público. El columpio donde habían estado jugando aún dejaba sonar los chirridos de sus hierros, mientras el asiento se balanceaba cada vez con menor ritmo, hasta que paró.

La niñera se quedó adormilada, sentada en un banco. No se percató de que los dos niños habían traspasado la espesura del bosque y se habían adentrado en un descampado seco, polvoriento, en cuya parte izquierda se erigían las ruinas de una fábrica antigua.

Gewellyn y Fred se detuvieron en el borde del parque y se soltaron las manos.

-¡Mira!- dijo Fred, indicando a lo lejos las paredes derruidas de la fábrica.

-¡Vamos! –propuso su hermana.

Los dos niños caminaron distraídos, pisando por encima de latas de cerveza arrugadas y bolsas de plástico que alguien había dejado allí. Había una densidad grisácea en el aire. Algunas rachas de viento gélido les llegaban desde los árboles del parque. El polvo se levantaba y Gewellyn jugaba con sus faldas, riendo como cuando su madre, hacía tiempo, le cosquilleaba en la cama antes de acostarse. Fred se detenía de vez en cuando, cogiendo piedrecitas del suelo polvoriento, y absurdamente se entretenía con ellas en los dedos, o las lanzaba, sin demasiada fuerza, hacia el lugar donde antaño se había levantado aquel edifico ahora en ruinas.

Al final de aquella inhóspita explanada había una calle apenas transitada, un semáforo, una acera en mal estado, una mujer con el carro de la compra, unas farolas de luz amarilla, una tienda de comestibles y una librería. En el escaparate de la librería un pequeño libro yacía a la vista del público. Se titulaba Sur plusieurs beaux sujets y su autor era Wallace Stevens. Dentro de sus páginas, que quizá alguien estaba leyendo en ese momento en otro ejemplar, se encontraba escrita la siguiente sentencia:

“Los grandes intereses del hombre: el aire y la luz, la dicha de poseer un cuerpo, la voluptuosidad de la mirada. Mario Rossi"

Fred dejó de tirar piedras y echó a correr.

-A ver quién llega antes –retó a su hermana cuando ya le llevaba cinco metros de ventaja.

-¡Tramposo! –gritó Gewellyn, y se puso a correr.

Mientras estuvieron corriendo la luz del sol entraba por los intersticios de las nubes y destellaban en suaves reflejos sobre la cabellera rubia de la niña, que ondulaba al viento alborotada. Los ojos azules de Fred miraban cada vez con mayor ansiedad el umbral de la puerta de entrada a la fábrica, pero el sudor que bajaba de su frente le empezó a molestar la vista, hasta que se pasó fugazmente las manos por las cejas mientras seguía corriendo y pudo llegar el primero a la meta imaginaria.

-Eres un tramposo –dijo Gewellyn jadeando cuando se detuvo en el umbral, y después se sentó en una de las muchas piedras sueltas que formaban antes las paredes de la fábrica.

-¿Qué será? –preguntó asombrado Fred.

-¿No lo ves, tonto? –contestó su hermana-. Es una fábrica.

En la otra parte, en el extremo del edificio en ruinas, se erigía una chimenea alta y rojiza, llena de hollín en el borde superior, pintarrajeada con sprays en formas ondulantes y panzudas.

-¡Vamos! –dijo la niña.

Los dos hermanos bordearon ansiosamente la pared izquierda de la fábrica y llegaron al pie de la chimenea.

-¡Cuántos cristales!- gritó Fred mientras pasaban por debajo de las ventanas rotas.

-Claro, tonto, ¿no ves que es una fábrica en ruinas? –aseveró orgullosa Gewellyn.

La chimenea estaba también semi-destruida. Un innumerable hormiguero de colillas de cigarrillos inundaba el suelo que rodeaba el principio de la gran torre de piedra.

-Es una chimenea –confirmó desalentado Fred, y bajó los brazos.

En ese momento un coche aparcó en la acera maltrecha que había más allá del descampado y una persona descendió de él. Era una mujer, joven y guapa, pero vestida toda de negro. Llevaba un pañuelo de color también oscuro y unas gafas de sol, a pesar de que la luz del día era muy tenue. Las nubes de la tarde se arremolinaban en grandes masas condensadas, que presagiaban tal vez una noche de lluvia; en el aire flotaba un bochorno extraño. Pero la mujer siguió avanzando sin quitarse las gafas de sol.

Cruzó la calle cuando el semáforo de peatones se puso en verde y entró en la librería, cuya puerta de madera tintineó. Fred pudo oír ese típico ruido, y siguió con la vista a través del escaparate los gestos gráciles de la mujer, mientras Gewellyn se distraía musitando una canción infantil y levantando polvo con sus pies para tapar las colillas.

Una vez que estuvo dentro de la librería se quitó elegantemente el pañuelo y las gafas de sol. Ante la puerta derruida de la fábrica Fred ahogó un gemido. La dueña de la librería, una anciana a la que le cubría un jersey de algodón de color verde, atendió el ruego de la mujer y fue a buscar un libro al escaparate. La mujer esperó a que la empleada envolviera el libro y después pagó. Se volvió a poner las gafas de sol y el pañuelo y salió de la tienda.

Mientras Fred seguía absorto ante la puerta destartalada aquella esbelta figura caminó por la acera alejándose del lugar. Gewellyn paró entonces de corretear por la chimenea de la fábrica en ruinas y lo despertó con otro grito.

-¡Entremos!

-Vale –repuso el niño sin demasiado entusiasmo, suspirando.

Los dos niños se abalanzaron sobre la puerta trasera del edificio, riendo y empujándose. Debía de tratarse seguramente de otra puerta de entrada a la fábrica, habilitada en los tiempos en que ésta estuvo funcionando regularmente. Algo temerosos, Fred y Gewellyn cruzaron el umbral y se internaron por el pasillo que daba al interior del viejo edificio en ruinas.

La mayor parte del techo de la fábrica seguía cubriéndola, por lo cual sobre aquel amasijo de desperdicios herrumbrosos y cristales rotos reinaba una penumbra silenciosa. Algún pájaro había construido su nido sobre una de las primeras máquinas del taller, y cuando Fred y Gewellyn entraron sigilosamente en la habitación, el pájaro echó a volar en dirección al pasillo de salida. Los dos niños se sobresaltaron: era una golondrina oscura y veloz, inofensiva pero aun así amenazante.

Una vez pasado el susto, Fred soltó una carcajada.

-Eres una niña cobarde, eres una niña cobarde –canturreó mientras daba saltitos al oído de su hermana.

-¡Tonto! –refunfuñó Gewellyn, pegando los brazos al cuerpo y juntando los pies.

A la izquierda del pasillo había una habitación en la que casi no se podía entrar. Eran los servicios, unas letrinas sucias y pestilentes de las que salió un ratón justo en el momento en que Fred se había girado para ver huir al pájaro.

-¡Ah!- exclamó asustado, y dio marcha atrás rápidamente.

-¿Qué ha pasado? –preguntó Gewellyn.

-Nada –mintió secamente su hermano.- He pisado un cristal roto. Tenemos que llevar cuidado.

-¡Un cristal! –exclamó a su vez la niña rubia, abriendo los brazos al aire y echando un largo suspiro.

Los dos niños siguieron avanzando por entre lo que quedaba de las máquinas en la planta del antiguo taller. Un montón de basura se desparramaba por el suelo, del que en algunos puntos brotaban hierbas y nidos de hormigas. Los cristales rotos estaban por todas partes, y el hierro de las máquinas desprendía un fuerte olor a óxido. Había máquinas con varios artilugios cuyo funcionamiento era desconocido para Fred y Gewellyn, y tornillos e incluso herramientas desperdigadas. En el centro de la sala, una espaciosa mesa de madera se elevaba casi a la altura de los niños. Encima de la mesa había máquinas de hierro también oxidado, placas y alguna suela de zapato carcomida por el tiempo. Dentro de una caja de madera roída, caída al pie de la mesa, quedaban algunos botes de pegamento vacíos y resecados, junto a más colillas y algunas hierbecillas que crecían entre el suelo de piedra agrietado.

Fred alzó el brazo y quiso coger una herramienta.

-¡No la toques!- le avisó Gewellyn.

Fred detuvo el movimiento del brazo y miró extrañado a su hermana.

-¿Por qué?- preguntó.

-¿No ves que está oxidada?-dijo muy segura de sí misma Gewellyn.

Por entre la ventana principal de la pared semi-derruida de la fábrica entraron durante algunos segundos unos claros rayos de sol. Fred asintió mudamente a su hermana y siguió husmeando por encima de la mesa, poniéndose a ratos de puntillas y llevando cuidado de no mancharse ni hacerse algún rasguño.

En ese momento, volvió a escuchar el tono agudo de la voz de su hermana.

-¡Ay!

Fred se giró y tuvo la intención de correr hacia el lugar de donde provenía el chillido. Pero se dio cuenta de que los rayos de sol se habían esfumado y de que aquella oscuridad penumbrosa había vuelto a invadir el interior de la fábrica. Sin embargo, no tardó en alcanzar a su hermana, que detrás de una de las máquinas, gemía agachada, llevándose la punta del dedo pulgar hasta la boca repetidamente.

-Me he clavado un tornillo –susurró sumisamente a su hermano.

-Bah, eso no es nada –repuso el niño con los ojos abiertos.

Cogió el dedo ensangrentado de la niña y lo chupó fuertemente. Después escupió. Volvió a repetir el mismo gesto dos veces más, hasta que le enseñó el dedo limpio de sangre a su hermana con orgullo fraternal.

-Ya está –dijo.

-Bésame –le rogó bajando la voz su hermana.- Bésamelo.

-¿Qué dices? –se echó para atrás Fred, arrugando la frente.

-Que me lo beses, así se me curará del todo... –sugirió Gewellyn mirándole cálidamente.

-Estás loca –zanjó Fred, y girándose y marchando hacia uno de los rincones de la sala, donde se amontonaban unos armarios de madera roída y una sillas destrozadas, se pavoneó: -Ya te lo he curado.

El niño llegó al rincón. Las paredes, o lo que quedaba de ellas, estaban cubiertas por un moho verde y pringoso, que se había extendido como una hiedra trepadora. La ventana de aquella parte del edificio conservaba intactos sus cristales, enmohecidos también y ya opacos a la entrada de la luz. De repente, Fred se percató de un fuerte y pestilente olor, que salía de debajo de una de las sillas de madera destrozadas y amontonadas como una montaña de basura.

-¡Gewellyn!- gritó mirando fijamente hacia aquel rincón.

La niña corrió cautamente por entre las máquinas, evitando cualquier objeto punzante que pudiera sobresalir tanto de los grandes artilugios y palancas de la maquinaria como permanecer en el suelo. Por fin llegó junto a su hermano, que sin decirle palabra y con una mano tapándose la nariz, dijo:

-Creo que es un gato muerto.

En efecto, un gato negro roído por las hormigas y al que sobrevolaba una pequeña nube de moscas verdes yacía destripado en el rincón: sin ojos, con una pierna comida, la cola seca y la panza abierta por los insectos. Fred pensó en la rata que había visto antes y sintió un escalofrío. Los dos estuvieron un rato mirando ese patético animal desfigurado, hasta que Fred hizo el amago de vomitar.

-Qué asco –dijo Gewellyn, y cogió de la mano a su hermano para llevárselo lejos de allí.

La oscuridad del recinto se había hecho más densa. ¿Cuánto tiempo llevaban lejos de la vigilancia de la niñera? Posiblemente se estaba acercando la noche.

Pero los dos niños, agarrados fuertemente de las manos, ateridos ya de frío, cruzaron despaciosamente la sala hasta el rincón opuesto, que quedaba justo a la derecha de la puerta de entrada, aquel umbral al que habían convertido en una meta imaginaria la primera vez que divisaron la fábrica.

En aquel rincón se levantaban dos paredes de madera en ángulo recto, semidestruidas, formando una habitación. Dentro había una mesa, todavía colocada en su lugar, y un sofá caído en el suelo y roto. En la pared estaban marcadas las huellas de los bordes de un armario ausente, que ni Fred ni Gewellyn pudieron ver aunque resiguieron con la mirada todo el espacio al que acababan de acceder.

Una persiana inservible yacía encima de la mesa, con los hilos envueltos entre sí. En la parte frontal, un marco torcido que aún seguía clavado en la pared contenía una especie de diploma o documento oficial en el que se podía leer con grandes letras desdibujadas: FÁBRICA DE ZAPATOS WHIRLEPOOL.

Los niños se acercaron prudentemente a la mesa y vieron unas carpetas viejas que salían del cajón principal. Fred tomó la clavija del cajón y empezó a moverlo acompasadamente hacia atrás y hacia delante, con lo que los papeles arrugados y la carpeta cayeron desparramándose al suelo y levantando un poco de polvo. Durante unos segundos más continuó haciendo aquel movimiento con el cajón, hasta que su hermana gritó:

-¡Para!

En la mesa había también una figura de mármol decapitada, una lámpara sin bombilla y un pequeño marco de borde azul en el que faltaba una fotografía, tal vez perdida entre tanta inmundicia. De repente Gewellyn se agachó y tiró del brazo de su hermano.

-Mira –dijo tímidamente.

Fred se agachó también, sorprendido por el estirón de su hermana, pero solo vio los papeles que se habían soltado de la carpeta guardada en el cajón.

-¿Qué?- preguntó.

En el suelo, entre aquellos papeles y documentos ilegibles, había un periódico antiguo en cuya portada venía una pequeña noticia subrayada en un rotulador de color ya desteñido, y una foto de un señor delgado, con corbata y pelo canoso:

THE JOURNAL

FALLECE EL DUEÑO DE LA FÁBRICA DE ZAPATOS WHIRLEPOOL

El dueño de la famosa fábrica de zapatos Whirlepool, señor Glanston, falleció ayer por la noche por causas que todavía no han sido aclaradas. La huida del contable de la empresa, que se encuentra en paradero desconocido tras haberse anunciado la semana pasada la quiebra de la firma Whirlepool, puede constituir una primera pista, según ha manifestado la policía. Mañana se oficiará el funeral del acaudalado señor Glanston, con la presencia de los parientes más próximos y sus dos hijos, uno de ellos recién nacido. La familia del fallecido ha rogado máxima discreción. Según fuentes de este periódico, la mujer del señor Glanston sufrió un ataque de ansiedad e intentó cometer suicido tras enterarse de la noticia del fallecimiento de su esposo. Después de haberse anunciado la quiebra de la empresa de la que era accionista principal, la señora Glanston no ha podido soportar esta nueva desgracia y según ha informado la familia ya ha sido puesta bajo cuidado psiquiátrico.

-Es papá...-dijo todavía agachada Gewellyn.

-¿Qué? –se sorprendió Fred.

-Sí, es papá, tú eras muy pequeño –sentenció la niña.

Los dos hermanos se levantaron al unísono cogidos de la mano y continuaron mirando a aquel hombre de la fotografía del periódico durante un largo rato. La imagen de aquel señor se había ido borrando del papel por la erosión del tiempo, pero sin embargo su rostro ofrecía todavía un aspecto amable.

-Volvamos, tengo frío –dijo Fred.

Salieron por la puerta principal de la fábrica en ruinas cuando ya anochecía. En la parte izquierda del umbral se amontonaban cascotes de piedra y un revoltijo de hierros, poleas y palancas oxidadas. La herrumbre se apiñaba en aquel lugar como una montaña gigantesca. Los niños sintieron que les invadía una gran desazón, y en un último intento de animarse, se miraron a los ojos espoleados por las ganas de regresar.

-A ver quién llega antes al parque –exclamaron al mismo tiempo.

Echaron a correr por el yermo desierto de polvo y plásticos despazurrados en el suelo. En medio del descampado estaba aparcada una enorme grúa de la que colgaba una no menos imponente bola de acero. No había nadie alrededor de ella, y tenía los motores apagados. Alguien, no obstante, había cercado la zona con unos palos de hierro y una cinta de plástico duro, visible por sus franjas rojas y blancas. En el horizonte del descampado, donde aquel páramo de polvo y nada daba a la calle en la que antes había caminado una extraña mujer de pañuelo negro, habían construido una especie de entrada para grúas y camiones de carga, las huellas de cuyas ruedas empezaban a marcar indeleblemente el terreno. En los extremos de aquella entrada, a lo largo de la cinta de plástico, habían colocado además varias bombillas de luz automática, a intervalos de unos diez metros.

Fred echó una mirada hacia aquella grúa mientras corría y de repente se paró.

-¿Qué haces? –gritó Gewellyn.- Te voy a ganar.

Pero Fred no hizo caso esta vez a las palabras de su hermana. Giró un poco más la cabeza y lanzó una mirada penetrante y valiente en dirección a la calle posterior, donde resiguió los pasos de una mujer vestida de luto con un pañuelo negro que entonces entró en una librería. En su interior, por entre las cortinas, vio que la dueña y la señora hacían gestos de debatir un asunto. Finalmente observó que la dueña tomó un libro de manos de la cliente y lo volvió a colocar en el escaparate, mientras por la puerta tintineante salía la mujer elegantemente vestida de luto por la que se había sentido tan repentinamente fascinado.

El niño de ojos azules siguió durante unos segundos los pasos de aquella figura extraña y constrita. A lo lejos oyó la voz de su hermana, que celebraba con aspavientos la victoria en la carrera. Fred miró por última vez el pañuelo oscuro de la mujer y se le encogió el estómago y se le humedecieron los ojos. Entonces empezó a llorar y corrió locamente hacia su hermana.

En el escaparate de la librería, a lo lejos, permanecía de nuevo levemente recostado el libro Sur plusieurs beaux sujets, cuyo autor era Wallace Stevens. Y en él, en una de las páginas centrales, estaba transcrita la siguiente frase, que quizá algún día Fred leería con comprensión, recordando aquella tarde: “Hace falta lo sobrenatural para que el tedio de lo humano sea soportable. Nicholas Davenport”."

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